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El 4 de octubre de 1957,
el mundo contemplaba con asombro y miedo
como la Unión Soviética lanzaba el Sputnik,
el primer satélite creado por el hombre,
al espacio.
Esta pequeña bola de metal,
de medio metro de diámetro más o menos,
inició una carrera espacial
entre EE. UU. y la U.R.S.S.
que duraría 18 años
y que cambiaría el mundo tal y como lo conocemos.
De hecho, el Sputnik no era la primera pieza
de tecnología humana en llegar al espacio.
Ese privilegio pertenece al cohete V-2
usado por los alemanes en los ataques con misiles
contra las ciudades aliadas como último intento desesperado
en los años finales de la II Guerra Mundial.
No era muy efectivo,
pero, al final de la guerra,
tanto EE.UU. como la U.R.S.S. se hicieron
con la tecnología y científicos que lo desarrollaron
y empezaron a usarlos para sus propios proyectos.
En agosto de 1957,
los soviéticos probaron con éxito
el primer misil balístico intercontinental, el R-7,
el mismo cohete que se usaría
para lanzar el Sputnik 2 meses después.
Lo que asustaba del Sputnik
no era la bola en órbita en sí,
sino el hecho de que se podía usar
esa misma tecnología para lanzar una cabeza nuclear sobre cualquier ciudad.
No queriendo quedarse atrás,
el presidente Eisenhower ordenó a la Armada
que acelerara su propio proyecto
y lanzara un satélite lo antes posible.
Así, el 6 de diciembre de 1957,
la gente emocionada de toda la Nación
sintonizó para ver la retransmisión en directo
de cómo despegaba el satélite Vanguard TV3
y se estrellaba contra el suelo 2 segundos después.
El fracaso del Vanguard fue una gran vergüenza
para Estados Unidos.
Los periódicos imprimían titulares como
"Flopnik" y "Kaputnik".
Y un delegado soviético en la ONU sugirió burlonamente
que EE.UU. debería recibir ayuda extranjera
para naciones en vías de desarrollo.
Afortunadamente, el Ejército había estado trabajando
en su propio proyecto paralelo, el Explorer,
que se lanzó con éxito en enero de 1958.
EE.UU. justo había logrado alcanzar a los soviéticos
cuando estos los superaron de nuevo
al convertirse Yuri Gagarin en el primer hombre en el espacio
en abril de 1961.
Pasó casi un año
y varios astronautas soviéticos
terminaron sus misiones
antes de que el proyecto Mercury tuviera éxito
al hacer de John Glenn el primer estadounidense
en órbita en febrero de 1962.
Por entonces, el presidente Kennedy comprendió
que con solo alcanzar
cada avance soviético unos meses después
no iba a solucionar nada.
EE.UU. debía hacer algo primero
y, en mayo de 1961, un mes después del vuelo de Yuri,
anunció el objetivo
de llevar al hombre a la luna
a finales de los años 60.
Lo lograron con el programa Apollo,
cuando el 20 de julio de 1969
Neil Armstrong dio su famoso paso.
Con ambos países centrando su atención
en las estaciones espaciales en órbita,
no hay forma de saber cuán larga
habría sido la carrera espacial.
Pero gracias a la mejora de las relaciones,
negociada por el presidente soviético Leonid Breshnev
y el presidente estadounidense Nixon,
la U.R.S.S. y EE.UU. se encaminaron
hacia la cooperación más que a la competición.
La exitosa misión conjunta,
conocida como Apollo-Soyuz,
en la que una nave espacial Apollo, de EE.UU.,
se acopló a una nave soviética Soyuz
y las dos tripulaciones se encontraron,
saludaron
e intercambiaron regalos,
marcó el final de la carrera espacial en 1975.
Entonces, al final, ¿para qué sirvió
esta carrera espacial?
¿Fue solo una gran pérdida de tiempo?
¿Dos grandes superpotencias tratando de superarse la una a la otra
persiguiendo proyectos simbólicos,
tanto peligrosos como caros,
con recursos que podrían haberse
usado mejor de otra forma?
Bueno, sí, más o menos,
pero los mayores beneficios del programa espacial
no tuvieron nada que ver con que se superaran entre ellos.
Durante la carrera espacial,
la financiación para la investigación y educación, en general,
aumentó de forma espectacular,
lo que llevó a muchos avances
que quizá no se habrían logrado de otro modo.
Muchas de las tecnologías desarrolladas por la NASA para el espacio
son ahora muy usadas en la vida civil,
desde la espuma viscoelástica en colchones
hasta la comida liofilizada
o los LED para tratar el cáncer.
Y, por supuesto, los satélites que usamos
para los GPS y las señales de teléfono móvil
no estarían ahí
de no ser por el programa espacial.
Todo esto demuestra
que los beneficios de las investigaciones científicas y el fomento
son a menudo mucho mayores
de lo que puedan llegar a imaginar sus creadores.