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En el verano de 1348,
se les podría perdonar a los ingleses que se creyeran inconquistables.
Habían derrotado a sus viejos enemigos, los escoceses y los franceses.
Su rey, Eduardo III, aparentaba ser el gobernante más poderoso de Europa.
Pero iban a ser conquistados,
y por una reina contra la que ni arcos
ni barcos de guerra servían de defensa...
la Reina Muerte.
Su arma, la peste, y hacia el final de su terrible campaña,
casi la mitad de la población de Bretaña habría muerto.
El país sobreviviría al trauma,
pero primero tendría que atravesar un purgatorio de dolor inimaginable,
porque tras los pasos de la pestilencia,
vendrían la rebelión y la guerra civil.
El siglo de la peste fue una peregrinación a través del dolor,
y esta es la historia de aquella travesía.
LA REINA MUERTE
Yersinia pestis, la bacteria de la peste,
llegó a Bretaña en las entrañas de pulgas infectadas.
Escondidas en cargamentos de grano,
fardos de tela y en la piel de ratas negras.
El punto de entrada más probable es Melcombe Regis, cerca de Weymouth.
Para cuando llegó a los grandes puertos de Southampton y Bristol,
ya circulaban historias procedentes de traumatizadas ciudades de Italia
sobre cómo y dónde había empezado:
en el Este en las llanuras de Asia Central;
otro de los horrores llegados a lomos de las hordas mongoles.
La peste provocó una ola de destrucción
hacia el este llegando a China y la India y hacia el oeste hasta Crimea y Turquía.
En Caffa, los tártaros arrojaron cuerpos infectados sobre los muros de la ciudad
para acelerar la rendición de los defensores genoveses,
la primera entrada en los anales de la guerra bacteriológica.
Llegada por mar a Italia, se extendió rápidamente por la Europa continental.
Otras calamidades devastadoras habían visitado Bretaña antes,
hubo innumerables muertes en la apocalíptica hambruna de 1315,
pero fue la despiadada e indiscriminada rapidez del avance de la peste
lo que provocó la desesperación en los pueblos alcanzados por su ataque.
Nadie, ni rico ni pobre, podía escapar.
Así es como el poeta galés Jeuan Gethin lo vio,
esperando su propio contagio que, ineludible, le llegó en 1349.
Vemos a la muerte mezclarse entre nosotros como un humo pestilente.
Una plaga que se lleva a los jóvenes,
un fantasma errante que no tiene piedad.
La hinchazón en mi axila es la señal de mi perdición.
Tiene la forma de una manzana, como una cabeza de cebolla.
Intenso es su ardor, como brasas consumiéndose.
Una cosa amenazante y monstruosa de color ceniza.
Una erupción grotesca que llega con una rapidez indecorosa.
Son como una lluvia de guisantes, los tempranos adornos de la Muerte Negra.
Desde la picadura de una pulga infectada, en sólo seis días
las delatoras hinchazones, las bubas,
aparecían en el cuello, ingles o axilas de la víctima,
acompañadas de fiebre violenta y dolores insoportables.
El sistema inmunológico se desmoronaba en menos de una semana.
Si la infección alcanzaba los pulmones,
la muerte llegaba en sólo un par de días de tos sangrienta.
Cualquiera que inhalara incluso la más diminuta gota de moco
estaba condenado a sufrir la misma suerte.
Nadie lo sabía entonces, pero las atestadas calles, callejones
y casas de un lugar como Bristol
constituían el caldo de cultivo perfecto para el bacilo.
Alimañas llenas de pulgas,
convivían con la apelotonada población de gentes y animales.
La picadura de pulga era una irritación común
en este infestado hormiguero.
E incluso cuando las bubas aparecían,
no había motivo para suponer que las pulgas o las ratas eran las responsables.
Pero no había duda sobre lo que sucedía después.
Los más jóvenes, los más viejos y los más pobres,
aquéllos con menos resistencia, serían los primeros en caer...
pero todos los demás, también.
En una ciudad como ésta tan propensa a la infección,
casi la mitad de la población moriría durante el primer año.
Entre ellos 15 de los 52 concejales de Bristol,
cuyos nombres eran tachados según morían.
Aterrorizados y desconcertados, los sanos abandonaban a los enfermos a su suerte.
Ciudades, pueblos y familias enteros
fueron cruelmente divididos entre vivos y moribundos.
Maridos abandonaban a sus mujeres,
padres y madres rechazaban el contacto con sus hijos.
Es casi imposible imaginar la magnitud de la desolación y el terror,
el colapso absoluto de todo lo que uno a dado siempre por sentado.
¿Cómo encontrar pan ahora que los panaderos están todos muertos?
¿Cómo encontrar un médico ahora que ninguno trabaja?
Y, por último, cómo encontrar a alguien con un carro para que se lleve los cuerpos
que hay que depositar... en algún sitio?
Cuanto mayor era la ciudad, mayor el shock.
En 1348, Londres tenía una población de casi 100.000 habitantes.
En la primera oleada de la peste, morían 300 cada día.
En Spitalfields,
había habido durante largo tiempo un hospital medieval con un cementerio anexo.
En el interior de sus muros, los muertos yacían en debido reposo
en sus tumbas individuales orientadas al este
para que cuando llegara el Día del Juicio, se levantaran mirando a Jerusalén.
Pero atenazados por la epidemia, no había tiempo para devociones.
Excavaciones recientes han sacado a la luz fosas comunes
donde los cuerpos habían sido lanzados con horcas a la fosa
con evidente prisa y desesperación.
Al desenterrarlos ahora y ver la forma en que fueron arrojados,
parece como si protestaran por la indignidad.
En el verano de 1349, la peste se había extendido
a los rincones más remotos de Inglaterra, Gales y Escocia,
y ahora cruzó el mar para llegar a Irlanda.
Según John Clynn, un fraile franciscano que escribía en Kilkenny,
14.000 murieron sólo en Dublín.
Desde el principio del mundo,
nunca se ha conocido la muerte de tantos en tan poco tiempo.
La pestilencia era tan contagiosa
que aquéllos que tocaban a muertos o enfermos
a su vez se infectaban inmediatamente.
Viendo tantas desgracias
y que el mundo entero está rodeado por el mal,
esperando entre los muertos que me llegue la muerte,
me he comprometido a escribir lo que en verdad he visto y examinado,
y dejo pergamino para que continúe este trabajo
si, por azar, algún hombre sobrevive,
y alguien de la raza de Adán escapa a la pestilencia
y continúa el trabajo que yo he empezado.
En este punto, otra mano ha escrito,
"Aquí parece que el autor murió."
Cuando los supervivientes se recuperaron del primer golpe brutal de la Peste Negra,
inevitablemente se preguntaron, "¿Por qué nosotros? ¿Por qué ahora?"
La mejor hipótesis fue que la peste era causada
por una corrupción de la atmósfera,
putrefacción, la marca de hombres y bestias
emergiendo de lagos, ciénagas y simas.
Esta fría y tóxica niebla tenía incluso un nombre: miasma.
Si la enfermedad crecía en el hedor, olores fragantes eran el remedio obvio.
Médicos y herbolarios no tardaron
en idear recetas para ungüentos y pociones
para protegerse del contagio, e incluso como antídoto para los infectados.
(HOMBRE) Cinco tazas de ruda si es para un hombre.
si es para mujer dejar la ruda fuera.
Cinco hojas de aguileña. Una gran cantidad de flores de caléndula.
Tomar un huevo recién puesto, y hacer un orificio
y soplar y vaciar su contenido; y luego ponerlo al fuego
y asarlo hasta que convierta en polvo, pero no quemarlo.
Cocer todas las hierbas con buena cerveza, pero no escurrirlas.
Y dárselas a beber al enfermo durante tres mañanas y tres noches.
Si las mantiene en su estómago, salvará la vida.
Pero si Dios decidía lo contrario,
todas las pociones del mundo serían inútiles.
La ineludible conclusión
era que la pestilencia había sido enviada a la humanidad
como escarmiento por sus múltiples pecados.
Escotes provocativos, bailes lascivos
y adulterios desvergonzados habían traído consigo la peste.
Y ésta terminaría cuando el mundo se arrepintiese,
pero nunca parecía suficientemente arrepentido.
Entretanto, el campo se echaba a perder.
Las granjas abandonadas, pueblos enteros desiertos.
Las cuentas de las tierras del Obispo de Winchester
en Farnham, Surrey, cuentan la historia de una sociedad rural en estado de shock.
En el primer año de la Peste Negra 52 familias,
una tercera parte del pueblo, fueron exterminadas,
marcados como "defectus per pestilentum".
Los papeles de Farnham ponen nombres a los números
nombres como Matilda Stikker.
Murió junto con toda su familia.
O una sirviente, Matilda Talvin,
que vio a su señor y a toda su familia sucumbir a la peste.
Para cuando la ola retrocedió en 1350, 1.300 personas habían muerto en Farnham.
La plaga arrebataba, pero también podía dar.
En el primer año de la Peste Negra John Crudchate, un menor,
se quedó huérfano, pero un huérfano con recursos,
porque iba ahora a heredar las tierras legadas
por su padre y otro familiar.
Esto debió constituir la creación de una pequeña pero importante fortuna en el pueblo.
En otro lugar de los papeles,
se nos dice que la recolección de la cosecha era dos veces más cara.
Doce peniques, escrito en números romanos, por acre,
debido a, dicen los papeles, la peste y a la escasez de mano de obra.
Había pocos trabajadores, según parece,
y estaban empezando a cobrar en consecuencia.
La historia de Farnham podría repetirse por toda Bretaña.
El campo después de la peste era un mundo irreversiblemente alterado.
Para empezar, ya no quedaban siervos.
Durante siglos, ser un siervo significaba estar atado
por costumbre y nacimiento al señor local.
Él concedía al siervo un minúsculo trozo de tierra para su propio uso,
y a cambio, él echaba horas y horas de duro trabajo
sin cobrar, en sus enormes tierras.
Había también otros aspectos en los que uno no era libre.
Había que pedir su permiso para casarse,
y uno no podía irse nunca, repito... "nunca"
esto es, hasta la Peste Negra.
Ahora había una desesperada falta de mano de obra,
y la simple operación de las leyes de la oferta y la demanda
significaba que por primera vez uno podía establecer los términos del acuerdo.
Si el señor quería tu trabajo,
uno podía decirle, "¿Por qué no me pagas algo?"
Quiere que te mudes a una tierra que sino se echaría a perder,
tú respondes, "De acuerdo, bájame la renta."
Y si el señor te dice, "Ni lo sueñes, impertinente lo-que-sea,"
Pues te vas con tu música a otra parte donde hayan entendido mejor
la nueva realidad económica del país.
Cientos de miles de campesinos debieron hacer exactamente eso,
y no había nada que nadie pudiera hacer al respecto.
No fue sólo el orden social lo que la peste desajustó.
También desgastó el sentimiento de seguridad ofrecido por la Iglesia,
especialmente al ver que el clero regular parecía impotente
para prestar ayuda a los afligidos... o incluso a sí mismos.
En 1349, el Obispo de Bath and Wells,
viendo que había una importante falta de clérigos,
autorizó a los legos a oír la confesión de los moribundos.
"O," escribió, "incluso una mujer, si no hay ningún hombre disponible."
Los más atrevidos tomaron el asunto en sus propias manos
buscando la redención directamente en las Escrituras.
Los Lolardos- o "Farfulladores" -
tomaron su nombre por su costumbre de proclamar la Biblia en voz alta,
y animar a otros a hacer lo mismo al traducirla al inglés,
liberándola de la oscuridad del latín.
A pesar de ser pocos, los Lolardos fueron una importante amenaza
a la autoridad de la Iglesia.
Sólo les salvó de la persecución
la protección de su padrino más poderoso,
Juan de Gante, hijo del Rey Eduardo III, y Duque de Lancaster.
Hombres como él se sintieron atraídos por nuevas formas de piedad y penitencia
debido a que la peste les hizo ser sumamente conscientes
de que la Reina Muerte no respetaba ni rango ni riqueza...
y si ésta golpeaba, más valía estar preparados para el Juicio Final.
Todos conocían el moralizador cuento de los tres vivos y los tres muertos.
Tres atractivos y jóvenes reyes salen para un buen día de deporte
y se encuentran de repente con tres cadáveres no tan atractivos,
cada uno en diferente estado de descomposición,
los hermanos Marx del infierno.
Los tres vivos dicen: "Tengo miedo,","¡Mirad! ¡Qué es lo que veo!"
y "Yo creo que demonios son."
Responden los otros tres: "Así seréis vosotros,"
"Yo era hermoso" y "Por el amor de Dios, tened cuidado."
El más descompuesto del horripilante trío da entonces un pequeño discurso.
"Sabed que yo era el cabeza de mi tribu, príncipes, reyes y nobles,
"reales y ricos, regodeándose en sus riquezas,"
"pero ahora soy tan espantoso que incluso los gusanos me desdeñan."
Esta fue una invasión para la que Inglaterra no estaba preparada,
la invasión del espacio de los vivos por parte de los muertos.
El sentimiento de que las fronteras entre jardines y cementerios habían caído
produjo una repentina agitación.
Frente a la Reina Muerte, ni riquezas ni fama terrenal
podían comprar la salvación o garantizar la inmortalidad.
Esta inseguridad encontró su expresión en una clase de tumba muy peculiar,
el "transi", que apropiadamente significa "que se ha ido".
En tumbas "transi" como esta de la Catedral de Canterbury,
uno era recordado por partida doble.
Eran como autobuses de dos pisos,
En el piso de arriba, uno se veía de la guisa en que el mundo hubiera esperado,
como un caballero en su armadura o un obispo con todo su aparejo episcopal.
En el piso de abajo sin embargo, uno es un esqueleto desnudo,
con la carne desprendiéndose del hueso.
La mentalidad que originó las tumbas transi era una especie de envidia inversa;
una determinación de no mantener las apariencias,
de no inclinarse ante nadie en la dolorosa conciencia
de que por más grande que uno fuera pronto se vería reducido
a un montón de polvo y gusanos.
La idea era poner en contraste, de la manera más chocante posible,
dos formas de consciencia de uno mismo.
Por un lado, cómo nos gustaría ser recordados: en esplendor y piedad.
Y por el otro, cómo somos realmente:
patéticos en nuestra mortalidad cadavérica.
"Nací pobre,"
lee la inscripción de la tumba del Arzobispo Chichele,
"al primado me elevé.
"Y aquí estoy ahora reducido a comida para gusanos.
"Contemplad mi tumba."
Sólo los más altos oficios del país parecieron salir indemnes.
Eduardo III, el una vez glamuroso e invencible guerrero,
era ahora el envejecido padre de una frágil nación.
Aún así, la sucesión real parecía segura.
El hijo de Eduardo, el Príncipe ***, el heredero al trono,
era ya un héroe legendario.
Pero entonces, contra todo ***óstico, la situación cambió.
El Príncipe *** sucumbió a la disentería en 1376,
y un año después el viejo rey finalmente expiró.
Así que la corona pasó al nieto de Eduardo, Ricardo de Burdeos.
Un niño-rey llamado antes de su tiempo, Ricardo, de rey sólo tenía el nombre.
Todos sabían que era su tío, Juan de Gante el que manejaba los resortes del poder.
La coronación de Ricardo fue orquestada por Juan de Gante
como un festival de lealtad,
un acto de fe en el inmaculado futuro de la gloria de Inglaterra.
No había habido coronaciones durante medio siglo,
pero la mezcla de solemnidad y festividad
nunca dejaba de obrar su magia.
Caballeros de las comarcas cabalgaron desde toda Inglaterra
para presenciar el espectáculo.
Al día siguiente en la Abadía
al pequeño Ricardo le quitaron la camisa detrás de un parapeto dorado
y su cara, manos y pecho fueron ungidos con el aceite sagrado.
Mientras con su voz de niño
Ricardo prometía proteger a la Iglesia, administrar justicia
y respetar las leyes y costumbres de sus antepasados,
la asamblea de nobles y clérigos se lo debieron imaginar creciendo
para acabar llenando el enorme trono de su feroz tatarabuelo Eduardo I.
Inevitablemente, mientras la ceremonia se alargaba hasta el anochecer,
Ricardo se durmió.
Y mientras se lo llevaban de la Abadía con las piernas colgando,
uno de sus zapatos, demasiado grandes, se le cayó,
¿Quién iba a pensar que eso era un mal augurio?
Al fin y al cabo, sólo tenía diez años.
¿Cómo marcó todo esto al niño? 22 años después,
¿recordaba este momento del ungimiento como una especie de apoteosis,
una mágica transformación de pequeño hombre en pequeño dios?
Tal vez fuera incluso mejor que Ricardo se confundiera a sí mismo con un mesías,
ya que sólo alguien con ese clase de autoconfianza innata
podría haber hecho frente, a la tierna edad de 14 años,
al levantamiento más violento de la historia de la Inglaterra medieval.
Sucedió con una velocidad pasmosa y terrorífica,
y empezó en el último lugar donde uno lo hubiera esperado:
no en algún mísero rincón dejado de la mano de Dios,
sino en la región más económicamente desarrollada de la Inglaterra rural,
el cinturón de rica y fértil tierra que va desde Kent,
cruzando el Medway y el Támesis hasta Essex y el sur de East Anglia.
Lo curioso de la Revolución de los Campesinos
es que los que la empezaron no eran en absoluto campesinos.
Al menos, no eran en ningún caso los paletos que la leyenda nos muestra
con una paja en los la boca y agitando una horca.
No, eran gente con algo que perder, la élite del pueblo,
hombres que habían servido como guardias, jueces y jurados,
hombres que habían ocupado los puestos vacantes
que las víctimas de la peste habían dejado vacantes.
Habían hecho algo de dinero y no iban a dejarlo escapar
para llenar los bolsillos de algún funcionario de pacotilla de Westminster.
Y lo que es más, sabían cómo formar un ejército
con los más desfavorecidos de la escala social,
familias apenas por encima de la línea de pobreza,
que tenían que vender su trabajo para salir adelante.
Estaban ya descontentos con los intentos del gobierno
de rebajar sus crecientes sueldos a niveles de antes de la peste.
La balanza se había inclinado en favor de los supervivientes
y estaban decididos a que esto no cambiara.
De diferentes modos, estas gentes eran,
o creían ser, nuevos ricos.
E iban a luchar, si era necesario, por evitar
volver a hundirse de nuevo entre los parias.
¿Fue esta entonces una guerra de clases,
una frase que se supone que no debemos usar desde el hundimiento oficial del Marxismo?
Sí que lo fue.
La sospecha en los pueblos de Inglaterra era que el poder real detrás del trono,
Juan de Gante, la Reina Madre, el Canciller,
estaban imponiendo nuevos impuestos no para financiar una guerra patriótica con Francia
sino para aumentar el lujo de sus propios palacios y posesiones.
Cuando en Noviembre de 1380, el parlamento aprobó un nuevo impuesto per cápita
que por primera vez no tenía en cuenta la riqueza individual,
los granjeros libres debieron imaginarse el terrible prospecto de ver
todas sus ganancias ganadas con sudor arrebatadas por un avaricioso gobierno.
La indignación, rabia violenta y evasión en masa
se convirtieron rápidamente en una rebelión pura y dura.
Los recaudadores de impuestos y hombres del sheriff fueron atacados, algunos muertos.
En Maidstone, eligieron a Wat Tyler,
un artesano libre, como su general y capitán,
y liberaron a un Lolardo anticlerical llamado John Ball,
que había sido encarcelado en el palacio del obispo.
John Ball pertenece a un estereotipo fácil de reconocer, el fraile
que da sermones llevando el radicalismo de la Peste Negra a su extremo lógico.
"Deshaceros de los clérigos y de los propietarios,", argumentaba Ball,
"y el amor de Cristo por los pobres será honrado de nuevo."
¿Es que no descendemos de los mismos padres, Adán y Eva?
¿Qué razón pueden dar para ser ellos más amos que nosotros?
Se visten de terciopelo y rico armiño,
mientras nosotros debemos vestir pobres ropajes.
Ellos tienen vino y finas especias y buen pan,
mientras nosotros sólo tenemos centeno y los deshechos de la paja,
y para beber no tenemos más que agua.
Nos llaman esclavos,
y si no cumplimos con nuestro trabajo, nos azotan.
Vayamos a ver al rey y presentémosle nuestras reivindicaciones.
Tal vez obtengamos una respuesta favorable.
Y si no es así, tendremos que intentar cambiar las condiciones nosotros mismos.
Y así marcharon,
con la igualizadora fiebre de la peste zumbando en sus cabezas,
y eslóganes de igualdad y revancha en sus bocas.
Después de todo, quiénes eran Wat Tyler, John Ball
y Robert Cave de Dartford Baker
sino los tres muertos confrontando a los caprichosos, ricos y poderosos
con su día del juicio.
En la mañana del 12 de Junio de 1381, un enorme ejército, al menos 5.000
o quizás tantos como 10.000,
estaba acampada aquí en los campos de Blackheath,
justo en el borde de Londres.
Abajo podían ver la ciudad,
la vieja St Paul, los puentes abarrotados de tiendas y más allá Westminster;
todo parecía estar a su merced.
Ésta no era una revuelta desordenada. Desde el principio
sus objetivos se habían seleccionado con mimo para dejar claras sus intenciones,
ricas abadías, haciendas pertenecientes a recaudadores de impuestos
Cualquier documento que llevara el sello del Tesoro
era destinado a ser destruido.
Las cuentas de las fincas se arrojaron al fuego.
Sabían lo que hacían.
Paradójicamente, los rebeldes seguían siendo fervientemente leales a la Corona.
Aunque se habían convertido en proscritos,
les movía la certeza de creer que su causa era justa.
Seguro que se vería que no se habían movilizado
para amenazar al Rey, sino para rescatarle,
y a través de él, a ellos mismos.
La disciplina de la marcha, sin embargo,
no aguantó el contacto con la gran ciudad.
Se abrieron cárceles, iglesias saqueadas, palacios quemados.
Treinta y cinco mercaderes flamencos fueron decapitados sobre el mismo tronco,
uno tras otro.
El Arzobispo de Canterbury Simon Sudbury fue capturado
mientras rezaba en la Capilla de St John.
los enloquecidos rebeldes le cortaron la cabeza
la clavaron en una estaca y la pasearon triunfalmente por las calles.
La noche del jueves 13 de junio,
el rey adolescente subió a uno de los torreones de la torre
y lo que vio debería haberle sumido en el terror...
el cielo rojo por las llamas, Londres desmoronándose entre humo y ruinas.
Aunque rehén de una pesadilla, no parece que Ricardo se dejara llevar por el pánico.
Cuando sus asesores le pidieron que negociara con los rebeldes,
evidentemente no mostró signo de duda.
Fue el chico el que fue el hombre en ese momento.
Fue una postura valiente. Porque Ricardo debió pensar
que existía una alta probabilidad de que no sobreviviera.
Antes del encuentro, rezó en el altar de Eduardo el Confesor,
el santo patrón de todos los reyes Plantagenet.
Después se adentró a caballo entre la multitud
para encontrarse con Wat Tyler y el resto de los líderes en Smithfield.
Al llegar a Smithfield el Rey pudo ver a los rebeldes
acampados en el lado oeste y la partida real al este.
Wat Tyler cabalgó hacia Ricardo, se bajo de su pequeño caballo,
se arrodilló muy brevemente y de forma poco convincente,
pero entonces le estrechó la mano y le llamó hermano.
"¿Por qué no os volvéis a casa?" Preguntó el Rey lastimosamente,
a lo que Tyler respondió maldiciendo en voz alta y con una serie de exigencias.
La más importante, una nueva 'Magna Carta',
pero esta vez para la gente corriente.
Aboliría la servidumbre, liquidaría las propiedades de la Iglesia,
y ofrecería el perdón general a todos los proscritos
y por si esto no fuera suficientemente radical,
haría a todos los hombres, bajo el nivel del Rey, iguales.
A todo esto Ricardo respondió "Sí",
quizás cruzando los dedos detrás de la espalda,
y quizás Wat Tyler se quedó tan anonadado por la concesión,
que no sabía que más hacer.
Así que un inquietante silencio se adueña de todos en el campo,
roto sólo cuando Tyler pide una jarra de cerveza.
Se la dan, se le bebe de un trago, se sube a su montura,
un hombre grande sobre un caballo pequeño,
y en ese momento, la historia cambió.
Alguien de la compañía del Rey no se había leído el guión,
o tal vez no fue capaz de soportar la humillación un minuto más.
Fue un joven vasallo, alguien de la misma edad que Ricardo,
el que gritó a Tyler que era un ladrón.
Y el extraño encantamiento se rompió.
Walworth, el alcalde, que siempre había sido partidario de la línea dura,
intentó arrestar a Tyler.
Hubo una pelea a caballo,
y Walworth asestó el golpe decisivo,
cortando a Tyler entre el hombro y el cuello
En cuanto cayó, los hombres del Rey le rodearon y acabaron con él,
pero asegurándose de que el bando rebelde no viera lo que estaba ocurriendo.
De una u otra forma, éste fue el momento de la verdad.
Fue también el momento en el que el mismo Ricardo actuó
de forma decisiva y con asombrosa valentía.
Cabalgó directo a hacia los rebeldes, gritando las famosas palabras,
"¡No tendréis más capitán que yo!"
Palabras elegidas brillantemente
y, por supuesto, deliberadamente ambiguas.
A los rebeldes les pareció que el mismo Ricardo era ahora su líder,
justo lo que siempre habían querido.
Pero las palabras podían significar también
su primera reafirmación de autoridad real.
En cualquier caso, diluyeron la inminente crisis
y dieron la oportunidad al Alcalde Walworth de volver a Londres
y movilizar hombres armados.
Ahora el proceso de terminar con la descabezada rebelión podía empezar,
con precaución al principio, con ofertas de perdón y misericordia,
y con implacable determinación después.
Sólo una semana después de las aparentes concesiones en Smithfield,
otro grupo de rebeldes se encontró con Ricardo en Waltham, Essex,
pero esta vez encontraron a un Rey muy diferente.
¡Vosotros miserables, detestables en tierra y mar,
que buscáis igualdad con vuestros señores, no merecéis vivir!
Dad este mensaje a vuestros camaradas.
Campesinos erais y campesinos seguís siendo.
Seguiréis en la servidumbre, no como antes, sino de forma incomparablemente más severa.
Mientras vivamos, haremos lo posible por acabar con vosotros,
y vuestra miseria quedará como ejemplo en ojos de la posteridad.
Sin embargo, salvaréis la vida si permanecéis fieles.
Elegid ahora el camino que deseáis tomar.
Los rebeldes tomaron la única opción que realmente se les ofrecía.
Inclinaron la rodilla. Todo había terminado.
El Rey fue literalmente el único que quedó en pie.
¿Pero cuál fue el efecto de todo esto en Ricardo?
¿De qué se creía ahora capaz?
Mi amo, Dios omnipotente,
en mi favor está reuniendo en las alturas, ejércitos de plagas
que caerán sobre los hijos por nacer o concebir,
de los que alcéis las manos vasallas contra nos
y amenacéis la majestad de mi corona.
Aunque la tragedia de Shakespeare empieza años después de la Revuelta Campesina,
es difícil no creer que en este retrato de un petulante
y engreído Ricardo II
no existe el sentimiento de alguien atrapado
en una fantasía adolescente de indestructibilidad.
No se puede negar que, especialmente en tiempos de crisis,
era presa de cambios de humor impredecibles,
entre subidones de adrenalina de omnipotencia y un fatalismo depresivo.
Pero es fácil exagerar su incompetencia para gobernar
como si estuviera de alguna manera sospechosamente perturbado.
Estaba hecho a la manera habitual de los Plantagenet,
1m85 de alto, pelo rubio largo y suelto.
Pero al contrario que su abuelo, no tuvo amantes
y, aunque suene extraño, pareció querer ser fiel a su esposa Ana.
Los Plantagenet de verdad comían carne a mordiscos y sorbían sus bebidas.
Ricardo no sólo insistía en usar una cuchara,
sino que se la impuso al resto de la corte.
Los Plantagenet de verdad traían sangrientas victorias
sobre enemigos ancestrales en Francia y Escocia,
Ricardo trajo a Inglaterra el pañuelo de bolsillo.
Los Plantagenet de verdad construían fortalezas.
Ricardo por el contrario quería un gran espacio de ceremonias en Westminster
con un espectacular techo de cercha gótica.
Las filas de ángeles simbolizaban el divino derecho del Rey a gobernar.
Los ángeles a su vez, se apoyan en pedestales de piedra esculpida
que llevan el emblema del propio Ricardo, el ciervo blanco.
Pero las extraña rareza que se le atrubiye a Ricardo
parece mucho menos extraña si se piensa en él como un príncipe del Renacimiento
para el que la vida civilizada
no era necesariamente una señal de ser 'no-inglés'.
El díptico de Wilton es la más clara ilustración
de su exaltada visión de la monarquía.
Ricardo creía instintivamente que su sitio era en compañía de los santos,
así que aquí lo tenemos con tres de ellos:
Juan el Bautista, Eduardo el Confesor
y el mártir rey sajón Edmundo.
El otro panel le muestra en la aún más exaltada compañía de ángeles,
Jesucristo y la Virgen.
Él es el lugarteniente designado por ella.
Ella recibe su reino como dote
y en retorno le otorgará al reino su especial favor y protección.
El Rey decidió que el estilo ceremonial no era sólo una afectación,
un escaparate para el poder,
estaba en el corazón de su misterio, su capacidad para hacer obedecer a los hombres.
Ricardo tenía esto en mente
cuando, por primera vez en la historia de las monarquías británicas,
el rey exigió ser llamado "Majestad" y "Alteza",
una especie de elevación mística.
Pero lo que a Ricardo le parecía refinamiento,
a los barones les parecía la evidencia de que el Rey había perdido el contacto
con sus intereses comunes.
El rechazo de Ricardo de continuar la guerra con Francia
fue una evidente fuente de irritación para la nobleza.
Habían prosperado positivamente gracias a las campañas en el extranjero
y construido castillos espectaculares, como este en Bodiam,
para protegerse de una invasión francesa.
Pero fue la prepotencia del Rey la que finalmente les movió a la acción.
Promulgando reales decretos, Ricardo podía evitar al parlamento
e hizo todo lo posible para colmar de favores a amigos y asesores,
hombres como Sir Simon Burley y Robert de Vere,
que fue absurdamente ascendido a Duque de Irlanda.
Los lords respondieron con la única arma a su disposición, el parlamento.
En Febrero de 1388, cinco de los favoritos del Rey
fueron acusados de abusar de la juventud e inocencia del Rey
en beneficio de sus propias ambiciones.
Todos fueron declarados culpables de traición
por el que se denominó el "Parlamento Despiadado".
Robert de Vere, el más odiado de los confidentes del Rey,
escapó antes de que la sentencia de muerte se llevara a cabo,
pero Simon Burley no tuvo tanta suerte.
La Reina suplicó de rodillas por la vida de Burley, pero fue inútil.
Ricardo podía haber aplastado la Revolución de los Campesinos,
pero los nobles del reino eran otro asunto.
Escarmentado por la humillación,
el Rey se sumió en una soledad autocrática,
pero había suficiente sangre Plantagenet en él
como para abrigar deseos de revancha.
Se mantuvo en paz durante casi diez años,
pero cuando su amada Ana murió por la peste,
Ricardo perdió su única influencia de moderación
y desató una extraordinaria tormenta de venganza.
Usando el pretexto de una trama de la aristocracia,
se deshizo brutalmente de los cabecillas
de aquel "Parlamento Despiadado" de diez años antes.
El Conde de Arundel fue ejecutado.
El Conde de Warwick enviado al exilio,
y el Duque de Gloucester, el tío del propio Ricardo, fue asesinado
asfixiado en su cama por orden del Rey.
Las viejas afrentas habían sido por fin saldadas.
Uno podría pensar que Ricardo contendría su sentimiento de triunfo,
aunque sólo fuera por instinto de supervivencia.
Pero ahora Ricardo II había descubierto que, por primera vez
la gente le temía, y también descubrió que esto no le disgustaba en absoluto.
Ebrio de poder, arremetió contra todos los que creía desleales
reemplazándolos con aduladores y advenedizos,
comiendo, durmiendo y viajando rodeado de su ejército privado
cual Emperador Romano.
Sin embargo, bajo estos delirios de omnipotencia,
Ricardo seguía siendo neuróticamente inseguro.
A la mínima sospecha de traición
condenó precipitadamente al hijo de Juan de Gante, Enrique Bolingbroke,
a diez años en el exilio sin ni siquiera un juicio ficticio.
Si tal justicia sumaria provocaba la intranquilidad en la nobleza inglesa,
lo que ocurrió después los dejó atónitos.
Cuando Juan de Gante finalmente murió,
Ricardo decidió aumentar la sentencia de Bolingbroke
al exilio de por vida, y se apropió de la herencia del joven Duque,
el valioso patrimonio de los Lancaster, en nombre de la Corona.
Los magnates de Inglaterra debieron ver esto y decir,
"Hay que pararle los pies o el siguiente voy a ser yo."
Ricardo estaba a un sólo error del desastre.
La última y fatal distracción fue Irlanda.
Había decidido someter a los príncipes irlandeses
pero se llevó suficientes soldados como para quedarse indefenso en casa
y no los suficientes como para intimidar a los nobles irlandeses.
Y antes de poder acabar su trabajo allí,
supo que Bolingbroke había desembarcado con un ejército en la costa de Yorkshire
y los alienados lords ingleses habían acudido en masa a apoyarle.
Para cuando Ricardo volvió, Bolingbroke ya controlaba
las tierras del sur y este del corazón de Inglaterra.
Lo curioso es que Ricardo parecía de hecho
estar un paso por delante de sus enemigos en su pesimismo fatalista,
así que cuando le llegó la noticia
de que muchos de sus partidarios y aliados de confianza
habían cambiado de bando,
su reacción no fue perseverar y seguir luchando
sino huir durante la noche cruzando el país,
disfrazado de cura, lamentando sus desdichas
y como de costumbre echando la culpa a los demás por ellas.
En este punto de su incontestada marcha hacia Ricardo,
los objetivos de Bolingbroke cambiaron, de querer simplemente recuperar sus tierras
a destronar al Rey.
"Ahora puedo ver mi fin," le hace decir Shakespeare a Ricardo,
una neta muestra de propaganda Lancasteriana,
que resolvía el embarazoso problema de una deposición
haciendo ver que Ricardo había renunciado a la corona,
y no que se la habían arrancado de sus desesperadas manos.
De hecho fue necesario un mes de dolorosas negociaciones para que Ricardo,
ahora prisionero en la Torre, renunciara al trono.
Tres veces le pidieron que se rindiera, tres veces se negó,
antes de finalmente plegarse a lo inevitable.
El 30 de Septiembre,
se leyó un informe de la renuncia del Rey en el Parlamento,
reunido bajo los ángeles del magnífico techo de Ricardo.
Se pidió a los lords que aclamaran a Enrique Bolingbroke,
Conde de Hereford, Duque de Lancaster, como Rey Enrique IV,
lo cuál hicieron con gritos de "Sí, sí, sí."
Ricardo, perdida su condición de príncipe divino, fue rápida y secretamente
encarcelado en el Castillo de Ponterfract.
Lo más probable es que le dejaran morir de hambre, un final horrible,
pero que aseguraba que no habría marcas comprometedoras de violencia en su cuerpo
cuando se le diera pública sepultura.
Curiosamente, fue el mismo Enrique el que orquestó el gran funeral,
un ataque preventivo contra posibles conspiradores
que pudieran imaginar que Ricardo podía ser rescatado
y devuelto al trono.
Fue el hijo de Bolingbroke, Enrique V,
el que hizo que Ricardo fuera finalmente enterrado en la Abadía de Westminster.
Tal vez Enrique quería que tanto el cargo de asesinato,
como su víctima, tuvieran eterno reposo.
Debió desear que durante su reinado
las heridas de las partes en conflicto se curarían,
pero no iba a ser así.
A pesar de su famosa victoria en Agincourt,
a Enrique V se le recuerda como lo que pudo ser,
al morir a los 35 años de disentería.
Así que ni él ni su hijo, Enrique VI,
pudieron evitar lo que el robo de la corona de Ricardo había hecho inevitable:
una larga y sangrienta guerra entre las contendientes ramas de la familia Plantagenet.
Durante 30 años, las casas de York y Lancaster lucharon sin descanso
en una serie de batallas que conocemos como la Guerra de las Dos Rosas.
Sólo hay dos maneras de ver el conflicto.
O bien la interminable crónica de violentas tomas de la corona
le hace a uno sentir la emoción de la gran épica inglesa,
o uno se siente ligeramente aturdido.
Si uno está en el bando de los confusos,
la tentación es desdeñar todo este lamentable desastre
como una sangrienta riña de patio de colegio entre adultos inmaduros
pegándose hasta dejarse sin sentido mutuamente
en los campos de Towton, Barnet y Bosworth.
Pero había algo en juego en todo este caos,
y era la necesidad de hacer que la monarquía inglesa volviera a ser creíble;
de resoldar las cadenas de la lealtad,
que una vez habían abarcado desde Westminster
hasta los jueces y guardas de las comarcas,
y que habían sido tan profundamente rotas por el destino de Ricardo II.
Para entender de qué forma la impunidad, la violencia y el caos
impactaron en aquel mundo no muy color de rosa de la Inglaterra del siglo XV
tenemos algo incomparablemente más rico
que la lista de campos de batalla, barones,
reyes y conspiradores.
En las cartas de la familia Paston de Norfolk, tenemos
la primera muestra de correspondencia privada en inglés,
la auténtica voz de de la gente corriente:
granjeros, abogados, gentes con ambición de subir en la escala social.
Como cualquier otra madre y esposa preocupada,
la Guerra de las Dos Rosas preocupaba a Margaret Paston
porque estaba convirtiendo Inglaterra en un mal sitio
para hacer y mantener una pequeña fortuna.
(MUJER) Dios misericordioso nos conceda su gracia,
ya que nunca vi tantos robos y asesinatos
en este país como ahora.
Y en cuanto a hacer dinero, nunca vi tiempos peores.
A través de los ojos de Margaret, aunque el futuro de Inglaterra fuera incierto,
el desastre real era hacer la compra.
El cuanto a la tela para mi vestido,
os ruego que me compréis tres yardas y cuarto
de lo que creáis que es mejor para mí.
Ya que he visitado todos los comercios y tiendas de la ciudad,
y aquí toda elección es pobre.
El fundador de la dinastía Paston fue Clement.
A Clement se le describe como un simple marido
o lo que es lo mismo, un campesino.
Pero un campesino que se aprovechó de la Peste Negra
para trepar por la escala social del pueblo.
Clement Paston fue suficientemente astuto como para enviar a su hijo a estudiar leyes,
suficientemente listo para entender que sería mediante la educación,
tanto como la tierra, que la fortuna de los Paston
se transformaría completamente.
El hijo de Clement se convirtió de hecho en abogado y se casó con una mujer de fortuna.
Y lo mismo hizo su nieto John, que adquirió el Castillo de Caister,
completando el meteórico ascenso de los Paston.
de campesinos a burgueses con tierras en sólo dos generaciones.
(HOMBRE) John Jenney me ha informado y he podido confirmar después,
de que seréis nombrado caballero en esta coronación.
considerando la reconfortante noticia mencionada anteriormente,
rezo para que consigáis el aparejo necesario.
Pero nada es nunca tan fácil, ¿verdad?
Al ganar influencia y riquezas, era inevitable que los Paston
también se ganaran enemigos.
Mientras fueran unos oscuros don nadie,
las sangrientas mareas de la Guerra de las Dos Rosas no les afectarían.
Pero ahora que eran propietarios de tierras, mansiones y castillos,
se convirtieron también en objetivos principales de los pesos pesados,
y no había ninguno más pesado que el Duque de Norfolk.
Siempre había codiciado el Castillo de Caister, y ahora, en Septiembre de 1469,
vino para conseguirlo.
Margaret escribió angustiada a su hijo...
"Con mi deseo de que estés bien, te informo de que tu hermano y su compañía"
"están en grave riesgo en Caister."
Estaba claramente desesperada, pero también extremadamente enfadada,
y le muestra a su hijo John lo afilado de su lengua,
que es verdaderamente afilada.
Todos aquí se sorprenden de que permitas que permanezcan
en peligro durante tanto tiempo.
Podrían perder tanto sus vidas como el lugar,
Vaya para ti el más grande de los reproches que se le hizo nunca a un caballero.
John responde inmediatamente.
Madre, si necesitara que una carta me despertara,
sería de verdad un indolente.
He oído noticias diez veces peores desde que empezó el asedio
que cualquier carta que puedas escribirme,
pero te aseguro que los que están dentro no tienen peor descanso que yo,
ni temen más peligro.
Amenazados por el poderío del ejército del Duque de Norfolk,
los Paston no tuvieron más elección que rendir el castillo.
Pero una vez más, la ley transformaría su fortuna.
Les llevó una batalla legal de siete años y una apelación al Rey,
pero finalmente Caister les fue devuelto de pleno derecho,
aunque para el mayor de la prole de Margaret, el triunfo no duró mucho.
Tres años más tarde, John Paston murió de peste.
Los Paston superaron todos estos baches en el camino
para convertirse en una presencia asentada en su condado,
y ésa fue la realidad para otras innumerables gentes igual que ellos.
Esencialmente, eran supervivientes.
Habían sobrevivido a la peste, habían sobrevivido al destronamiento,
habían sobrevivido a la guerra civil.
Los reyes iban y venían, pero la gente del pueblo,
la misma clase de gente que había marchado sobre Londres en 1381,
que habían sido revolucionarios y proscritos,
estaban ahora camino de convertirse en la clase alta del pueblo.
Estas gentes eran conscientes de lo peor que les podía pasar.
Sabían que la peste se podía llevar a sus niños.
Sabían que podían ser atacados por los caballeros locales,
pero también sabían que con igual medida de prudencia y oración,
saldrían adelante.
Así que si viniéramos a un pueblo inglés como este, lejos del alboroto,
alrededor de, digamos 1480, veríamos lo que uno puede esperar,
una iglesia construida con la económica elegancia del estilo perpendicular...
Por primera vez una cervecería llamada "El Cisne" o "La Rana".
Y en su corazón, una casa elegante
para el granjero con más tierras arrendadas del lugar.
Ya no una choza de paja y barro de una sola habitación,
sino una mansión en miniatura con su propio salón
y sirvientes para atender al señor y la señora.
Una despensa, una bodega y habitaciones para el retiro privado.
Tampoco deberíamos mostrarnos demasiado satisfechos por las condiciones en Bretaña
al final del primer siglo de peste.
El final del camino del trauma no fue todo cerveza y flores.
Todavía existía una persistente pobreza junto con la abundancia.
Pero aún así, lo más improbable había ocurrido.
De los fuegos de la pestilencia y el derramamiento de sangre
había emergido el más inesperado de lo supervivientes:
la gente del campo.
Traducido por Fry para wWw. Asia-Team. Tv