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Quiero hablar hoy de un ser excepcional: Richard Evans Schultes.
A finales de los años sesenta y principios de los setenta, una época de pocos héroes
había un hombre de mucha importancia en la ciudad universitaria de Harvard.
Era un profesor amable, que disparaba cerbatanas en clase
y mantenía un balde con botones de *** en la puerta del aula
para los estudiantes que quisieran hacer experimentos opcionales de laboratorio.
Con el tiempo, el príncipe Felipe lo llamaría el Padre del Amazonas y también
con el tiempo, montañas y reservas de bosque húmedo llevarían su nombre.
Los estudiantes lo conocían como el mejor botánico y explorador amazónico del siglo XX
el hombre que dio a luz en 1938 a la era psicodélica con su descubrimiento de los hongos mágicos mexicanos.
Luego de resolver el misterio del teonanácatl, o «carne de los dioses»
e identificar botánicamente la segunda planta azteca sagrada, el oloiuqui, o «viña de la serpiente»
Schultes pidió a la Universidad de Harvard una licencia de un semestre
y desapareció en el Amazonas del nororiente colombiano
donde permaneció durante doce años ininterrumpidos viajando por ríos desconocidos
viviendo entre gente desconocida, siempre encantado por las maravillas del bosque ecuatorial.
Era, para sus estudiantes, un enlace con los grandes naturalistas de finales del siglo XIX
en un momento en que los bosques tropicales se mantenían aún
como un inviolable mantel verde que cubría el planeta.
Este ícono insólito de los años sesenta tenía unas ideas políticas extremadamente conservadoras.
No votaba por el partido republicano estadounidense; decía que no creía en la revolución americana
y siempre votaba por su majestad la reina Isabel II.
Una de sus colegas afirmó que la única manera de que Schultes se volviera nativo sería que se radicara en Londres.
Pero yo no sabía nada de esto cuando toqué a su puerta a la edad de diecinueve años.
Un día, cuando tenía catorce años, mi papá un día me dio un pasaje para Colombia
llegué a la casa de una familia maravillosa que vivía en Dapa, cerca de Cali
donde pasé ocho semanas con una gente admirable. Me pasaron cosas extraordinarias:
en esa primera visita a Colombia éramos seis jóvenes canadienses, yo tenía catorce, ellos dieciséis.
Todos sentían una terrible nostalgia por sus casas; yo sentí que por fin había encontrado la mía.
Besé a una niña por primera vez en Colombia
me emborraché por primera vez en Colombia
y la cosa más asombrosa: podías besar a una niña y bailar con la mamá cinco minutos después.
Eso no se hacía en Canadá.
Así que cuando toqué a la puerta de la oficina del profesor Schultes en la Universidad de Harvard
y le conté que yo venía de «British Columbia», con sólo oír el adjetivo «British» me tomó cariño.
Le expliqué que había ahorrado un dinero trabajando en un campamento de taladores de árboles
y que deseaba ir al bosque amazónico, como él lo había hecho, para coleccionar plantas.
Hasta ese momento jamás había estudiado biología
en realidad, ni siquiera sabía dónde quedaba la Amazonia.
En Canadá un profesor me habría preguntado «¿Quién es su papá?»
«¿De dónde viene su plata?», «¿Qué cursos ha hecho?».
Este hombre simplemente miró una gran pila de especímenes a través de sus bifocales y dijo:
«Bueno, ¿cuándo quieres viajar, hijo?».
Dos semanas más tarde llegué a Bogotá
sin ningún plan, sólo con mi deseo de emular a este gran hombre.
Antes de contarles lo que él hizo, quiero comentar algo acerca de Schultes el fotógrafo.