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EXHORTACIÓN APOSTÓLICA POSTSINODAL AMORIS LAETITIA
DEL SANTO PADRE FRANCISCO
Capítulo cuarto. EL AMOR EN EL MATRIMONIO.
89. Todo lo dicho no basta para manifestar el evangelio del matrimonio y de la familia
si no nos detenemos especialmente a hablar de amor. Porque no podremos alentar un camino
de fidelidad y de entrega recíproca si no estimulamos el crecimiento, la consolidación
y la profundización del amor conyugal y familiar. En efecto, la gracia del sacramento del matrimonio
está destinada ante todo «a perfeccionar el amor de los cónyuges». También aquí
se aplica que, «podría tener fe como para mover montañas; si no tengo amor, no soy
nada. Podría repartir en limosnas todo lo que tengo y aun dejarme quemar vivo; si no
tengo amor, de nada me sirve» (Primera de Corintios 13, 2-3). Pero la palabra «amor»,
una de las más utilizadas, aparece muchas veces desfigurada.
Nuestro amor cotidiano.
90. En el así llamado himno de la caridad escrito por san Pablo, vemos algunas características
del amor verdadero:
«El amor es paciente, es servicial;
el amor no tiene envidia, no hace alarde,
no es arrogante, no obra con dureza,
no busca su propio interés, no se irrita,
no lleva cuentas del mal, no se alegra de la injusticia,
sino que goza con la verdad. Todo lo disculpa,
todo lo cree, todo lo espera,
todo lo soporta» (Primera de Corintios 13, 4-7).
Esto se vive y se cultiva en medio de la vida que comparten todos los días los esposos,
entre sí y con sus hijos. Por eso es valioso detenerse a precisar el sentido de las expresiones
de este texto, para intentar una aplicación a la existencia concreta de cada familia.
Paciencia.
91.La primera expresión utilizada es makrothymei. La traducción no es simplemente que «todo
lo soporta», porque esa idea está expresada al final del versículo 7. El sentido se toma
de la traducción griega del Antiguo Testamento, donde dice que Dios es «lento a la ira»
(Éxodo 34, 6; Números 14, 18). Se muestra cuando la persona no se deja llevar por los
impulsos y evita agredir. Es una cualidad del Dios de la Alianza que convoca a su imitación
también dentro de la vida familiar. Los textos en los que Pablo usa este término se deben
leer con el trasfondo del Libro de la Sabiduría (11,23. 12, 2 y del 15 al 18); al mismo tiempo
que se alaba la moderación de Dios para dar espacio al arrepentimiento, se insiste en
su poder que se manifiesta cuando actúa con misericordia. La paciencia de Dios es ejercicio
de la misericordia con el pecador y manifiesta el verdadero poder.
92. Tener paciencia no es dejar que nos maltraten continuamente, o tolerar agresiones físicas,
o permitir que nos traten como objetos. El problema es cuando exigimos que las relaciones
sean celestiales o que las personas sean perfectas, o cuando nos colocamos en el centro y esperamos
que sólo se cumpla la propia voluntad. Entonces todo nos impacienta, todo nos lleva a reaccionar
con agresividad. Si no cultivamos la paciencia, siempre tendremos excusas para responder con
ira, y finalmente nos convertiremos en personas que no saben convivir, antisociales, incapaces
de postergar los impulsos, y la familia se volverá un campo de batalla. Por eso, la
Palabra de Dios nos exhorta: «Desterrad de vosotros la amargura, la ira, los enfados
e insultos y toda la maldad» (Efesios 4, 31). Esta paciencia se afianza cuando reconozco
que el otro también tiene derecho a vivir en esta tierra junto a mí, así como es.
No importa si es un estorbo para mí, si altera mis planes, si me molesta con su modo de ser
o con sus ideas, si no es todo lo que yo esperaba. El amor tiene siempre un sentido de profunda
compasión que lleva a aceptar al otro como parte de este mundo, también cuando actúa
de un modo diferente a lo que yo desearía.
Actitud de servicio.
93. Sigue la palabra jrestéuetai, que es única en toda la Biblia, derivada de jrestós
(persona buena, que muestra su bondad en sus obras). Pero, por el lugar en que está, en
estricto paralelismo con el verbo precedente, es un complemento suyo. Así, Pablo quiere
aclarar que la «paciencia» nombrada en primer lugar no es una postura totalmente pasiva,
sino que está acompañada por una actividad, por una reacción dinámica y creativa ante
los demás. Indica que el amor beneficia y promueve a los demás. Por eso se traduce
como «servicial».
94. En todo el texto se ve que Pablo quiere insistir en que el amor no es sólo un sentimiento,
sino que se debe entender en el sentido que tiene el verbo «amar» en hebreo: es «hacer
el bien». Como decía san Ignacio de Loyola, «el amor se debe poner más en las obras
que en las palabras». Así puede mostrar toda su fecundidad, y nos permite experimentar
la felicidad de dar, la nobleza y la grandeza de donarse sobreabundantemente, sin medir,
sin reclamar pagos, por el solo gusto de dar y de servir.
Sanando la envidia.
95. Luego se rechaza como contraria al amor una actitud expresada como zeloi (celos, envidia).
Significa que en el amor no hay lugar para sentir malestar por el bien de otro (Hechos
7, 9 y 17, 5). La envidia es una tristeza por el bien ajeno, que muestra que no nos
interesa la felicidad de los demás, ya que estamos exclusivamente concentrados en el
propio bienestar. Mientras el amor nos hace salir de nosotros mismos, la envidia nos lleva
a centrarnos en el propio yo. El verdadero amor valora los logros ajenos, no los siente
como una amenaza, y se libera del sabor amargo de la envidia. Acepta que cada uno tiene dones
diferentes y distintos caminos en la vida. Entonces, procura descubrir su propio camino
para ser feliz, dejando que los demás encuentren el suyo.
96. En definitiva, se trata de cumplir aquello que pedían los dos últimos mandamientos
de la Ley de Dios: «No codiciarás los bienes de tu prójimo. No codiciarás la mujer de
tu prójimo, ni su esclavo, ni su esclava, ni su buey, ni su asno, ni nada que sea de
él» (Éxodo 20, 17). El amor nos lleva a una sentida valoración de cada ser humano,
reconociendo su derecho a la felicidad. Amo a esa persona, la miro con la mirada de Dios
Padre, que nos regala todo «para que lo disfrutemos» (Primera de Timoteo 6, 17), y entonces acepto
en mi interior que pueda disfrutar de un buen momento. Esta misma raíz del amor, en todo
caso, es lo que me lleva a rechazar la injusticia de que algunos tengan demasiado y otros no
tengan nada, o lo que me mueve a buscar que también los descartables de la sociedad puedan
vivir un poco de alegría. Pero eso no es envidia, sino deseos de equidad.
Sin hacer alarde ni agrandarse.
97. Sigue el término perpereuotai, que indica la vanagloria, el ansia de mostrarse como
superior para impresionar a otros con una actitud pedante y algo agresiva. Quien ama,
no sólo evita hablar demasiado de sí mismo, sino que además, porque está centrado en
los demás, sabe ubicarse en su lugar sin pretender ser el centro. La palabra siguiente
—physioutai— es muy semejante, porque indica que el amor no es arrogante. Literalmente
expresa que no se «agranda» ante los demás, e indica algo más sutil. No es sólo una
obsesión por mostrar las propias cualidades, sino que además se pierde el sentido de la
realidad. Se considera más grande de lo que es, porque se cree más «espiritual» o «sabio».
Pablo usa este verbo otras veces, por ejemplo para decir que «la ciencia hincha, el amor
en cambio edifica» (Primera de Corintios 8, 1). Es decir, algunos se creen grandes
porque saben más que los demás, y se dedican a exigirles y a controlarlos, cuando en realidad
lo que nos hace grandes es el amor que comprende, cuida, protege al débil. En otro versículo
también lo aplica para criticar a los que se «agrandan» (Primera de Corintios 4, 18),
pero en realidad tienen más palabrería que verdadero «poder» del Espíritu (Primera
de Corintios 4, 19).
98. Es importante que los cristianos vivan esto en su modo de tratar a los familiares
poco formados en la fe, frágiles o menos firmes en sus convicciones. A veces ocurre
lo contrario: los supuestamente más adelantados dentro de su familia, se vuelven arrogantes
e insoportables. La actitud de humildad aparece aquí como algo que es parte del amor, porque
para poder comprender, disculpar o servir a los demás de corazón, es indispensable
sanar el orgullo y cultivar la humildad. Jesús recordaba a sus discípulos que en el mundo
del poder cada uno trata de dominar a otro, y por eso les dice: «No ha de ser así entre
vosotros» (Mateo 20, 26). La lógica del amor cristiano no es la de quien se siente
más que otros y necesita hacerles sentir su poder, sino que «el que quiera ser el
primero entre vosotros, que sea vuestro servidor» (Mateo 20, 27). En la vida familiar no puede
reinar la lógica del dominio de unos sobre otros, o la competición para ver quién es
más inteligente o poderoso, porque esa lógica acaba con el amor. También para la familia
es este consejo: «Tened sentimientos de humildad unos con otros, porque Dios resiste a los
soberbios, pero da su gracia a los humildes» (Primera de Pedro 5, 5).
Amabilidad.
99. Amar también es volverse amable, y allí toma sentido la palabra asjemonéi. Quiere
indicar que el amor no obra con rudeza, no actúa de modo descortés, no es duro en el
trato. Sus modos, sus palabras, sus gestos, son agradables y no ásperos ni rígidos.
Detesta hacer sufrir a los demás. La cortesía «es una escuela de sensibilidad y desinterés»,
que exige a la persona «cultivar su mente y sus sentidos, aprender a sentir, hablar
y, en ciertos momentos, a callar». Ser amable no es un estilo que un cristiano puede elegir
o rechazar. Como parte de las exigencias irrenunciables del amor, «todo ser humano está obligado
a ser afable con los que lo rodean». Cada día, «entrar en la vida del otro, incluso
cuando forma parte de nuestra vida, pide la delicadeza de una actitud no invasora, que
renueve la confianza y el respeto [...] El amor, cuando es más íntimo y profundo, tanto
más exige el respeto de la libertad y la capacidad de esperar que el otro abra la puerta
de su corazón».
100. Para disponerse a un verdadero encuentro con el otro, se requiere una mirada amable
puesta en él. Esto no es posible cuando reina un pesimismo que destaca defectos y errores
ajenos, quizás para compensar los propios complejos. Una mirada amable permite que no
nos detengamos tanto en sus límites, y así podamos tolerarlo y unirnos en un proyecto
común, aunque seamos diferentes. El amor amable genera vínculos, cultiva lazos, crea
nuevas redes de integración, construye una trama social firme. Así se protege a sí
mismo, ya que sin sentido de pertenencia no se puede sostener una entrega por los demás,
cada uno termina buscando sólo su conveniencia y la convivencia se torna imposible. Una persona
antisocial cree que los demás existen para satisfacer sus necesidades, y que cuando lo
hacen sólo cumplen con su deber. Por lo tanto, no hay lugar para la amabilidad del amor y
su lenguaje. El que ama es capaz de decir palabras de aliento, que reconfortan, que
fortalecen, que consuelan, que estimulan. Veamos, por ejemplo, algunas palabras que
decía Jesús a las personas: «¡Ánimo hijo!» (Mateo 9, 2). «¡Qué grande es tu fe!»
(Mateo 15, 28). «¡Levántate!» (Marcos 5, 41). «Vete en paz» (Lucas 7, 50). «No
tengáis miedo» (Mateo 14, 27). No son palabras que humillan, que entristecen, que irritan,
que desprecian. En la familia hay que aprender este lenguaje amable de Jesús.
Desprendimiento.
101. Hemos dicho muchas veces que para amar a los demás primero hay que amarse a sí
mismo. Sin embargo, este himno al amor afirma que el amor «no busca su propio interés»,
o «no busca lo que es de él». También se usa esta expresión en otro texto: «No
os encerréis en vuestros intereses, sino buscad todos el interés de los demás» (Filipenses
2, 4). Ante una afirmación tan clara de las Escrituras, hay que evitar darle prioridad
al amor a sí mismo como si fuera más noble que el don de sí a los demás. Una cierta
prioridad del amor a sí mismo sólo puede entenderse como una condición psicológica,
en cuanto quien es incapaz de amarse a sí mismo encuentra dificultades para amar a los
demás: «El que es tacaño consigo mismo, ¿con quién será generoso? [...] Nadie peor
que el avaro consigo mismo» (Siracides 14, 5-6).
102. Pero el mismo santo Tomás de Aquino ha explicado que «pertenece más a la caridad
querer amar que querer ser amado» y que, de hecho, «las madres, que son las que más
aman, buscan más amar que ser amadas». Por eso, el amor puede ir más allá de la justicia
y desbordarse gratis, «sin esperar nada a cambio» (Lucas 6, 35), hasta llegar al amor
más grande, que es «dar la vida» por los demás (Juan 15, 13). ¿Todavía es posible
este desprendimiento que permite dar gratis y dar hasta el fin? Seguramente es posible,
porque es lo que pide el Evangelio: «Lo que habéis recibido gratis, dadlo gratis» (Mateo
10, 8).
Sin violencia interior.
103. Si la primera expresión del himno nos invitaba a la paciencia que evita reaccionar
bruscamente ante las debilidades o errores de los demás, ahora aparece otra palabra
—paroxýnetai—, que se refiere a una reacción interior de indignación provocada por algo
externo. Se trata de una violencia interna, de una irritación no manifiesta que nos coloca
a la defensiva ante los otros, como si fueran enemigos molestos que hay que evitar. Alimentar
esa agresividad íntima no sirve para nada. Sólo nos enferma y termina aislándonos.
La indignación es sana cuando nos lleva a reaccionar ante una grave injusticia, pero
es dañina cuando tiende a impregnar todas nuestras actitudes ante los otros.
104. El Evangelio invita más bien a mirar la viga en el propio ojo (Mateo 7, 5), y los
cristianos no podemos ignorar la constante invitación de la Palabra de Dios a no alimentar
la ira: «No te dejes vencer por el mal» (Romanos 12, 21). «No nos cansemos de hacer
el bien» (Gálatas 6, 9). Una cosa es sentir la fuerza de la agresividad que brota y otra
es consentirla, dejar que se convierta en una actitud permanente: «Si os indignáis,
no llegareis a pecar; que la puesta del sol no os sorprenda en vuestro enojo» (Efesios
4, 26). Por ello, nunca hay que terminar el día sin hacer las paces en la familia. Y,
«¿cómo debo hacer las paces? ¿Ponerme de rodillas? ¡No! Sólo un pequeño gesto,
algo pequeño, y vuelve la armonía familiar. Basta una caricia, sin palabras. Pero nunca
terminar el día en familia sin hacer las paces». La reacción interior ante una molestia
que nos causen los demás debería ser ante todo bendecir en el corazón, desear el bien
del otro, pedir a Dios que lo libere y lo sane: «Responded con una bendición, porque
para esto habéis sido llamados: para heredar una bendición» (Primera de Pedro 3, 9).
Si tenemos que luchar contra un mal, hagámoslo, pero siempre digamos «no» a la violencia
interior.
Perdón.
105. Si permitimos que un mal sentimiento penetre en nuestras entrañas, dejamos lugar
a ese rencor que se añeja en el corazón. La frase logízetai to kakón significa «toma
en cuenta el mal», «lo lleva anotado», es decir, es rencoroso. Lo contrario es el
perdón, un perdón que se fundamenta en una actitud positiva, que intenta comprender la
debilidad ajena y trata de buscarle excusas a la otra persona, como Jesús cuando dijo:
«Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lucas 23, 34). Pero la tendencia
suele ser la de buscar más y más culpas, la de imaginar más y más maldad, la de suponer
todo tipo de malas intenciones, y así el rencor va creciendo y se arraiga. De ese modo,
cualquier error o caída del cónyuge puede dañar el vínculo amoroso y la estabilidad
familiar. El problema es que a veces se le da a todo la misma gravedad, con el riesgo
de volverse crueles ante cualquier error ajeno. La justa reivindicación de los propios derechos,
se convierte en una persistente y constante sed de venganza más que en una sana defensa
de la propia dignidad.
106. Cuando hemos sido ofendidos o desilusionados, el perdón es posible y deseable, pero nadie
dice que sea fácil. La verdad es que «la comunión familiar puede ser conservada y
perfeccionada sólo con un gran espíritu de sacrificio. Exige, en efecto, una pronta
y generosa disponibilidad de todos y cada uno a la comprensión, a la tolerancia, al
perdón, a la reconciliación. Ninguna familia ignora que el egoísmo, el desacuerdo, las
tensiones, los conflictos atacan con violencia y a veces hieren mortalmente la propia comunión:
de aquí las múltiples y variadas formas de división en la vida familiar».
107. Hoy sabemos que para poder perdonar necesitamos pasar por la experiencia liberadora de comprendernos
y perdonarnos a nosotros mismos. Tantas veces nuestros errores, o la mirada crítica de
las personas que amamos, nos han llevado a perder el cariño hacia nosotros mismos. Eso
hace que terminemos guardándonos de los otros, escapando del afecto, llenándonos de temores
en las relaciones interpersonales. Entonces, poder culpar a otros se convierte en un falso
alivio. Hace falta orar con la propia historia, aceptarse a sí mismo, saber convivir con
las propias limitaciones, e incluso perdonarse, para poder tener esa misma actitud con los
demás.
108. Pero esto supone la experiencia de ser perdonados por Dios, justificados gratuitamente
y no por nuestros méritos. Fuimos alcanzados por un amor previo a toda obra nuestra, que
siempre da una nueva oportunidad, promueve y estimula. Si aceptamos que el amor de Dios
es incondicional, que el cariño del Padre no se debe comprar ni pagar, entonces podremos
amar más allá de todo, perdonar a los demás aun cuando hayan sido injustos con nosotros.
De otro modo, nuestra vida en familia dejará de ser un lugar de comprensión, acompañamiento
y estímulo, y será un espacio de permanente tensión o de mutuo castigo.
Alegrarse con los demás.
109. La expresión jairei epi te adikía indica algo negativo afincado en el secreto del corazón
de la persona. Es la actitud venenosa del que se alegra cuando ve que se le hace injusticia
a alguien. La frase se complementa con la siguiente, que lo dice de modo positivo: sygjairei
te alétheia: se regocija con la verdad. Es decir, se alegra con el bien del otro, cuando
se reconoce su dignidad, cuando se valoran sus capacidades y sus buenas obras. Eso es
imposible para quien necesita estar siempre comparándose o compitiendo, incluso con el
propio cónyuge, hasta el punto de alegrarse secretamente por sus fracasos.
110. Cuando una persona que ama puede hacer un bien a otro, o cuando ve que al otro le
va bien en la vida, lo vive con alegría, y de ese modo da gloria a Dios, porque «Dios
ama al que da con alegría» (Segunda de Corintios 9, 7). Nuestro Señor aprecia de manera especial
a quien se alegra con la felicidad del otro. Si no alimentamos nuestra capacidad de gozar
con el bien del otro y, sobre todo, nos concentramos en nuestras propias necesidades, nos condenamos
a vivir con poca alegría, ya que como ha dicho Jesús «hay más felicidad en dar que
en recibir» (Hechos 20, 35). La familia debe ser siempre el lugar donde alguien, que logra
algo bueno en la vida, sabe que allí lo van a celebrar con él.
Disculpa todo.
111. El elenco se completa con cuatro expresiones que hablan de una totalidad: «todo». Disculpa
todo, cree todo, espera todo, soporta todo. De este modo, se remarca con fuerza el dinamismo
contracultural del amor, capaz de hacerle frente a cualquier cosa que pueda amenazarlo.
112. En primer lugar se dice que todo lo disculpa panta stegei. Se diferencia de «no tiene
en cuenta el mal», porque este término tiene que ver con el uso de la lengua; puede significar
«guardar silencio» sobre lo malo que puede haber en otra persona. Implica limitar el
juicio, contener la inclinación a lanzar una condena dura e implacable: «No condenéis
y no seréis condenados» (Lucas 6, 37). Aunque vaya en contra de nuestro habitual uso de
la lengua, la Palabra de Dios nos pide: «No habléis mal unos de otros, hermanos» (Santiago
4, 11). Detenerse a dañar la imagen del otro es un modo de reforzar la propia, de descargar
los rencores y envidias sin importar el daño que causemos. Muchas veces se olvida de que
la difamación puede ser un gran pecado, una seria ofensa a Dios, cuando afecta gravemente
la buena fama de los demás, ocasionándoles daños muy difíciles de reparar. Por eso,
la Palabra de Dios es tan dura con la lengua, diciendo que «es un mundo de iniquidad»
que «contamina a toda la persona» (Santiago 3, 6), como un «mal incansable cargado de
veneno mortal» (Santiago 3, 8). Si «con ella maldecimos a los hombres, creados a semejanza
de Dios» (Santiago 3, 9), el amor cuida la imagen de los demás, con una delicadeza que
lleva a preservar incluso la buena fama de los enemigos. En la defensa de la ley divina
nunca debemos olvidarnos de esta exigencia del amor.
113. Los esposos que se aman y se pertenecen, hablan bien el uno del otro, intentan mostrar
el lado bueno del cónyuge más allá de sus debilidades y errores. En todo caso, guardan
silencio para no dañar su imagen. Pero no es sólo un gesto externo, sino que brota
de una actitud interna. Tampoco es la ingenuidad de quien pretende no ver las dificultades
y los puntos débiles del otro, sino la amplitud de miras de quien coloca esas debilidades
y errores en su contexto. Recuerda que esos defectos son sólo una parte, no son la totalidad
del ser del otro. Un hecho desagradable en la relación no es la totalidad de esa relación.
Entonces, se puede aceptar con sencillez que todos somos una compleja combinación de luces
y de sombras. El otro no es sólo eso que a mí me molesta. Es mucho más que eso. Por
la misma razón, no le exijo que su amor sea perfecto para valorarlo. Me ama como es y
como puede, con sus límites, pero que su amor sea imperfecto no significa que sea falso
o que no sea real. Es real, pero limitado y terreno. Por eso, si le exijo demasiado,
me lo hará saber de alguna manera, ya que no podrá ni aceptará jugar el papel de un
ser divino ni estar al servicio de todas mis necesidades. El amor convive con la imperfección,
la disculpa, y sabe guardar silencio ante los límites del ser amado.
Confía.
114. Panta pisteuei, «todo lo cree», por el contexto, no se debe entender «fe» en
el sentido teológico, sino en el sentido corriente de «confianza». No se trata sólo
de no sospechar que el otro esté mintiendo o engañando. Esa confianza básica reconoce
la luz encendida por Dios, que se esconde detrás de la oscuridad, o la brasa que todavía
arde debajo de las cenizas.
115. Esta misma confianza hace posible una relación de libertad. No es necesario controlar
al otro, seguir minuciosamente sus pasos, para evitar que escape de nuestros brazos.
El amor confía, deja en libertad, renuncia a controlarlo todo, a poseer, a dominar. Esa
libertad, que hace posible espacios de autonomía, apertura al mundo y nuevas experiencias, permite
que la relación se enriquezca y no se convierta en un círculo cerrado sin horizontes. Así,
los cónyuges, al reencontrarse, pueden vivir la alegría de compartir lo que han recibido
y aprendido fuera del círculo familiar. Al mismo tiempo, hace posible la sinceridad y
la transparencia, porque cuando uno sabe que los demás confían en él y valoran la bondad
básica de su ser, entonces sí se muestra tal cual es, sin ocultamientos. Alguien que
sabe que siempre sospechan de él, que lo juzgan sin compasión, que no lo aman de manera
incondicional, preferirá guardar sus secretos, esconder sus caídas y debilidades, fingir
lo que no es. En cambio, una familia donde reina una básica y cariñosa confianza, y
donde siempre se vuelve a confiar a pesar de todo, permite que brote la verdadera identidad
de sus miembros, y hace que espontáneamente se rechacen el engaño, la falsedad o la mentira.
Espera.
116. Panta elpízei: no desespera del futuro. Conectado con la palabra anterior, indica
la espera de quien sabe que el otro puede cambiar. Siempre espera que sea posible una
maduración, un sorpresivo brote de belleza, que las potencialidades más ocultas de su
ser germinen algún día. No significa que todo vaya a cambiar en esta vida. Implica
aceptar que algunas cosas no sucedan como uno desea, sino que quizás Dios escriba derecho
con las líneas torcidas de una persona y saque algún bien de los males que ella no
logre superar en esta tierra.
117. Aquí se hace presente la esperanza en todo su sentido, porque incluye la certeza
de una vida más allá de la muerte. Esa persona, con todas sus debilidades, está llamada a
la plenitud del cielo. Allí, completamente transformada por la resurrección de Cristo,
ya no existirán sus fragilidades, sus oscuridades ni sus patologías. Allí el verdadero ser
de esa persona brillará con toda su potencia de bien y de hermosura. Eso también nos permite,
en medio de las molestias de esta tierra, contemplar a esa persona con una mirada sobrenatural,
a la luz de la esperanza, y esperar esa plenitud que un día recibirá en el Reino celestial,
aunque ahora no sea visible.
Soporta todo.
118. Panta hypoménei significa que sobrelleva con espíritu positivo todas las contrariedades.
Es mantenerse firme en medio de un ambiente hostil. No consiste sólo en tolerar algunas
cosas molestas, sino en algo más amplio: una resistencia dinámica y constante, capaz
de superar cualquier desafío. Es amor a pesar de todo, aun cuando todo el contexto invite
a otra cosa. Manifiesta una cuota de heroísmo tozudo, de potencia en contra de toda corriente
negativa, una opción por el bien que nada puede derribar. Esto me recuerda aquellas
palabras de Martin Luther King, cuando volvía a optar por el amor fraterno aun en medio
de las peores persecuciones y humillaciones: «La persona que más te odia, tiene algo
bueno en él; incluso la nación que más odia, tiene algo bueno en ella; incluso la
raza que más odia, tiene algo bueno en ella. Y cuando llegas al punto en que miras el rostro
de cada hombre y ves muy dentro de él lo que la religión llama la “imagen de Dios”,
comienzas a amarlo “a pesar de”. No importa lo que haga, ves la imagen de Dios allí.
Hay un elemento de bondad del que nunca puedes deshacerte [...] Otra manera para amar a tu
enemigo es esta: cuando se presenta la oportunidad para que derrotes a tu enemigo, ese es el
momento en que debes decidir no hacerlo [...] Cuando te elevas al nivel del amor, de su gran belleza
y poder, lo único que buscas derrotar es los sistemas malignos. A las personas atrapadas
en ese sistema, las amas, pero tratas de derrotar ese sistema [...] Odio por odio sólo intensifica
la existencia del odio y del mal en el universo. Si yo te golpeo y tú me golpeas, y te devuelvo
el golpe y tú me lo devuelves, y así sucesivamente, es evidente que se llega hasta el infinito.
Simplemente nunca termina. En algún lugar, alguien debe tener un poco de sentido, y esa
es la persona fuerte. La persona fuerte es la persona que puede romper la cadena del
odio, la cadena del mal [...] Alguien debe tener suficiente religión y moral para cortarla
e inyectar dentro de la propia estructura del universo ese elemento fuerte y poderoso
del amor».
119. En la vida familiar hace falta cultivar esa fuerza del amor, que permite luchar contra
el mal que la amenaza. El amor no se deja dominar por el rencor, el desprecio hacia
las personas, el deseo de lastimar o de cobrarse algo. El ideal cristiano, y de modo particular
en la familia, es amor a pesar de todo. A veces me admira, por ejemplo, la actitud de
personas que han debido separarse de su cónyuge para protegerse de la violencia física y,
sin embargo, por la caridad conyugal que sabe ir más allá de los sentimientos, han sido
capaces de procurar su bien, aunque sea a través de otros, en momentos de enfermedad,
de sufrimiento o de dificultad. Eso también es amor a pesar de todo.
Crecer en la caridad conyugal.
120. El himno de san Pablo, que hemos recorrido, nos permite dar paso a la caridad conyugal.
Es el amor que une a los esposos, santificado, enriquecido e iluminado por la gracia del
sacramento del matrimonio. Es una «unión afectiva», espiritual y oblativa, pero que
recoge en sí la ternura de la amistad y la pasión erótica, aunque es capaz de subsistir
aun cuando los sentimientos y la pasión se debiliten. El Papa Pío 11 enseñaba que ese
amor permea todos los deberes de la vida conyugal y «tiene cierto principado de nobleza».
Porque ese amor fuerte, derramado por el Espíritu Santo, es reflejo de la Alianza inquebrantable
entre Cristo y la humanidad que culminó en la entrega hasta el fin, en la cruz: «El
Espíritu que infunde el Señor renueva el corazón y hace al hombre y a la mujer capaces
de amarse como Cristo nos amó. El amor conyugal alcanza de este modo la plenitud a la que
está ordenado interiormente, la caridad conyugal».
121. El matrimonio es un signo precioso, porque «cuando un hombre y una mujer celebran el
sacramento del matrimonio, Dios, por decirlo así, se “refleja” en ellos, imprime en
ellos los propios rasgos y el carácter indeleble de su amor. El matrimonio es la imagen del
amor de Dios por nosotros. También Dios, en efecto, es comunión: las tres Personas
del Padre, Hijo y Espíritu Santo viven desde siempre y para siempre en unidad perfecta.
Y es precisamente este el misterio del matrimonio: Dios hace de los dos esposos una sola existencia».
Esto tiene consecuencias muy concretas y cotidianas, porque los esposos, «en virtud del sacramento,
son investidos de una auténtica misión, para que puedan hacer visible, a partir de
las cosas sencillas, ordinarias, el amor con el que Cristo ama a su Iglesia, que sigue
entregando la vida por ella».
122. Sin embargo, no conviene confundir planos diferentes: no hay que arrojar sobre dos personas
limitadas el tremendo peso de tener que reproducir de manera perfecta la unión que existe entre
Cristo y su Iglesia, porque el matrimonio como signo implica «un proceso dinámico,
que avanza gradualmente con la progresiva integración de los dones de Dios».
Toda la vida, todo en común.
123. Después del amor que nos une a Dios, el amor conyugal es la «máxima amistad».
Es una unión que tiene todas las características de una buena amistad: búsqueda del bien del
otro, reciprocidad, intimidad, ternura, estabilidad, y una semejanza entre los amigos que se va
construyendo con la vida compartida. Pero el matrimonio agrega a todo ello una exclusividad
indisoluble, que se expresa en el proyecto estable de compartir y construir juntos toda
la existencia. Seamos sinceros y reconozcamos las señales de la realidad: quien está enamorado
no se plantea que esa relación pueda ser sólo por un tiempo; quien vive intensamente
la alegría de casarse no está pensando en algo pasajero; quienes acompañan la celebración
de una unión llena de amor, aunque frágil, esperan que pueda perdurar en el tiempo; los
hijos no sólo quieren que sus padres se amen, sino también que sean fieles y sigan siempre
juntos. Estos y otros signos muestran que en la naturaleza misma del amor conyugal está
la apertura a lo definitivo. La unión que cristaliza en la promesa matrimonial para
siempre, es más que una formalidad social o una tradición, porque arraiga en las inclinaciones
espontáneas de la persona humana. Y, para los creyentes, es una alianza ante Dios que
reclama fidelidad: «El Señor es testigo entre tú y la esposa de tu juventud, a la
que tú traicionaste, siendo que era tu compañera, la mujer de tu alianza [...] No traiciones
a la esposa de tu juventud. Pues yo odio el repudio» (Malaquías 2, 14-16).
124. Un amor débil o enfermo, incapaz de aceptar el matrimonio como un desafío que
requiere luchar, renacer, reinventarse y empezar siempre de nuevo hasta la muerte, no puede
sostener un nivel alto de compromiso. Cede a la cultura de lo provisorio, que impide
un proceso constante de crecimiento. Pero «prometer un amor para siempre es posible
cuando se descubre un plan que sobrepasa los propios proyectos, que nos sostiene y nos
permite entregar totalmente nuestro futuro a la persona amada». Que ese amor pueda atravesar
todas las pruebas y mantenerse fiel en contra de todo, supone el don de la gracia que lo
fortalece y lo eleva. Como decía san Roberto Belarmino: «El hecho de que uno solo se una
con una sola en un lazo indisoluble, de modo que no puedan separarse, cualesquiera sean
las dificultades, y aun cuando se haya perdido la esperanza de la prole, esto no puede ocurrir
sin un gran misterio».
125. El matrimonio, además, es una amistad que incluye las notas propias de la pasión,
pero orientada siempre a una unión cada vez más firme e intensa. Porque «no ha sido
instituido solamente para la procreación» sino para que el amor mutuo «se manifieste,
progrese y madure según un orden recto». Esta amistad peculiar entre un hombre y una
mujer adquiere un carácter totalizante que sólo se da en la unión conyugal. Precisamente
por ser totalizante, esta unión también es exclusiva, fiel y abierta a la generación.
Se comparte todo, aun la sexualidad, siempre con el respeto recíproco. El Concilio Vaticano
Segundo lo expresó diciendo que «un tal amor, asociando a la vez lo humano y lo divino,
lleva a los esposos a un don libre y mutuo de sí mismos, comprobado por sentimientos
y actos de ternura, e impregna toda su vida».
Alegría y belleza.
126. En el matrimonio conviene cuidar la alegría del amor. Cuando la búsqueda del placer es
obsesiva, nos encierra en una sola cosa y nos incapacita para encontrar otro tipo de
satisfacciones. La alegría, en cambio, amplía la capacidad de gozar y nos permite encontrar
gusto en realidades variadas, aun en las etapas de la vida donde el placer se apaga. Por eso
decía santo Tomás que se usa la palabra «alegría» para referirse a la dilatación
de la amplitud del corazón. La alegría matrimonial, que puede vivirse aun en medio del dolor,
implica aceptar que el matrimonio es una necesaria combinación de gozos y de esfuerzos, de tensiones
y de descanso, de sufrimientos y de liberaciones, de satisfacciones y de búsquedas, de molestias
y de placeres, siempre en el camino de la amistad, que mueve a los esposos a cuidarse:
«se prestan mutuamente ayuda y servicio».
127. El amor de amistad se llama «caridad» cuando se capta y aprecia el «alto valor»
que tiene el otro. La belleza —el «alto valor» del otro, que no coincide con sus
atractivos físicos o psicológicos— nos permite gustar lo sagrado de su persona, sin
la imperiosa necesidad de poseerlo. En la sociedad de consumo el sentido estético se
empobrece, y así se apaga la alegría. Todo está para ser comprado, poseído o consumido;
también las personas. La ternura, en cambio, es una manifestación de este amor que se
libera del deseo de la posesión egoísta. Nos lleva a vibrar ante una persona con un
inmenso respeto y con un cierto temor de hacerle daño o de quitarle su libertad. El amor al
otro implica ese gusto de contemplar y valorar lo bello y sagrado de su ser personal, que
existe más allá de mis necesidades. Esto me permite buscar su bien también cuando
sé que no puede ser mío o cuando se ha vuelto físicamente desagradable, agresivo o molesto.
Por eso, «del amor por el cual a uno le es grata otra persona depende que le dé algo
gratis».
128. La experiencia estética del amor se expresa en esa mirada que contempla al otro
como un fin en sí mismo, aunque esté enfermo, viejo o privado de atractivos sensibles. La
mirada que valora tiene una enorme importancia, y retacearla suele hacer daño. ¡Cuántas
cosas hacen a veces los cónyuges y los hijos para ser mirados y tenidos en cuenta! Muchas
heridas y crisis se originan cuando dejamos de contemplarnos. Eso es lo que expresan algunas
quejas y reclamos que se escuchan en las familias: «Mi esposo no me mira, para él parece que
soy invisible». «Por favor, mírame cuando te hablo». «Mi esposa ya no me mira, ahora
sólo tiene ojos para sus hijos». «En mi casa yo no le importo a nadie, y ni siquiera
me ven, como si no existiera». El amor abre los ojos y permite ver, más allá de todo,
cuánto vale un ser humano.
129. La alegría de ese amor contemplativo tiene que ser cultivada. Puesto que estamos
hechos para amar, sabemos que no hay mayor alegría que un bien compartido: «Da y recibe,
disfruta de ello» (Sirácides 14, 16). Las alegrías más intensas de la vida brotan
cuando se puede provocar la felicidad de los demás, en un anticipo del cielo. Cabe recordar
la feliz escena del film La fiesta de Babette, donde la generosa cocinera recibe un abrazo
agradecido y un elogio: «¡Cómo deleitarás a los ángeles!». Es dulce y reconfortante
la alegría de provocar deleite en los demás, de verlos disfrutar. Ese gozo, efecto del
amor fraterno, no es el de la vanidad de quien se mira a sí mismo, sino el del amante que
se complace en el bien del ser amado, que se derrama en el otro y se vuelve fecundo
en él.
130. Por otra parte, la alegría se renueva en el dolor. Como decía san Agustín: «Cuanto
mayor fue el peligro en la batalla, tanto mayor es el gozo en el triunfo». Después
de haber sufrido y luchado juntos, los cónyuges pueden experimentar que valió la pena, porque
consiguieron algo bueno, aprendieron algo juntos, o porque pueden valorar más lo que
tienen. Pocas alegrías humanas son tan hondas y festivas como cuando dos personas que se
aman han conquistado juntos algo que les costó un gran esfuerzo compartido.
Casarse por amor.
131. Quiero decir a los jóvenes que nada de todo esto se ve perjudicado cuando el amor
asume el cauce de la institución matrimonial. La unión encuentra en esa institución el
modo de encauzar su estabilidad y su crecimiento real y concreto. Es verdad que el amor es
mucho más que un consentimiento externo o que una especie de contrato matrimonial, pero
también es cierto que la decisión de dar al matrimonio una configuración visible en
la sociedad, con unos determinados compromisos, manifiesta su relevancia: muestra la seriedad
de la identificación con el otro, indica una superación del individualismo adolescente,
y expresa la firme opción de pertenecerse el uno al otro. Casarse es un modo de expresar
que realmente se ha abandonado el nido materno para tejer otros lazos fuertes y asumir una
nueva responsabilidad ante otra persona. Esto vale mucho más que una mera asociación espontánea
para la gratificación mutua, que sería una privatización del matrimonio. El matrimonio
como institución social es protección y cauce para el compromiso mutuo, para la maduración
del amor, para que la opción por el otro crezca en solidez, concretización y profundidad,
y a su vez para que pueda cumplir su misión en la sociedad. Por eso, el matrimonio va
más allá de toda moda pasajera y persiste. Su esencia está arraigada en la naturaleza
misma de la persona humana y de su carácter social. Implica una serie de obligaciones,
pero que brotan del mismo amor, de un amor tan decidido y generoso que es capaz de arriesgar
el futuro.
132. Optar por el matrimonio de esta manera, expresa la decisión real y efectiva de convertir
dos caminos en un único camino, pase lo que pase y a pesar de cualquier desafío. Por
la seriedad que tiene este compromiso público de amor, no puede ser una decisión apresurada,
pero por esa misma razón tampoco se la puede postergar indefinidamente. Comprometerse con
otro de un modo exclusivo y definitivo siempre tiene una cuota de riesgo y de osada apuesta.
El rechazo de asumir este compromiso es egoísta, interesado, mezquino, no acaba de reconocer
los derechos del otro y no termina de presentarlo a la sociedad como digno de ser amado incondicionalmente.
Por otro lado, quienes están verdaderamente enamorados tienden a manifestar a los otros
su amor. El amor concretizado en un matrimonio contraído ante los demás, con todos los
compromisos que se derivan de esta institucionalización, es manifestación y resguardo de un «sí»
que se da sin reservas y sin restricciones. Ese sí es decirle al otro que siempre podrá
confiar, que no será abandonado cuando pierda atractivo, cuando haya dificultades o cuando
se ofrezcan nuevas opciones de placer o de intereses egoístas.
Amor que se manifiesta y crece.
133. El amor de amistad unifica todos los aspectos de la vida matrimonial, y ayuda a
los miembros de la familia a seguir adelante en todas las etapas. Por eso, los gestos que
expresan ese amor deben ser constantemente cultivados, sin mezquindad, llenos de palabras
generosas. En la familia «es necesario usar tres palabras. Quisiera repetirlo. Tres palabras:
permiso, gracias, perdón. ¡Tres palabras clave!». «Cuando en una familia no se es
entrometido y se pide “permiso”, cuando en una familia no se es egoísta y se aprende
a decir “gracias”, y cuando en una familia uno se da cuenta que hizo algo malo y sabe
pedir “perdón”, en esa familia hay paz y hay alegría». No seamos mezquinos en el
uso de estas palabras, seamos generosos para repetirlas día a día, porque «algunos silencios
pesan, a veces incluso en la familia, entre marido y mujer, entre padres e hijos, entre
hermanos». En cambio, las palabras adecuadas, dichas en el momento justo, protegen y alimentan
el amor día tras día.
134. Todo esto se realiza en un camino de permanente crecimiento. Esta forma tan particular
de amor que es el matrimonio, está llamada a una constante maduración, porque hay que
aplicarle siempre aquello que santo Tomás de Aquino decía de la caridad: «La caridad,
en razón de su naturaleza, no tiene límite de aumento, ya que es una participación de
la infinita caridad, que es el Espíritu Santo [...] Tampoco por parte del sujeto se le puede
prefijar un límite, porque al crecer la caridad, sobrecrece también la capacidad para un aumento
superior». San Pablo exhortaba con fuerza: «Que el Señor os haga progresar y sobreabundar
en el amor de unos con otros» (Primera de Tesaloniceses 3, 12); y añade: «En cuanto
al amor mutuo [...] os exhortamos, hermanos, a que sigáis progresando más y más» (Primera
de Tesalonicenses 4, 9-10). Más y más. El amor matrimonial no se cuida ante todo hablando
de la indisolubilidad como una obligación, o repitiendo una doctrina, sino afianzándolo
gracias a un crecimiento constante bajo el impulso de la gracia. El amor que no crece
comienza a correr riesgos, y sólo podemos crecer respondiendo a la gracia divina con
más actos de amor, con actos de cariño más frecuentes, más intensos, más generosos,
más tiernos, más alegres. El marido y la mujer «experimentando el sentido de su unidad
y lográndola más plenamente cada día». El don del amor divino que se derrama en los
esposos es al mismo tiempo un llamado a un constante desarrollo de ese regalo de la gracia.
135. No hacen bien algunas fantasías sobre un amor idílico y perfecto, privado así
de todo estímulo para crecer. Una idea celestial del amor terreno olvida que lo mejor es lo
que todavía no ha sido alcanzado, el vino madurado con el tiempo. Como recordaron los
Obispos de Chile, «no existen las familias perfectas que nos propone la propaganda falaz
y consumista. En ellas no pasan los años, no existe la enfermedad, el dolor ni la muerte
[...] La propaganda consumista muestra una fantasía que nada tiene que ver con la realidad
que deben afrontar, en el día a día, los jefes y jefas de hogar». Es más sano aceptar
con realismo los límites, los desafíos o la imperfección, y escuchar el llamado a
crecer juntos, a madurar el amor y a cultivar la solidez de la unión, pase lo que pase.
Diálogo.
136. El diálogo es una forma privilegiada e indispensable de vivir, expresar y madurar
el amor en la vida matrimonial y familiar. Pero supone un largo y esforzado aprendizaje.
Varones y mujeres, adultos y jóvenes, tienen maneras distintas de comunicarse, usan un
lenguaje diferente, se mueven con otros códigos. El modo de preguntar, la forma de responder,
el tono utilizado, el momento y muchos factores más, pueden condicionar la comunicación.
Además, siempre es necesario desarrollar algunas actitudes que son expresión de amor
y hacen posible el diálogo auténtico.
137. Darse tiempo, tiempo de calidad, que consiste en escuchar con paciencia y atención,
hasta que el otro haya expresado todo lo que necesitaba. Esto requiere la ascesis de no
empezar a hablar antes del momento adecuado. En lugar de comenzar a dar opiniones o consejos,
hay que asegurarse de haber escuchado todo lo que el otro necesita decir. Esto implica
hacer un silencio interior para escuchar sin ruidos en el corazón o en la mente: despojarse
de toda prisa, dejar a un lado las propias necesidades y urgencias, hacer espacio. Muchas
veces uno de los cónyuges no necesita una solución a sus problemas, sino ser escuchado.
Tiene que sentir que se ha percibido su pena, su desilusión, su miedo, su ira, su esperanza,
su sueño. Pero son frecuentes lamentos como estos: «No me escucha. Cuando parece que
lo está haciendo, en realidad está pensando en otra cosa». «Hablo y siento que está
esperando que termine de una vez». «Cuando hablo intenta cambiar de tema, o me da respuestas
rápidas para cerrar la conversación».
138. Desarrollar el hábito de dar importancia real al otro. Se trata de valorar su persona,
de reconocer que tiene derecho a existir, a pensar de manera autónoma y a ser feliz.
Nunca hay que restarle importancia a lo que diga o reclame, aunque sea necesario expresar
el propio punto de vista. Subyace aquí la convicción de que todos tienen algo que aportar,
porque tienen otra experiencia de la vida, porque miran desde otro punto de vista, porque
han desarrollado otras preocupaciones y tienen otras habilidades e intuiciones. Es posible
reconocer la verdad del otro, el valor de sus preocupaciones más hondas y el trasfondo
de lo que dice, incluso detrás de palabras agresivas. Para ello hay que tratar de ponerse
en su lugar e interpretar el fondo de su corazón, detectar lo que le apasiona, y tomar esa pasión
como punto de partida para profundizar en el diálogo.
139. Amplitud mental, para no encerrarse con obsesión en unas pocas ideas, y flexibilidad
para poder modificar o completar las propias opiniones. Es posible que, de mi pensamiento
y del pensamiento del otro pueda surgir una nueva síntesis que nos enriquezca a los dos.
La unidad a la que hay que aspirar no es uniformidad, sino una «unidad en la diversidad», o una
«diversidad reconciliada». En ese estilo enriquecedor de comunión fraterna, los diferentes
se encuentran, se respetan y se valoran, pero manteniendo diversos matices y acentos que
enriquecen el bien común. Hace falta liberarse de la obligación de ser iguales. También
se necesita astucia para advertir a tiempo las «interferencias» que puedan aparecer,
de manera que no destruyan un proceso de diálogo. Por ejemplo, reconocer los malos sentimientos
que vayan surgiendo y relativizarlos para que no perjudiquen la comunicación. Es importante
la capacidad de expresar lo que uno siente sin lastimar; utilizar un lenguaje y un modo
de hablar que pueda ser más fácilmente aceptado o tolerado por el otro, aunque el contenido
sea exigente; plantear los propios reclamos pero sin descargar la ira como forma de venganza,
y evitar un lenguaje moralizante que sólo busque agredir, ironizar, culpar, herir. Muchas
discusiones en la pareja no son por cuestiones muy graves. A veces se trata de cosas pequeñas,
poco trascendentes, pero lo que altera los ánimos es el modo de decirlas o la actitud
que se asume en el diálogo.
140. Tener gestos de preocupación por el otro y demostraciones de afecto. El amor supera
las peores barreras. Cuando se puede amar a alguien, o cuando nos sentimos amados por
él, logramos entender mejor lo que quiere expresar y hacernos entender. Superar la fragilidad
que nos lleva a tenerle miedo al otro, como si fuera un «competidor». Es muy importante
fundar la propia seguridad en opciones profundas, convicciones o valores, y no en ganar una
discusión o en que nos den la razón.
141. Finalmente, reconozcamos que para que el diálogo valga la pena hay que tener algo
que decir, y eso requiere una riqueza interior que se alimenta en la lectura, la reflexión
personal, la oración y la apertura a la sociedad. De otro modo, las conversaciones se vuelven
aburridas e inconsistentes. Cuando ninguno de los cónyuges se cultiva y no existe una
variedad de relaciones con otras personas, la vida familiar se vuelve endogámica y el
diálogo se empobrece.
Amor apasionado.
142. El Concilio Vaticano segundo enseña que este amor conyugal «abarca el bien de
toda la persona, y, por tanto, puede enriquecer con una dignidad peculiar las expresiones
del cuerpo y del espíritu, y ennoblecerlas como signos especiales de la amistad conyugal».
Por algo será que un amor sin placer ni pasión no es suficiente para simbolizar la unión
del corazón humano con Dios: «Todos los místicos han afirmado que el amor sobrenatural
y el amor celeste encuentran los símbolos que buscan en el amor matrimonial, más que
en la amistad, más que en el sentimiento filial o en la dedicación a una causa. Y
el motivo está justamente en su totalidad». ¿Por qué entonces no detenernos a hablar
de los sentimientos y de la sexualidad en el matrimonio?
El mundo de las emociones.
143. Deseos, sentimientos, emociones, eso que los clásicos llamaban «pasiones», tienen
un lugar importante en el matrimonio. Se producen cuando «otro» se hace presente y se manifiesta
en la propia vida. Es propio de todo ser viviente tender hacia otra cosa, y esta tendencia tiene
siempre señales afectivas básicas: el placer o el dolor, la alegría o la pena, la ternura
o el temor. Son el presupuesto de la actividad psicológica más elemental. El ser humano
es un viviente de esta tierra, y todo lo que hace y busca está cargado de pasiones.
144. Jesús, como verdadero hombre, vivía las cosas con una carga de emotividad. Por
eso le dolía el rechazo de Jerusalén (Mateo 23, 37), y esta situación le arrancaba lágrimas
(Lucas 19, 41). También se compadecía ante el sufrimiento de la gente (Marcos 6, 34).
Viendo llorar a los demás, se conmovía y se turbaba (Juan 11, 33), y él mismo lloraba
la muerte de un amigo (Juan 11, 35). Estas manifestaciones de su sensibilidad mostraban
hasta qué punto su corazón humano estaba abierto a los demás.
145. Experimentar una emoción no es algo moralmente bueno ni malo en sí mismo. Comenzar
a sentir deseo o rechazo no es pecaminoso ni reprochable. Lo que es bueno o malo es
el acto que uno realice movido o acompañado por una pasión. Pero si los sentimientos
son promovidos, buscados y, a causa de ellos, cometemos malas acciones, el mal está en
la decisión de alimentarlos y en los actos malos que se sigan. En la misma línea, sentir
gusto por alguien no significa de por sí que sea un bien. Si con ese gusto yo busco
que esa persona se convierta en mi esclava, el sentimiento estará al servicio de mi egoísmo.
Creer que somos buenos sólo porque «sentimos cosas» es un tremendo engaño. Hay personas
que se sienten capaces de un gran amor sólo porque tienen una gran necesidad de afecto,
pero no saben luchar por la felicidad de los demás y viven encerrados en sus propios deseos.
En ese caso, los sentimientos distraen de los grandes valores y ocultan un egocentrismo
que no hace posible cultivar una vida sana y feliz en familia.
146. Por otra parte, si una pasión acompaña al acto libre, puede manifestar la profundidad
de esa opción. El amor matrimonial lleva a procurar que toda la vida emotiva se convierta
en un bien para la familia y esté al servicio de la vida en común. La madurez llega a una
familia cuando la vida emotiva de sus miembros se transforma en una sensibilidad que no domina
ni oscurece las grandes opciones y los valores sino que sigue a su libertad, brota de ella,
la enriquece, la embellece y la hace más armoniosa para bien de todos.
Dios ama el gozo de sus hijos.
147. Esto requiere un camino pedagógico, un proceso que incluye renuncias. Es una convicción
de la Iglesia que muchas veces ha sido rechazada, como si fuera enemiga de la felicidad humana.
Benedicto Dieciséis recogía este cuestionamiento con gran claridad: «La Iglesia, con sus preceptos
y prohibiciones, ¿no convierte acaso en amargo lo más hermoso de la vida? ¿No pone quizás
carteles de prohibición precisamente allí donde la alegría, predispuesta en nosotros
por el Creador, nos ofrece una felicidad que nos hace preguntar algo de lo divino?».Pero
él respondía que, si bien no han faltado exageraciones o ascetismos desviados en el
cristianismo, la enseñanza oficial de la Iglesia, fiel a las Escrituras, no rechazó
«el eros como tal, sino que declaró guerra a su desviación destructora, puesto que la
falsa divinización del eros [...] lo priva de su dignidad divina y lo deshumaniza».
148. La educación de la emotividad y del instinto es necesaria, y para ello a veces
es indispensable ponerse algún límite. El exceso, el descontrol, la obsesión por un
solo tipo de placeres, terminan por debilitar y enfermar al placer mismo, y dañan la vida
de la familia. De verdad se puede hacer un hermoso camino con las pasiones, lo cual significa
orientarlas cada vez más en un proyecto de autodonación y de plena realización de sí
mismo, que enriquece las relaciones interpersonales en el seno familiar. No implica renunciar
a instantes de intenso gozo, sino asumirlos como entretejidos con otros momentos de entrega
generosa, de espera paciente, de cansancio inevitable, de esfuerzo por un ideal. La vida
en familia es todo eso y merece ser vivida entera.
149. Algunas corrientes espirituales insisten en eliminar el deseo para liberarse del dolor.
Pero nosotros creemos que Dios ama el gozo del ser humano, que él creó todo «para
que lo disfrutemos» (Primera de Timoteo 6, 17). Dejemos brotar la alegría ante su ternura
cuando nos propone: «Hijo, trátate bien [...] No te prives de pasar un día feliz»
(Sirácides 14, 11.14). Un matrimonio también responde a la voluntad de Dios siguiendo esta
invitación bíblica: «Alégrate en el día feliz» (Eclesiastés 7, 14). La cuestión
es tener la libertad para aceptar que el placer encuentre otras formas de expresión en los
distintos momentos de la vida, de acuerdo con las necesidades del amor mutuo. En ese
sentido, se puede acoger la propuesta de algunos maestros orientales que insisten en ampliar
la consciencia, para no quedar presos en una experiencia muy limitada que nos cierre las
perspectivas. Esa ampliación de la consciencia no es la negación o destrucción del deseo
sino su dilatación y su perfeccionamiento.
Dimensión erótica del amor.
150. Todo esto nos lleva a hablar de la vida *** del matrimonio. Dios mismo creó la
sexualidad, que es un regalo maravilloso para sus creaturas. Cuando se la cultiva y se evita
su descontrol, es para impedir que se produzca el «empobrecimiento de un valor auténtico».
San Juan Pablo segundo rechazó que la enseñanza de la Iglesia lleve a «una negación del
valor del sexo humano», o que simplemente lo tolere «por la necesidad misma de la procreación».
La necesidad *** de los esposos no es objeto de menosprecio, y «no se trata en modo alguno
de poner en cuestión esa necesidad».
151. A quienes temen que en la educación de las pasiones y de la sexualidad se perjudique
la espontaneidad del amor sexuado, san Juan Pablo Segundo les respondía que el ser humano
«está llamado a la plena y madura espontaneidad de las relaciones», que «es el fruto gradual
del discernimiento de los impulsos del propio corazón». Es algo que se conquista, ya que
todo ser humano «debe aprender con perseverancia y coherencia lo que es el significado del
cuerpo». La sexualidad no es un recurso para gratificar o entretener, ya que es un lenguaje
interpersonal donde el otro es tomado en serio, con su sagrado e inviolable valor. Así, «el
corazón humano se hace partícipe, por decirlo así, de otra espontaneidad». En este contexto,
el erotismo aparece como manifestación específicamente humana de la sexualidad. En él se puede encontrar
«el significado esponsalicio del cuerpo y la auténtica dignidad del don». En sus catequesis
sobre la teología del cuerpo humano, enseñó que la corporeidad sexuada «es no sólo fuente
de fecundidad y procreación», sino que posee «la capacidad de expresar el amor: ese amor
precisamente en el que el hombre-persona se convierte en don». El más sano erotismo,
si bien está unido a una búsqueda de placer, supone la admiración, y por eso puede humanizar
los impulsos.
152. Entonces, de ninguna manera podemos entender la dimensión erótica del amor como un mal
permitido o como un peso a tolerar por el bien de la familia, sino como don de Dios
que embellece el encuentro de los esposos. Siendo una pasión sublimada por un amor que
admira la dignidad del otro, llega a ser una «plena y limpísima afirmación amorosa»,
que nos muestra de qué maravillas es capaz el corazón humano y así, por un momento,
«se siente que la existencia humana ha sido un éxito».
Violencia y manipulación.
153. Dentro del contexto de esta visión positiva de la sexualidad, es oportuno plantear el
tema en su integridad y con un sano realismo. Porque no podemos ignorar que muchas veces
la sexualidad se despersonaliza y también se llena de patologías, de tal modo que «pasa
a ser cada vez más ocasión e instrumento de afirmación del propio yo y de satisfacción
egoísta de los propios deseos e instintos». En esta época se vuelve muy riesgoso que
la sexualidad también sea poseída por el espíritu venenoso del «usa y tira». El
cuerpo del otro es con frecuencia manipulado, como una cosa que se retiene mientras brinda
satisfacción y se desprecia cuando pierde atractivo. ¿Acaso se pueden ignorar o disimular
las constantes formas de dominio, prepotencia, abuso, perversión y violencia ***, que
son producto de una desviación del significado de la sexualidad y que sepultan la dignidad
de los demás y el llamado al amor debajo de una oscura búsqueda de sí mismo?
154. No está de más recordar que, aun dentro del matrimonio, la sexualidad puede convertirse
en fuente de sufrimiento y de manipulación. Por eso tenemos que reafirmar con claridad
que «un acto conyugal impuesto al cónyuge sin considerar su situación actual y sus
legítimos deseos, no es un verdadero acto de amor; y prescinde por tanto de una exigencia
del recto orden moral en las relaciones entre los esposos». Los actos propios de la unión
*** de los cónyuges responden a la naturaleza de la sexualidad querida por Dios si son vividos
«de modo verdaderamente humano». Por eso, san Pablo exhortaba: «Que nadie falte a su
hermano ni se aproveche de él» (Primera de Tesalonicenses 4, 6). Si bien él escribía
en una época en que dominaba una cultura patriarcal, donde la mujer se consideraba
un ser completamente subordinado al varón, sin embargo enseñó que la sexualidad debe
ser una cuestión de conversación entre los cónyuges: planteó la posibilidad de postergar
las relaciones sexuales por un tiempo, pero «de común acuerdo» (Primera de Corintios
7, 5).
155. San Juan Pablo segundo hizo una advertencia muy sutil cuando dijo que el hombre y la mujer
están «amenazados por la insaciabilidad». Es decir, están llamados a una unión cada
vez más intensa, pero el riesgo está en pretender borrar las diferencias y esa distancia
inevitable que hay entre los dos. Porque cada uno posee una dignidad propia e intransferible.
Cuando la preciosa pertenencia recíproca se convierte en un dominio, «cambia esencialmente
la estructura de comunión en la relación interpersonal». En la lógica del dominio,
el dominador también termina negando su propia dignidad, y en definitiva deja «de identificarse
subjetivamente con el propio cuerpo», ya que le quita todo significado. Vive el sexo
como evasión de sí mismo y como renuncia a la belleza de la unión.
156. Es importante ser claros en el rechazo de toda forma de sometimiento ***. Por
ello conviene evitar toda interpretación inadecuada del texto de la carta a los Efesios
donde se pide que «las mujeres estén sujetas a sus maridos» (Efesios 5, 22). San Pablo
se expresa aquí en categorías culturales propias de aquella época, pero nosotros no
debemos asumir ese ropaje cultural, sino el mensaje revelado que subyace en el conjunto
de la perícopa. Retomemos la sabia explicación de san Juan Pablo segundo: «El amor excluye
todo género de sumisión, en virtud de la cual la mujer se convertiría en sierva o
esclava del marido [...] La comunidad o unidad que deben formar por el matrimonio se realiza
a través de una recíproca donación, que es también una mutua sumisión». Por eso
se dice también que «los maridos deben amar a sus mujeres como a sus propios cuerpos»
(Efesios 5, 28). En realidad el texto bíblico invita a superar el cómodo individualismo
para vivir referidos a los demás, «sujetos los unos a los otros» (Efesios 5, 21). En
el matrimonio, esta recíproca «sumisión» adquiere un significado especial, y se entiende
como una pertenencia mutua libremente elegida, con un conjunto de notas de fidelidad, respeto
y cuidado. La sexualidad está de modo inseparable al servicio de esa amistad conyugal, porque
se orienta a procurar que el otro viva en plenitud.
157. Sin embargo, el rechazo de las desviaciones de la sexualidad y del erotismo nunca debería
llevarnos a su desprecio ni a su descuido. El ideal del matrimonio no puede configurarse
sólo como una donación generosa y sacrificada, donde cada uno renuncia a toda necesidad personal
y sólo se preocupa por hacer el bien al otro sin satisfacción alguna. Recordemos que un
verdadero amor sabe también recibir del otro, es capaz de aceptarse vulnerable y necesitado,
no renuncia a acoger con sincera y feliz gratitud las expresiones corpóreas del amor en la
caricia, el abrazo, el beso y la unión ***. Benedicto dieciséis era claro al respecto:
«Si el hombre pretendiera ser sólo espíritu y quisiera rechazar la carne como si fuera
una herencia meramente animal, espíritu y cuerpo perderían su dignidad». Por esta
razón, «el hombre tampoco puede vivir exclusivamente del amor oblativo, descendente. No puede dar
únicamente y siempre, también debe recibir. Quien quiere dar amor, debe a su vez recibirlo
como don». Esto supone, de todos modos, recordar que el equilibrio humano es frágil, que siempre
permanece algo que se resiste a ser humanizado y que en cualquier momento puede desbocarse
de nuevo, recuperando sus tendencias más primitivas y egoístas.
Matrimonio y virginidad.
158. «Muchas personas que viven sin casarse, no sólo se dedican a su familia de origen,
sino que a menudo cumplen grandes servicios en su círculo de amigos, en la comunidad
eclesial y en la vida profesional [...] Muchos, asimismo, ponen sus talentos al servicio de
la comunidad cristiana bajo la forma de la caridad y el voluntariado. Luego están los
que no se casan porque consagran su vida por amor a Cristo y a los hermanos. Su dedicación
enriquece extraordinariamente a la familia, en la Iglesia y en la sociedad».
159. La virginidad es una forma de amar. Como signo, nos recuerda la premura del Reino,
la urgencia de entregarse al servicio evangelizador sin reservas (Primera de Corintios 7, 32),
y es un reflejo de la plenitud del cielo donde «ni los hombres se casarán ni las mujer
tomarán esposo» (Mateo 22, 30). San Pablo la recomendaba porque esperaba un pronto regreso
de Jesucristo, y quería que todos se concentraran sólo en la evangelización: «El momento
es apremiante» (Primera de Corintios 7, 29). Sin embargo, dejaba claro que era una opinión
personal o un deseo suyo (Primera de Corintios 7, 6-8) y no un pedido de Cristo: «No tengo
precepto del Señor» (Primera de Corintios 7, 25). Al mismo tiempo, reconocía el valor
de los diferentes llamados: «cada cual tiene su propio don de Dios, unos de un modo y otros
de otro» (Primera de Corintios 7, 7). En este sentido, san Juan Pablo segundo dijo
que los textos bíblicos «no dan fundamento ni para sostener la “inferioridad” del
matrimonio, ni la “superioridad” de la virginidad o del celibato» en razón de la
abstención ***. Más que hablar de la superioridad de la virginidad en todo sentido,
parece adecuado mostrar que los distintos estados de vida se complementan, de tal manera
que uno puede ser más perfecto en algún sentido y otro puede serlo desde otro punto
de vista. Alejandro de Hales, por ejemplo, expresaba que, en un sentido, el matrimonio
puede considerarse superior a los demás sacramentos, porque simboliza algo tan grande como «la
unión de Cristo con la Iglesia o la unión de la naturaleza divina con la humana».
160. Por lo tanto, «no se trata de disminuir el valor del matrimonio en beneficio de la
continencia», y «no hay base alguna para una supuesta contraposición [...] Si, de
acuerdo con una cierta tradición teológica, se habla del estado de perfección (status
perfectionis), se hace no a causa de la continencia misma, sino con relación al conjunto de la
vida fundada sobre los consejos evangélicos». Pero una persona casada puede vivir la caridad
en un altísimo grado. Entonces, «llega a esa perfección que brota de la caridad, mediante
la fidelidad al espíritu de esos consejos. Esta perfección es posible y accesible a
cada uno de los hombres».
161. La virginidad tiene el valor simbólico del amor que no necesita poseer al otro, y
refleja así la libertad del Reino de los Cielos. Es una invitación a los esposos para
que vivan su amor conyugal en la perspectiva del amor definitivo a Cristo, como un camino
común hacia la plenitud del Reino. A su vez, el amor de los esposos tiene otros valores
simbólicos: por una parte, es un peculiar reflejo de la Trinidad. La Trinidad es unidad
plena, pero en la cual existe también la distinción. Además, la familia es un signo
cristológico, porque manifiesta la cercanía de Dios que comparte la vida del ser humano
uniéndose a él en la Encarnación, en la Cruz y en la Resurrección: cada cónyuge
se hace «una sola carne» con el otro y se ofrece a sí mismo para compartirlo todo con
él hasta el fin. Mientras la virginidad es un signo «escatológico» de Cristo resucitado,
el matrimonio es un signo «histórico» para los que caminamos en la tierra, un signo del
Cristo terreno que aceptó unirse a nosotros y se entregó hasta darnos su sangre. La virginidad
y el matrimonio son, y deben ser, formas diferentes de amar, porque «el hombre no puede vivir
sin amor. Él permanece para sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada
de sentido si no se le revela el amor».
162. El celibato corre el peligro de ser una cómoda soledad, que da libertad para moverse
con autonomía, para cambiar de lugares, de tareas y de opciones, para disponer del propio
dinero, para frecuentar personas diversas según la atracción del momento. En ese caso,
resplandece el testimonio de las personas casadas. Quienes han sido llamados a la virginidad
pueden encontrar en algunos matrimonios un signo claro de la generosa e inquebrantable
fidelidad de Dios a su Alianza, que estimule sus corazones a una disponibilidad más concreta
y oblativa. Porque hay personas casadas que mantienen su fidelidad cuando su cónyuge
se ha vuelto físicamente desagradable, o cuando no satisface las propias necesidades,
a pesar de que muchas ofertas inviten a la infidelidad o al abandono. Una mujer puede
cuidar a su esposo enfermo y allí, junto a la Cruz, vuelve a dar el «sí» de su amor
hasta la muerte. En ese amor se manifiesta de un modo deslumbrante la dignidad del amante,
dignidad como reflejo de la caridad, puesto que es propio de la caridad amar, más que
ser amado. También podemos advertir en muchas familias una capacidad de servicio oblativo
y tierno ante hijos difíciles e incluso desagradecidos. Esto hace de esos padres un signo del amor
libre y desinteresado de Jesús. Todo esto se convierte en una invitación a las personas
célibes para que vivan su entrega por el Reino con mayor generosidad y disponibilidad.
Hoy, la secularización ha desdibujado el valor de una unión para toda la vida y ha
debilitado la riqueza de la entrega matrimonial, por lo cual «es preciso profundizar en los
aspectos positivos del amor conyugal».
La transformación del amor.
163. La prolongación de la vida hace que se produzca algo que no era común en otros
tiempos: la relación íntima y la pertenencia mutua deben conservarse por cuatro, cinco
o seis décadas, y esto se convierte en una necesidad de volver a elegirse una y otra
vez. Quizás el cónyuge ya no está apasionado por un deseo *** intenso que le mueva hacia
la otra persona, pero siente el placer de pertenecerle y que le pertenezca, de saber
que no está solo, de tener un «cómplice», que conoce todo de su vida y de su historia
y que comparte todo. Es el compañero en el camino de la vida con quien se pueden enfrentar
las dificultades y disfrutar las cosas lindas. Eso también produce una satisfacción que
acompaña al querer propio del amor conyugal. No podemos prometernos tener los mismos sentimientos
durante toda la vida. En cambio, sí podemos tener un proyecto común estable, comprometernos
a amarnos y a vivir unidos hasta que la muerte nos separe, y vivir siempre una rica intimidad.
El amor que nos prometemos supera toda emoción, sentimiento o estado de ánimo, aunque pueda
incluirlos. Es un querer más hondo, con una decisión del corazón que involucra toda
la existencia. Así, en medio de un conflicto no resuelto, y aunque muchos sentimientos
confusos den vueltas por el corazón, se mantiene viva cada día la decisión de amar, de pertenecerse,
de compartir la vida entera y de permanecer amando y perdonando. Cada uno de los dos hace
un camino de crecimiento y de cambio personal. En medio de ese camino, el amor celebra cada
paso y cada nueva etapa.
164. En la historia de un matrimonio, la apariencia física cambia, pero esto no es razón para
que la atracción amorosa se debilite. Alguien se enamora de una persona entera con una identidad
propia, no sólo de un cuerpo, aunque ese cuerpo, más allá del desgaste del tiempo,
nunca deje de expresar de algún modo esa identidad personal que ha cautivado el corazón.
Cuando los demás ya no puedan reconocer la belleza de esa identidad, el cónyuge enamorado
sigue siendo capaz de percibirla con el instinto del amor, y el cariño no desaparece. Reafirma
su decisión de pertenecerle, la vuelve a elegir, y expresa esa elección en una cercanía
fiel y cargada de ternura. La nobleza de su opción por ella, por ser intensa y profunda,
despierta una forma nueva de emoción en el cumplimiento de esa misión conyugal. Porque
«la emoción provocada por otro ser humano como persona [...] no tiende de por sí al
acto conyugal». Adquiere otras expresiones sensibles, porque el amor «es una única
realidad, si bien con diversas dimensiones; según los casos, una u otra puede destacar
más». El vínculo encuentra nuevas modalidades y exige la decisión de volver a amasarlo
una y otra vez. Pero no sólo para conservarlo, sino para desarrollarlo. Es el camino de construirse
día a día. Pero nada de esto es posible si no se invoca al Espíritu Santo, si no
se clama cada día pidiendo su gracia, si no se busca su fuerza sobrenatural, si no
se le reclama con deseo que derrame su fuego sobre nuestro amor para fortalecerlo, orientarlo
y transformarlo en cada nueva situación.