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Londres se mueve a ritmo de swing.
Hemos tirado el pasado por la ventana y nadie lo echa de menos.
Lo nuevo es lo que cuenta, Bretaña respira un aire fresco.
Se acabó inclinarse y arrodillarse ante las tradiciones,
las vacas sagradas de las instituciones directas al matadero.
Son las 9h 20m.
Ludgate Hill está abarrotado esta mañana con miles de personas,
que se han ido acercando aquí desde el amanecer
para ver pasar el cuerpo de Winston Churchill
de camino a la Catedral de San Pablo,
desde donde les hablo en estos momentos.
Pero entonces, en un oscuro y frío enero, Winston Churchill murió,
y de repente el swing de Londres se detuvo.
De una especie de invernal niebla atemporal
salió arrastrándose la vieja y peluda bestia de la historia
llena de recuerdos.
La gente permaneció de pie en las calles con un frío helado
mientras el enorme ataúd se tambaleaba al passar
sobre los hombros de la guardia.
La realeza rindió sus respetos al gran político
esperándole en el altar de San Pablo.
Los estibadores rinden sus respetos hundiendo los ganchos de sus grúas
mientras la barcaza que llevaba el ataúd pasaba flotando ante ellos.
La sátira se mordió la lengua.
Incluso nosotros, los sabihondos estudiantes de historia,
dejamos de darnos aires
y empezamos a prestar atención, sorprendidos
por una sensación repentina e inesperada,
un nudo en la garganta sospechosamente patriótico.
Algo inmenso había ocurrido, la muerte de un patriarca,
la desaparición de una certeza
sobre lo que significaba ser británico.
Lo que significaba, y Churchill lo sabía, era ser el heredero
de una asombrosa historia.
Pero en cuanto los lloriqueos pararon y las lágrimas se secaron,
los pensamientos irrespetuosos volvieron poco a poco.
Tal vez el peso del pasado británico era una carga demasiado pesada,
una roca colgada del cuello del futuro.
¿De qué nos servían a los "mods" los cuentos
de Churchill sobre la "isla del cetro"?
No, en 1965, mi lealtad era para otro Winston.
Rebelde, receloso ante el aplauso fácil:
Winston Smith, el héroe de la desasosegante
parábola sobre el futuro de George Orwell
Esto es Londres, 1984,
ciudad principal de la Franja Aérea No 1,
provincia del estado de Oceania.
Sabemos que a Orwell le interesaba profundamente la historia,
pero no la historia de pompa y boato sino la historia de la gente,
escrita no en floreadas rapsodias,
sino en el inglés de Orwell, agudo y duro como el granito.
La historia de Orwell no era pues,
del tipo que se regodea en la autocomplacencia.
Era de las que hace preguntas difíciles.
Pero a pesar de sus diferencias, Orwell y Churchill
tenían esto en común:
no sólo escribieron la historia de su tiempo, la vivieron.
Miren a Churchill y miren a Orwell y entenderán
qué le ocurrió a Bretaña en el Siglo XX.
Verán cómo nuestro pasado dio forma a nuestro futuro.
LOS DOS WINSTON
En 1874, el año en que nació Winston Churchill,
este lugar, los Reales Astilleros Navales de Chatham,
estaban en su apogeo,
produciendo los barcos y armas que hacían a Bretaña más poderosa
de lo que nunca había sido, o fue después.
Churchill debió creer que duraría para siempre.
Noventa años después, cuando murió,
estaba de camino a convertirse en un museo y un desguace.
Pero es que la historia es siempre cruel con el optimismo.
En realidad Churchill nunca tuvo opción de escapar a la historia.
Después de todo, había nacido en un palacio,
Blenheim, ese montón de piedra caliza
de su antecesor, el Duque de Marlborough.
El padre de Winston, Randolph, chico maravilla de los Tories,
Ministro de Economía a los 37 años,
parecía haber sido el último de los Churchill
en emprender un ascenso meteórico.
Pero también era un "prima donna", con sus constantes pataletas
y amenazas de dimisión.
Al final, los Tories le dejaron ir.
Y ya no volvió al poder.
Su madre, Jenny, era la anfitriona social por excelencia:
glamorosa, rica, americana, deseable, exquisita,
perpetuamente rodeada de embobados admiradores.
Pero Winston apenas conoció a sus padres.
Como de costumbre para los pequeños aristócratas,
fue su niñera Nanny Everest,
la que casi siempre se ocupó de hacer de madre.
Y como de costumbre con los chicos de su clase,
fue enviado a un colegio pupilo a la menor oportunidad.
Allí escuchaba, temblando de miedo,
los chillidos de los chicos de ocho años recibiendo severos azotes
en sus posaderas.
Más tarde, como Ministro del Interior, diría
que su simpatía con los convictos ingleses
le venía de haber cumplido pena durante once años
en las escuelas públicas y privadas de Inglaterra.
Churchill escribió que sólo tuvo un puñado de conversaciones
con su padre en toda su vida.
Una de ellas ocurrió un día
mientras Winston jugaba con sus 1500 soldados de juguete.
Randolph nunca pensó que su chico, gordinflón y poco atractivo,
tuviera madera de político o abogado.
Pero cuando vio a Winston alineando su infantería y caballería así,
se preguntó si no le gustaría ser soldado.
Y realmente con eso bastó.
Toda la vida de Winston serían batallas, con un arma,
una pluma y su voz.
Tomaría la espada rota de su padre y llevaría de nuevo
a la gloria al nombre de Churchill.
Así que Winston se metió de lleno en el fragor de la batalla.
India, África, donde se les ocurra, allí estaba él,
aunque tuviera que irrumpir en la historia sin invitación,
utilizando sus contactos familiares y pagando para llegar a la acción.
Y además de atiborrarse de batallas, Winston empezó a devorar.. historia.
Fue durante las sombras del mediodía de Bangalore
cuando la historia se convirtió
en la religión personal de Churchill,
la musa que inflamaba todo lo que hacía, su política,
discursos y gritos de guerra.
Leerla, escribirla y hacerla,
eran inseparables en la personalidad que se iba revelando:
ardiente, impetuoso, y apasionado.
Y fue en el imperio cuando Winston empezó a escribir.
Libros, cartas, partes para periódicos. Y ¡qué historias!
Le ayudó, por supuesto, que no tenía vergüenza social
ni temía por su físico.
Ahí estaba, un gordito de metro setenta,
inventándose vibrantes historias.
Sabía como salir en los titulares y cómo exprimirlos.
Pero Winston no era sólo un entusiasta de sí mismo.
Toda su vida creyó en la grandeza y bondad del Imperio Británico.
Pero no sabía apenas nada de lo que hacía
realmente funcionar el imperio: el dinero.
Ya que mientras Churchill tarareaba el estribillo
de "El camino a Mandalay",
Richard Blair, el padre de George Orwell, estaba de hecho en él,
haciendo dinero con el té, la teca, y no menos, los narcóticos.
Blair trabajaba para el Departamento del Opio del Raj.
Su trabajo era supervisar la producción de amapolas
y su exportación a Shanghai,
asegurándose en nombre del imperio que el hábito de los chinos
nunca se quedara sin suministros.
En 1903, la mujer de Richard, Ida, dio a luz a un hijo, Eric.
Más tarde sería conocido como George Orwell.
Un año más tarde, Ida se llevó a Eric
y a su hermana mayor de vuelta a Inglaterra,
mientras Richard se quedaba atrás en Birmania.
Su hogar era el 17 de Vicarage Road, en Henley-on-Thames.
Nostálgico, de clase media, suburbano.
Puede que Winston Churchill estuviera en lo más alto de la clase dirigente
y Eric Blair en lo más bajo,
pero estaban conectados por el rito de iniciación obligatorio
para todos los niños destinados a gobernar el imperio:
el exilio en un pupilato.
Poco después en St Cyprian, empecé a mojar la cama.
Hoy en día creo que mojar la cama en
esas circunstancias se da por sentado.
Es la reacción normal en niños
a los que se saca de sus hogares para llevarles a un lugar extraño.
Sin embargo, en aquellos días, se consideraba un crimen repugnante
que el niño cometía a propósito y para el que la cura adecuada
era una paliza.
Noche tras noche rezaba con un fervor
que nunca antes había alcanzado en mis oraciones,
"Por favor Dios, no me dejes mojar la cama."
Por favor Dios, no me dejes mojar la cama."
Puede que St Cyprian no fuera el sádico gulag tradicionalista
que George Orwell describió durante 40 años,
pero no hay duda que ése fue su aprendizaje
del desprecio por los rituales del Imperio.
Las clases de historia las rechazaba como condicionamiento sin sentido.
Orgías de fechas, con los niños más entusiastas saltando en sus bancos
ávidos por gritar las respuestas correctas.
Y al mismo tiempo, sin sentir el más mínimo interés
en el significado
de los misteriosos eventos a los que se referían.
Los tormentos y azotes, los cuencos con los bordes
cubiertos de avena del día anterior,
la zambullida matinal en en un baño viscoso,
dejaron de por vida en Eric con un odio eterno a la suciedad
y rechazo visceral al falso espíritu de servicio
por el que estos niños se supone que debían sufrir estos bautismos.
Si eras rico, todo este calvario era una prueba de fuego,
una especia de tarjeta de admisión a la clase dirigente.
Pero Eric no era ni rico ni parte de la clase alta.
Se llevaba los azotes sin la promesa de los beneficios extra.
Su arma contra ellos fue un aire de malintencionada indiferencia,
y cuando vino aquí a Eton, refinó esa despreocupación
dándole forma de arte.
Si a Blair se le nombraba corneta para los cadetes,
aparecía con su insignia ladeada.
Si Blair recitaba poesía, era el "Club de los Suicidas" de Stevenson.
Mejor aún, simplemente se quedaba ahí de pie, sardónico y callado.
Winston Churchill nunca le vio motivo al silencio.
Estaba borracho de palabras y quería que todos compartieran su ebriedad.
Cuando dejó el imperio en 1900 para volver a casa,
desafió el pesimismo de su padre al meterse en política.
Y cuando descubrió que tenía un pico de oro,
dejó que su elocuencia se desatara,
escribiendo y ensayando sus líneas como si fuera un gran actor
del teatro eduardiano.
Al contrario de muchos políticos,
Churchill no aprendió el arte del discurso público
hablando en clubes de debate de clase alta.
Llegó a la maestría como orador aquí,
en el norte industrial, subido en cajones,
en el techo de autobuses, en salas de música,
donde realmente había que ganarse los vítores.
El activismo incontenible de Winston
hacía imposible que siguiera siendo un Tory.
Cuando se cambió a los Liberales en 1904,
el partido estaba martillando alegremente los clavos
del ataúd de la Inglaterra victoriana.
Normalmente no vemos a Churchill como un radical,
pero de su fértil mente surgieron todo tipo de reformas sociales.
Seguros para los desempleados y ayuda para encontrar nuevo empleo,
limpieza de fábricas.
Pero el radicalismo de Churchill muy a menudo era el subalterno
de su estudiado egoísmo.
Como Ministro del Interior, estaba demasiado ansioso
por tratar la política como batallas,
un poco demasiado rápido con el gatillo,
enviando soldados contra huelguistas,
o tratando a las sufragistas como prisioneras de guerra.
Tenía sentido pues, utilizar esta ardorosa beligerancia
donde sirviera de algo.
A los 36 años Churchill fue nombrado Primer Lord del Almirantazgo.
Tres años más tarde, el mundo estaba en guerra.
- Gallipoli 1915 - 52.000 soldados aliados mueren en Turquía.
Un fiasco sangriento, y una expedición
promovida por Winston Churchill.
De la noche a la mañana, Churchill
pasó de ser la estrella fugaz del gobierno de la guerra
a ser un meteorito quemado.
Acusado, de forma no totalmente justa,
de temeridad e incompetencia,
los Tories se cobraron su traición echándole de su cargo.
Dolido por la humillación y torturado por la culpa
de su parte en la masacre de Galipoli,
Churchill sucumbió a una de sus melancólicas depresiones.
En Dios confían, joven campesino,
al arar la llanura...
Churchill cumplió su penitencia en las trincheras de Flandes,
utilizando sus antiguos contactos en el ejército,
para que un político pudiera degradarse a soldado.
El 23 de noviembre de 1915, escribió a su mujer Clemmie.
Querida, terminaron nuestras primeras 48 horas en las trincheras.
Pasé la mañana en un baño caliente que armamos con alguna dificultad.
Mugre y basura por todas partes.
Tumbas construidas en las defensas y esparcidas por ahí promiscuamente.
Pies y ropa hundiéndose en el suelo.
En la brillante luz de la luna ejércitos de ratas enormes
se mueven y se deslizan entre nuestros eternos compañeros:
rifles y ametralladoras.
La vida en el frente fue una expiación para Churchill.
Había cumplido su pena.
Ahora podía mirar a los soldados y a la Cámara de los Comunes
a los ojos de nuevo.
Eric Blair era demasiado joven para las trincheras,
pero estando en Eton hizo su parte escribiendo
malos poemas de reclutamiento.
Al terminar la guerra, puede que se sintiera culpable,
como muchos de su generación,
culpables por perderse la matanza.
El siguiente paso después de Eton debería haber sido Oxford.
Pero como Churchill, su destino fue decidido
por un prematuro veredicto de estupidez.
Su padre creía que era demasiado corto para que le dieran una beca.
Y aunque Eric hubiera tenido la oportunidad es probable
que la hubiera rechazado
el fácil camino pavimentado con dinero hacia el privilegio.
En vez de eso, salió para las colonias.
Sin embargo, no hay signo que Eric pensara de que se la habían jugado.
Puede que compartiera algo del idealismo
de Churchill sobre el imperio benévolo.
Cinco años en la policía de Birmania,
tal vez la rama más ingrata de todo el servicio colonial,
le curaron bien de eso.
Haciendo su trabajo lo más eficientemente que pudo,
cazando a pequeños delincuentes,
mirando hacia otro lado cuando se les golpeaba,
vestía su poder como un cilicio.
Él sabía que los birmanos que pillaba y encarcelaba,
no se creían criminales,
sino víctimas de conquistadores extranjeros.
Por todo el imperio, había hombres que odiaban
su parte en el imperio tanto como él,
pero estaban atrapados en una conspiración de silencio,
o cobardía, o aquiescencia.
Un incidente más que ningún otro
le hizo sentir su encarcelamiento imperial.
Un elefante había roto sus cadenas y causado estragos en un bazar local.
Blair tomó su rifle.
- ¿Llamo a los cazadores? - No, no despiertes a nadie.
Lo intentaré yo mismo.
Cuando encontró al animal,
metiéndose hierba y brotes de bambú en la boca pacíficamente,
era obvio que no había razón para matarlo,
excepto la expectación de la enorme multitud.
Sentí sus dos mil voluntades empujándome de forma irresistible.
Fue en este momento, con el rifle en mis manos,
cuando comprendí por primera vez la futilidad
del dominio del hombre blanco en el este.
Allí estaba yo, el hombre blanco con su arma,
ante una multitud de nativos desarmados,
al parecer el actor principal de la obra.
Pero en realidad sólo era una marioneta absurda.
Cuando apreté el gatillo, no oí el disparo ni sentí el retroceso,
sino el diabólico rugido de júbilo que se surgió de la multitud.
En ese instante, demasiado corto para que la bala hubiera llegado,
un cambio terrible y misterioso le había sobrevenido al elefante.
Ni se movía ni se caía, pero todas las líneas
de su cuerpo estaban alteradas.
Al final, no pude soportarlo más y me fui de allí.
Oí que después le llevó media hora morir.
A menudo me preguntaba, ¿se habían dado cuenta los demás
de que sólo lo había hecho para no quedar como un idiota?
En 1927, Blair volvió a casa,
donde al oler el aire inglés se convenció
de que no podía ser parte de un sistema opresivo ni un día más.
Su hogar estaba aquí en Southwold,
una ciudad costera de Suffolk tan llena de retirados anglo-indios
que era conocida como un pequeño "Raj a la orilla del mar".
La hermana de Eric, Avril, tenía una tetería,
su madre jugaba al bridge y su padre miraba el mar.
Cuando Eric anunció a su familia que dejaba la policía birmana
para ser, nada menos, que escritor,
pueden imaginarse su horror e incredulidad.
¿Y qué era la Inglaterra a la que Eric había vuelto?
Un país que más tarde describiría como parecido a una familia:
una familia victoriana estirada
donde uno se humilla ante los parientes ricos
y se sienta de forma horrible encima de los parientes pobres;
donde los jóvenes están frustrados
y la mayor parte del poder está en manos de irresponsables
tíos y tías postradas.
Una familia, dijo, con los miembros equivocados en el poder.
Mayo de 1926, la Huelga General.
Las periódicos dejan de imprimir al dar la medianoche.
Uno de los que estaba en el poder era Winston Churchill.
Después de 20 años alejado de los Tories,
ahora había vuelto al redil como Ministro de Economía,
ocupado en aplastar la Huelga General.
Shouthwold no era exactamente un vivero de socialistas,
lo que sólo volvió a Eric más decidido
a expiar los pecados del imperio.
En un mundo en el que casi todo el mundo sabía y mantenía su lugar,
él estaba deseando dejar el suyo.
La mayoría de los que no están conformes con lo que les tocó vivir
quieren subir de rango.
Eric estaba impaciente por hundirse hasta lo más bajo posible.
Había algo casi franciscano en su zambullida en la miseria.
No era sólo un renunciamiento a la respetabilidad de la clase media,
fue una calculada adopción corporal de todo
lo que repelía al maniático Eric:
mugre y olores indescriptiblemente fétidos.
Cuando vendió sus ropas y compró un equipo de vagabundo,
estaba proclamando algo, al menos a sí mismo,
que su vida como escritor empezaría sondeando las profundidades.
Fue como Santa Catalina de Siena bebiéndose un vaso de pus
para mostrar que no estaba por encima de nada que fuera humano.
Durante dos años, Blair hizo la gira de Cook de la pobreza,
exhaustivo, incansable y horripilantemente antiteatral.
En el baño de un asilo de mala muerte especialmente horrible,
finalmente la degradación le llevó a las verdades básicas de la vida.
Era una visión repugnante.
Todos los indecentes secretos de nuestra ropa interior
quedaron expuestos.
La mugre, los remiendos,
los trozos de cuerda haciendo la función de botones
y la multitud de capas superpuestas de prendas fragmentarias,
algunas de ellas meras colecciones de agujeros
sujetados por la suciedad.
La habitación se convirtió en un montón de desnudez humeante,
en la que los olores sudorosos de los vagabundos
competían con el enfermizo hedor sub-fecal propio de la casa.
No tenía por qué haberlo hecho, él no era tan duro.
Pero nada en Blair era de segunda mano,
e igual ocurría con Churchill.
Ambos eran hombres de acción, no mirones.
En las trincheras o en los asilos
necesitaban vivir lo que después contaban.
En 1933, Eric Blair publicó su primer libro,
"Arruinado en Paris y Londres",
pero el nombre en la portada no era Blair,
sino George Orwell, un seudónimo.
No había nombre más monárquico que el nombre del rey, George,
y Orwell, un río de Suffolk que le conectaba al paisaje inglés.
Pero el paisaje a través del que George Orwell viajaría
no estaba compuesto por setos y pajares,
sino de barrios pobres y fábricas.
En los años de la depresión,
Orwell y Churchill estaban en lados opuestos de las barricadas.
Orwell le había declarado la guerra al Imperio,
y Churchill estaba obsesionado con defenderlo hasta el final.
Nuestro mito era que el Imperio Británico
se fundamentaba en los campos de Eton.
Pero Orwell había estado allí y sabía que no era así.
Sabía que el Imperio Británico se basaaba en los campos de carbón
Los alemanes y los americanos podían jugar
con sus productos químicos y eléctricos,
pero nuestros cimientos eran el coque y la escoria de carbón.
Pero entonces, en los años 30, los cimientos se desmoronaron.
La demanda exterior se desplomó, se cerraron minas,
ciudades enteras tosieron y murieron.
A esto es a lo que la historia británica,
la grandiosa épica del imperio,
había quedado finalmente reducida, del Jarrow del Venerable Bede
al Jarrow de las marchas por el hambre.
Nunca había estado el país tan amargamente dividido.
En el sur se construían maquetas de pueblos con minas en miniatura,
granjas en miniatura y grupos de campesinos en miniatura
subiendo por una colina.
En Gales, Escocia y el norte de Inglaterra,
esa colina hubiera sido un escorial,
y no hubieran sido campesinos,
sino hombres desesperados buscando residuos de carbón
con sus manos desnudas.
Orwell, que amaba el campo con una pasión
casi salvaje y nada sentimental,
se dirigió ahora hacia este inframundo,
la oscura sombra en los pulmones de Bretaña.
Cuando su editor le pidió que escribiera un libro
sobre la vida en el norte industrial,
Orwell aprovechó la oportunidad y emprendió el camino a Wigan Pier.
Encontró una ciudad quebrada por la depresión,
envuelta en una mugre que lo mancillaba todo.
Huellas de dedos negras en el pan que su casero le cortaba,
una segunda piel de hollín cuando bajaba a la mina.
Y si estar parado en Wigan era un infierno,
tener trabajo era el purgatorio.
Había que levantarse a las 3h 45m de la mañana,
gatear medio desnudo por túneles de metro y medio de alto,
a veces durante kilómetros;
según Orwell, tanto como ir del Puente de Londres a Oxford Circus.
Cuando no estaba en las minas, Orwell estaba aquí
en la Biblioteca Pública de Wigan.
Aquí está su nombre en el libro de visitas: E. A. Blair,
Warrington Lane 72, Wigan.
Estaba investigando sobre la batalla de los mineros
por conseguir salir adelante.
Salarios, alquileres y precios.
"El camino a Wigan Pier" recibió muchas críticas
en su día tanto de la derecha como la izquierda.
Los conservadores, por supuesto, pensaban que era un pedazo
de bazofia bolchevique,
pero los intelectuales socialistas lo atacaron
por ser demasiado desalentador y pesimista,
mostrando una imagen de la clase trabajadora rota por la pobreza
en vez de como indestructibles héroes proletarios.
Nada de esto evitó que "El Camino a Wigan Pier"
fuera un éxito de ventas espectacular.
¿Por qué? Orwell descartó escribir el típico
ensayo tomando una posición política.
En vez de eso escribió una verdadera obra de literatura.
Cuando uno le sigue por el interior de las minas asfixiadas por hollín
o la gélida humedad de las casas de los trabajadores,
uno sabe que está en la compañía del Dickens de la Depresión,
alguien que puede hacernos oír, ver y sentir
la realidad física de un mundo duro en tiempos difíciles.
En realidad uno no quiere mirar, pero no puede apartar la mirada.
Una noche, en Barnsley, Orwell fue a escuchar como Oswald Mosley
alababa la Italia fascista y la Alemania de Hitler.
Para su espanto, el público compuesto por trabajadores,
que había empezado con abucheos,
acabó vitoreándole.
Se avecinaba una pelea y tanto al Primer Ministro Tory,
Stanley Baldwin,
como a su Canciller, Neville Chamberlain,
les faltaban agallas como para sumarse a ella.
¿Cuál fue su mensaje?
No perturben nuestra paz, o sino, por favor,
llévense sus asuntos a otro sitio
y déjennos seguir arreglando el jardín.
Este es el Servicio Local de la BBC.
Hola a todos, niños.
Esa es una de las voces más familiares...
Su visión de Bretaña era la de un pequeño mundo
metido en sí mismo.
Europa estaba allí lejos, lleno de continentales indeseables
haciéndose cosas horribles unos a otros.
Sin duda todo muy lamentable, pero asunto suyo, no nuestro.
Pero el mundo se estaba poniendo muy feo.
El fascismo se extendía por Europa.
Una inmensa nube se cernía sobre el país de los jardines.
Era el momento de elegir.
Orwell eligió. En diciembre de 1936 partió para España.
Excéntricamente equipado con una larga
bufanda de lana y un pasamontañas adaptado,
el inglés larguirucho del pelo lacio se puso a instruir
a reclutas antifascistas.
Después de todo, su formación en la policía birmana
le iba a servir de algo.
Pero después de cuatro meses en el frente, Orwell,
blanco fácil con sus casi dos metros,
recibió una bala en el cuello.
Aunque sobrevivió físicamente, su idealismo no lo hizo.
Había visto de primera mano como sus
camaradas habían sido brutalmente aplastados,
no sólo por Franco sino también por los comunistas.
El calvario de España le enseñó a odiar
el comunismo, especialmente la versión de Stalin.
Orwell ansiaba una revolución social británica de fabricación propia
y estaba cansado de oír a la gente excusar a Stalin,
todos esos comisarios de cafetería dispuestos a perdonarle lo que fuera
sólo porque no era Hitler,
por todo ello decidió escribir la verdadera historia
de la Revolución Bolchevique.
Y decidió revisar en profundidad esa vieja
forma literaria: la fábula de animales.
A mi vuelta de España, pensaba en desenmascarar el mito soviético
en una historia que casi cualquiera pudiera entender.
Sin embargo, los detalles concretos de la historia
no se me ocurrieron por un tiempo,
hasta que vi a un niño conduciendo
un caballo enorme por un estrecho camino,
azotándole cada vez que intentaba darse la vuelta.
Se me ocurrió que si animales así fueran conscientes de su fuerza,
no tendríamos ningún poder sobre ellos.
"Rebelión en la Granja" tardaría aún seis años en escribirse,
pero ya Orwell estaba empezando a reinventar
el arte de la literatura política.
Mientras atendía a sus cabras y pollos
en su gélida casa de campo de Hertfordshire,
luchando contra los tempranos signos de la tuberculosis,
empezó a purgar la lengua
del pomposo discurso de la izquierda oficial
y del nauseabundo sentimentalismo de la derecha romántica.
Mientras Orwell daba forma a su mini-granja,
Churchill acechaba inquieto en los alrededores
de su ruinosamente cara mansión de Kent,
meditando al igual que Orwell sobre la fealdad de la dictadura.
Por años, Churchill era considerado en su propio partido
como una vieja gloria del pasado,
dedicado a causas perdidas como mantener la India
lejos de las manos de los indios.
Así que en vez de a la política, Churchill volvió a la escritura.
Y mientras escribía - miles de páginas
sobre su antepasado, el Duque de Marlborough,
otros miles más sobre "La Historia de los Pueblos de Habla Inglesa",
acompañado de las generaciones desaparecidas
que habían hecho frente a invasiones antes -
las convicciones de Churchill sobre que había que hacer, se afianzaron.
Primero, los inglesitos, atrapados en su
mundo de ensueño de caballos y cacerías,
tenían que darse cuenta de que, les gustara o no,
Bretaña compartiría el destino de Europa.
Algunos dicen,
"Ignoremos a la Europa Continental, dejémosles con sus odios y armas"
"que se cuezan en su propio guiso, que libren sus propias batallas."
Habría mucho que decir en favor de este plan
si hubiera manera de desprender las Islas Británicas
de sus rocosos cimientos
y remolcarlos 5.000 kilómetros a través del Océano Atlántico.
Y yo no conozco ninguna manera en que esto pueda hacerse.
Churchill guardaba su mayor desdén para los apaciguadores,
hombres como Neville Chamberlain, que de verdad creía
que Hitler y los Nazis
eran hombres razonables con reivindicaciones razonables
sobre la manera en que Alemania había sido tratada tras la última guerra,
y que no irían más allá de demandas razonables.
Los apaciguadores, pensaba Churchill eran hombres que imaginaban
que uno podía satisfacer a un lobo hambriento dándole una o dos ovejas,
con la esperanza de que cuando fuera tu turno,
el lobo estaría lleno.
En 1938, Hitler, que ya se había anexado Austria,
amenazaba con la guerra si no se le daba un pedazo de Checoslovaquia.
Neville Chamberlain, el nuevo Primer Ministro,
corrió a Munich para dárselo en bandeja.
He tenido otra charla con el Canciller Alemán, Herr Hitler,
y aquí está el papel que lleva su nombre junto con el mío.
Para Churchill, esto no fue sólo un acto de cobardía,
si no la mancha más profunda de nuestra larga historia,
la más vergonzante demostración
de la teoría de Hitler de que las democracias
eran por definición, débiles.
Todo ha terminado.
Callada, afligida, abandonada, rota,
Checoslovaquia se desvanece en la oscuridad.
Acabamos de presenciar un momento crucial de nuestra historia
en el que todo el equilibrio de Europa ha sido trastocado
y en el que las terribles palabras, por el momento, se han pronunciado
contra las democracias occidentales
"Pesado has sido en balanza, y fuiste hallado falto".
Cuando, a pesar de las promesas de Munich,
Hitler ocupó Praga,
Chamberlain se dio cuenta de que
a él y al país le habían tomado el pelo.
El 1 de septiembre de 1939, Hitler invadió Polonia.
Bretaña y Francia le enviaron un ultimátum a Alemania.
Esta mañana, el Embajador Británico en Berlín
le entregó una nota final al Gobierno Alemán,
afirmando que a no ser que tuviéramos noticias antes de las 11
de que estaban dispuestos inmediatamente a retirar
sus tropas de Polonia,
nuestros países estarían en guerra.
Debo comunicarles que no hemos recibido tales garantías,
y que consecuentemente, este país está en guerra con Alemania.
La voz afligida de Neville Chamberlain
anunció la guerra como si lamentara la muerte de una tía soltera.
La evacuación de niños empezó.
Nada de esto quería decir por un minuto que Chamberlain
fuera a ceder las riendas a Churchill.
Ya que aunque todas sus oscuras profecías
parecían convertirse en realidad,
la gran mayoría de su partido todavía desconfiaba de Churchill.
Pero el cambio en la opinión pública hacia él había sido tan grande,
que parecía prudente incluirle en el gobierno.
Al declararse la guerra, volvieron a nombrarle
Primer Lord del Almirantazgo.
Pero como en una reposición de Gallipoli,
su primera gran campaña acabó en desastre
cuando su intento de cortar a Alemania
sus suministros de hierro a través de Noruega
fue un horrible fracaso.
Pero de alguna manera Churchill se libró de la culpa
por el fracaso de Noruega.
Cualquiera que fuera el problema, su energía
y resolución hacían que pareciera
que al menos él hacía lo que podía.
Al lado de Neville Chamberlain, demacrado, agotado
y a la cabeza de un gobierno de vejestorios,
Churchill, aunque él era también un vejestorio,
parecía un volcán en erupción,
un enorme torrente de planes y estrategias.
La confianza en Chamberlain, mientras tanto,
estaba en mínimos históricos,
y el 10 de mayo de 1940, se vio obligado a dimitir.
Las semanas que siguieron fueron las más importantes
de la larga historia de Bretaña.
Había dos vitales cuestiones en juego:
¿quién sucedería a Chamberlain como Primer Ministro,
y cómo se ocuparía de la máquina de guerra nazi?
No sólo la supervivencia de nuestra independencia nacional,
sino la de la democracia occidental, dependían de la respuesta.
Dos clases de hombre, dos clases de Inglaterra,
estaban en la carrera por liderar el país.
En el hombre que todos esperaban que fuera el sucesor, Lord Halifax,
estaba la Inglaterra de las provincias: sólido, sensato,
razonable y una cabeza fría.
Y por otro lado estaba Winston, que no era nada de esto.
Pero en la mejor decisión de su vida, Halifax rechazó el trabajo.
En el fondo sabía que él no podía ser un líder de guerra.
Winston había visto la cara de la batalla,
Halifax sólo había cazado zorros.
El viernes, 10 de mayo, Churchill fue al Palacio
y emergió como Primer Ministro.
El mismo día llegaron noticias de que Bélgica
y Holanda habían sido invadidas.
Entonces, evidentemente, todos sabemos que su "momento cumbre"
estaba esperándole al acecho.
Pero nadie lo sabía entonces, no en los crueles días de mayo de 1940,
cuando Bretaña estuvo, más cerca que nunca en su historia,
de ser aplastada.
Bélgica y Holanda habían caído, y Francia
seguiría pronto el mismo camino.
Un cuarto de millón de soldados británicos
estaban atrapados en el norte de Francia
sin apenas esperanza de poder salir a salvo.
Ni los Estados Unidos ni la Unión Soviética
iban a salir en nuestro rescate,
y casi nadie que realmente importara
creía que podíamos de algún modo salir de esta
pesadilla militar solos.
Afrontando la catástrofe, Churchill fue a la Cámara de los Comunes
e hizo un corto discurso, impactante
por su claridad, y desafiante en su optimismo.
Le diré a esta Cámara lo mismo que les he dicho
a los miembros del Gobierno,
No tengo nada que ofrecer sino sangre, trabajo,lágrimas y sudor.
Tenemos ante nosotros un calvario de lo más doloroso.
Tenemos ante nosotros muchos, muchos
y largos meses de lucha y sufrimiento.
Me preguntan cuál es nuestra política.
Les diré que es batallar por mar,
tierra y aire con toda nuestro poder,
con toda la fuerza que Dios pueda darnos.
Batallar contra una monstruosa tiranía
nunca superada en el oscuro catálogo del crimen humano.
Ésa es nuestra política.
Me preguntan cuál es nuestro objetivo.
Puedo responder con una palabra: victoria.
Victoria a cualquier coste.
Victoria a pesar de todo el terror.
Victoria por muy largo y duro que sea el camino.
Ya que sin victoria no hay supervivencia.
Nos gustaría pensar en éste como en un momento de transformación.
La entrada del gran príncipe luciendo su oxidada armadura,
uniendo a un país inseguro.
Pero la verdad era muy diferente.
Los militares asumían que Churchill
pronto tendría que comer sus palabras muy pronto.
Los funcionarios, que siempre habían odiado su grandilocuencia,
entornaban los ojos ante otra actuación teatral más.
Y los políticos, hombres como Halifax,
creían que Churchill tendría que cambiar
palabrería sentimental por dura realidad.
Era el momento, pensaba Halifax, de hacer un pacto con Alemania.
Pero Churchill no quiso saber del asunto.
En las últimas dos semanas de mayo
en las que no se dejó ver en público,
libró la campaña más desesperada e importante de toda su vida
para evitar que Bretaña se arrodillara ante Hitler.
La batalla por Bretaña empezó entonces,
no en los cielos contra la Luftwaffe,
sino tras las puertas cerradas de la Sala del Gabinete de Guerra.
El combate lo libraron Halifax y Churchill,
dos hombres con ideas muy diferentes de cómo salvar al país.
En sus memorias, Halifax escribió
que fue dando un idílico paseo por su finca en Yorkshire
cuando comprendió finalmente el verdadero horror
de una invasión alemana.
El mero pensamiento, dijo, de una bota militar
abriéndose camino en este paisaje,
ese verdadero fragmento de la Inglaterra inmortal,
era un insulto y una indignidad.
Churchill habría estado de acuerdo.
Pero Churchill no luchaba por el Valle del York
ni por un sueño irreal de la Inglaterra rural.
Luchaba por Bretaña entendida como un trozo de geografía,
por lo que él creía que significaba ser británico,
y ese significado era una idea,
la preciosa idea de que habíamos dado al mundo
libertad y el gobierno de la ley.
Sin ella, soportar una existencia con el permiso del Führer,
todo lo que tendríamos sería una burla de Bretaña
indigna ni de su nombre,
ni de nuestra larga historia.
Muchísimo mejor morir luchando que vivir
con la vergüenza de ser un estado esclavo.
Cuando Churchill dijo todo esto al Gabinete al completo el 28 de mayo,
no fue recibido con educados asentimientos
sino con puñetazos sobre la mesa.
No iba a haber un Vichy británico,
y en ese momento, él supo que el pueblo británico le apoyaba.
En sus memorias, Churchill nunca asumió realmente
lo cerca del desastre que este episodio había estado,
y sin embargo fue su rechazo a aceptar
la conquista de Europa por los nazis
lo que marcó la diferencia entre la rendición y la supervivencia.
Todas las cualidades que le hacían en general tan insoportable -
su testarudez, su bajo punto de ebullición,
su fe romántica en la historia británica -
eran ahora, en los oscuros días de mayo,
exactamente lo que el país necesitaba.
En los días que siguieron, Churchill supo que,
contra todas las predicciones,
un cuarto de millón de soldados británicos
habían sido evacuados de Dunquerque
en mil pequeños barcos,
el núcleo del ejército que volvería casi exactamente 4 años después.
Su discurso, retransmitido al país
unos pocos días después, en Junio de 1940,
que según un parlamentario, "valió más que mil rifles
y que los discursos de mil años."
Iremos hasta el final.
Lucharemos en Francia, lucharemos en los mares y en los océanos,
y lucharemos con cada vez más confianza
y cada vez más fuerza en el aire.
Defenderemos nuestra isla a cualquier costo que sea.
Lucharemos en las playas,
lucharemos en las pistas de aterrizaje,
lucharemos en los campos y en las calles.
Lucharemos en las colinas.
Nunca nos rendiremos.
Este tipo de resistencia infatigable fue por lo que George Orwell,
a pesar de toda su desconfianza del conservadurismo de Churchill,
se sintió tan aliviado de que al fin
Bretaña tuviera un líder que se daba cuenta
de que, como escribió, "las guerras se ganan luchando".
Aunque el socialista y el viejo aristócrata
eran totalmente diferentes,
aunque uno amaba el imperio y el otro lo detestaba,
ambos entendieron que esas diferencias no significaban nada
comparado con lo que les separaba sea de los nazis
o de los derrotistas.
La tuberculosis de Orwell a esta altura
estaba sin diagnosticarse todavía en ese momento,
pero sus ataques de tos fueron suficiente para que su reclutamiento
fuera rechazado.
En vez de eso, radiaba propaganda para la BBC
y servía como sargento de la Guardia Local.
Durante el Blitz, ahí estaban ambos,
en el centro de la acción, atraídos como niños pequeños por el peligro.
Alguien dijo que Orwell se sentía en casa
entre las bombas, la valentía y el peligro.
Churchill se suponía que debía dormir en algún sitio seguro,
como el Gabinete de Guerra,
pero para horror de su personal,
seguía volviendo a dormir al 10 de Downing Street.
Algunas veces subía al tejado para ver los "fuegos artificiales".
Churchill y Orwell tenían en mente una visión
de la historia británica por la que luchaban,
pero eran visiones muy diferentes.
La de Churchill era más como una obra histórica de Shakespeare,
con su líder de guerra deambulando de noche por el campamento,
embriagándose del afecto de la gente corriente.
George Orwell miraba a su alrededor a los millones de héroes ordinarios,
vigilantes de ataques aéreos, el Servicio de Mujeres Voluntarias,
y veía a los verdaderos herederos de Cromwell,
los Niveladores y los Cartistas.
La gente trabajadora de Bretaña no se enfrentaba a la Luftwaffe
para hacer una nación libre para gente como Lord Halifax
y los demás terratenientes,
sino para crear una nación que finalmente
ayudaría a los mineros de Wigan,
y a millones como ellos, a tener una vida decente.
El problema era la manera en que había que ganar esa guerra,
no por el ejército popular de la vieja Inglaterra,
sino por el ejército popular de los Estados Unidos y la Unión Soviética.
En el fondo de sus entrañas,
a Churchill no le alegraba esto más que a Orwell,
pero si ser el socio menor de América era el precio a pagar
por la victoria sobre el fascismo, pues que así fuera.
En cualquier caso, Churchill era menos antiamericano que Orwell.
Le gustaba la actitud campechana de América
tanto como a Orwell le disgustaba.
Para Churchill, la democracia era una cosa expansiva y transatlántica.
Para Orwell, la democracia al estilo americano
era sólo una forma de capitalismo carnívoro.
Para Bretaña, cuando terminó la guerra, una cosa estaba clara,
si la guerra había significado morir juntos,
la paz iba a significar vivir juntos,
no en los suburbios británicos, sino en un país donde todos
tuvieran una oportunidad de luchar.
Los periódicos llevan la asombrosa noticia a un público estupefacto.
Seamos claros, ¿quién iba a imaginar semejante resultado?
Los laboristas barren en las elecciones.
En las elecciones generales, Churchill
recibió el agradecimiento de la nación
en forma de tremenda derrota.
Los laboristas subieron al poder
con la obligación imperativa de hacer reformas.
La prensa socialista saludó el triunfo
como la llegada de una Nueva Jerusalén.
Pero en vez de unirse a los coros de Aleluya,
Orwell, como Churchill, estaba muy preocupado
por un nuevo orden mundial
donde seríamos esclavos de otra manera.
Desde Szczecin en el Báltico a Trieste en el Adriático,
un Cortina de Acero ha descendido a lo ancho del continente.
Tras esa línea están todas las capitales...
... Feroes, Fair Isle, Bailey, Hébridas, Cromarty,
Forties, Forth, Tyne, Dogger.
Vientos moderados, variables,
principalmente del oeste, rolando gradualmente...
Para despejar su cabeza del zumbido del Londres de posguerra,
Orwell se fue lo más lejos que pudo sin por ello dejar Bretaña,
al borde mismo del reino, la isla Hébrida de Jura.
Sin electricidad, sin teléfono,
correo dos veces a la semana... quizás.
Y fue aquí, en la cabaña más remota que pudo encontrar,
escribiendo en la cama con la máquina sobre las rodillas,
sabiendo que no le quedaba mucho por vivir,
que Orwell se concentró en lo que más le importaba a él, y a Bretaña:
el futuro de la libertad en la era de las superpotencias.
Mientras Churchill profería sus sombrías advertencias,
Orwell creaba un Winston ordinario: Winston Smith.
Era el año 1948.
... El único amor es por el Gran Hermano.
La única risa, es por el triunfo sobre un enemigo derrotado.
Nada de arte, ni ciencia, ni literatura, ni diversión.
Sino únicamente y siempre, Winston, existirá la excitación por el poder
Para tener una visión del futuro,
imagínate una bota pisoteando una cara humana... para siempre.
Cuando pensamos en "1984" la mayoría pensamos
en la tiranía de la monotonía
y de la obediencia en masa gobernada por un Gran Hermano,
un mundo al revés de palabras con doblez
donde guerra es paz y las mentiras, verdades.
Pero la última obra maestra de Orwell alcanza mayor poder y lirismo
cuando describe la resistencia de Winston a la dictadura,
una guerra de guerrillas librada no con armas y barricadas,
sino literalmente tomando las libertades,
reclamando los placeres humanos ordinarios:
un paseo por el campo, un acto de amor
o el sonido de una vieja canción infantil.
Winston Smith hacía todas estas cosas prohibidas,
impulsado por un tenue recuerdo de un tiempo
en el que todo esto era absolutamente normal.
El último refugio de la libertad contra el Gran Hermano es la memoria.
El mayor horror de "1984" es el intento
del dictador de borrar la historia.
Churchill y Orwell compartían esta devoción romántica por el pasado,
el convencimiento de que era el protector de la libertad
en una era dictada por burócratas y comités.
Esto era lo que convertía al aristócrata y al socialista,
si uno lo piensa bien, una pareja imposible,
en los más inverosímiles aliados.
George Orwell murió en 1950. Tenía 46 años.
Lo último que publicó fue sobre Winston Churchill,
una crítica a sus memorias, "Su Momento Cumbre".
Aunque uno esperaría que le disgustaran
los relatos de guerra heroicos de Churchill,
otorga al libro el mayor cumplido en el que uno pueda pensar,
que se lea como la obra de un ser humano, no una figura pública.
Y fue el veredicto compartido por los miles
que llenaron las calles de Londres
cuando Churchill finalmente murió en 1965.
Pero, cuando importó, ni Churchill ni Orwell
siguieron las predecibles instrucciones del partido.
Lo más importante era su creencia compartida
de que si Bretaña iba a tener un futuro diferenciado
en la era de los superestados,
debía mantener la fe en las mejores tradiciones de su larga historia,
la historia que unía la justicia social
con la libertad a cualquier costo.
Pero la historia nunca debería confundirse con la nostalgia.
Se escribe, no para reverenciar a los muertos
sino para inspirar a los vivos.
Es la cultura que circula por nuestras venas,
el secreto de quiénes somos,
y nos dice que dejemos ir el pasado al tiempo que lo honramos,
lamentando lo que debe lamentarse, y celebrando lo que debe celebrarse.
Y si al final esa historia acaba revelándose como una patriota,
no creo que ni a Churchill ni a Orwell
les hubiera importado demasiado,
y para serles sinceros, tampoco me importa a mí.