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Ruega el parto Farnaspe
presentarse ante ti.
Venga y sea escuchado.
Valerosos compañeros, vosotros me ofrecéis un imperio
sostenido no menos con vuestra sangre que con la mía,
y no sé cómo
habría de recoger yo solo todo el fruto de los comunes desvelos.
En el día en que Roma adora en ti a su César,
del augusto rostro del que depende el destino de tantos reinos,
dirige una mirada al príncipe Farnaspe. El fue tu enemigo;
ahora depone sus iras a los pies del César,
y jura obediencia y fidelidad.
(No es necesaria, Farnaspe, tanta vileza.)
Roma es la madre común de todos los pueblos,
y en su seno acoge a todo el que desea formar parte de ella.
Honra a los amigos, perdona a los vencidos, y, con virtud sublime,
exalta a los oprimidos y oprime a los soberbios.
(¡Qué orgullo insufrible!)
Un gesto acostumbrado de la virtud romana vengo a pedirte también yo.
Entre vuestros lazos gime prisionera la hija del rey de los partos.
¿Y bien?
Seca el llanto de su patria:
devuélvemela y acepta cuanto traigo como obsequio.
Venga el padre: la guardo para él,
y, entretanto, nosotros nos ocuparemos de ella.
Tras el fatal conflicto, desconocemos la suerte de nuestro rey.
Pero si hasta tal punto está Augusto celoso de su honor,
deja que sea su prometido quien cuide de ella.
¡Cómo! ¿Está prometida Emirena?
No falta otra cosa que el sagrado rito.
(¡Oh, Dios!) Pero, ¿dónde está el prometido?
Soy yo, señor.
Príncipe, sea la hermosa prisionera árbitra de su suerte.
Ven hasta ella. Si ella continúa, como crees, amándote,
entonces... (dígase a pesar de todo)
tómala y parte.
De esos labios que te encienden con un ardor tan dulce,
depende tu suerte,
tu suerte depende
(y también mi suerte).
Me disgusta tu sufrimiento;
no me es ajeno, y siento
que la pena de tu corazón es pena del mío.
De esos labios que te encienden con un ardor tan dulce,
depende tu suerte, tu suerte depende
(y también la mía).
¿Has comprendido, Farnaspe, las palabras de Augusto?
Él, amante de Emirena, me parece estar celoso de ti,
y confía en ella.
¿Y si ella amase a mi enemigo?
Ah, con esta misma espada querría, delante de tus ojos...
No, no lo creo. Ella es mi hija.
Arrebátese de la mano del enemigo
la gran prenda que puede hacerme estremecer,
y déjese luego rienda suelta a mi furor.
Teme, orgulloso romano, la ira de Osroa.
He sido vencido, pero no oprimido,
y siempre seré el mismo ante tus maldades.
La robusta encina desprecia la furia del viento,
habituada a soportar las inclemencias de cien o más inviernos.
Y si aun así cae al suelo, alza el vuelo sobre las olas,
y con ese mismo viento sigue enfrentándose en el mar.
La robusta encina desprecia la furia del viento,
habituada a soportar las inclemencias de cien o más inviernos.
Ah, si no prevengo a Emirena con algún engaño,
estoy perdido.
César, generoso, la devuelve a Farnaspe, por más que la ame.
Y si olvida tal llama, que yo arteramente fomenté,
volverá al amor de Sabina, cuyo rostro llevo siempre en el corazón.
Dioses, ¿en qué parte se esconde Emirena?
Aquí está. Recúrrase a la argucia.
¿Es cierto, Aquilio, o soy demasiado crédula?
- ¿Ha llegado mi Farnaspe? - ¡Ojalá no fuese así!
¿Y por qué te aflige mi felicidad?
Me compadezco de tu desdicha, princesa.
¡Ah, si vieras qué furias agitan al César contra ti!
Farnaspe te reclamó a él,
le dijo que te ama, que tú lo amas;
y ha despertado en el pecho de César un frenesí de celos.
Se estremece, amenaza, jura
que en el Campidoglio, si no se ha apagado en ti la primera llama,
quiere conducirte atada a su propio carro.
Ármate de fortaleza.
Yo te enseñé a evitar tu funesto destino.
¡Pobre de mí, qué duro trance es este!
Príncipe, ¿cuáles son las facciones que adoras?
¡Oh, Dios! Son aquellas
que siempre, a mis ojos, parecen más hermosas.
(¡Constancia, corazón!)
Hermosa Emirena, observa con quién vuelvo a ti.
Sé que mi llegada te es más grata que de costumbre:
di la verdad.
¿Quién es, señor, este extranjero?
- ¿Extranjero? - ¿No lo conoces? - ¿Es que no sabes quién soy?
(¡Qué doloroso es disimular! )
No lo recuerdo.
¿Qué nuevo estilo, bella Emirena, es este de recibir a quien te adora?
- Tu Farnaspe... - ¿Tú eres Farnaspe?
Por el nombre te reconozco ahora.
Sé cuánto debe mi padre a tu valor.
Recuerdo más de una victoria tuya,
y conservo memoria de tus méritos.
Ah, vuelve mejor a olvidarte de mí.
Menos me ofende tu olvido.
¿En qué te ofendo si hablo de tus méritos, de mis obligaciones?
(¡Justos dioses, qué frialdad! Yo pierdo el juicio.)
¿Quién me engaña de vosotros?
¿Finge Emirena, o simula Farnaspe?
Se miente al amor o se miente al olvido.
Yo no soy quien te engaña.
¿Soy yo entonces?
Sé muy bien cuál es el poder
de tus miradas sobre mi corazón.
Basta una sola para debilitar
la constancia de mi alma.
Tu rostro se sonrojaría,
y tendrías remordimiento en el corazón;
yo podría engatusarme y envanecerme
con tu rubor.
Sé muy bien cuál es el poder
de tus miradas sobre mi corazón.
Basta una sola para debilitar la constancia de mi alma.
Mi prometido, mi César, mi señor,
este es el momento por el que tanto suspiré:
llegó la hora, estoy a tu lado.
Sufres de que te mire adornado por ese laurel
que cuesta a mi amor tantos suspiros.
- (¿Qué voy a decir?) - ¿No respondes?
Perdona: un grave asunto me reclama en otro lugar.
Aquilio, no lo entiendo.
Y, sin embargo, el misterio es fácil de explicar.
César está enamorado; esta es tu rival.
Emperatriz misericordiosa,
para que largamente el Cielo te conserve al César,
compadece y socorre a una infeliz.
Pues reino y prometido,
y patria y padre, todo he perdido.
Tú no eres desgraciada.
Quizá yo misma habré de mendigar de ti la piedad que me imploras.
Mi cadena...
Basta ya: déjame sola.
(¡Oh dioses, qué pena! )
Prisionera abandonada,
merezco piedad y no rigor.
Ah, agravias a tu hermoso corazón
despreciándome así.
No confíes en la suerte:
también yo nací al lado del trono;
y también tú entre cadenas
podrías suspirar un día.
Prisionera abandonada,
merezco piedad y no rigor.
Ah, agravias a tu hermoso corazón
despreciándome así.
¡Estoy llorando!
Ah, no, que mi debilidad no se revele al menos.
Pero el golpe atroz abate toda virtud.
Vengo a buscar a mi amado hasta Asia:
lo encuentro infiel, junto a la rival; al verme, se turba;
apenas me escucha y dirige sus pasos a otra parte:
¿y no debo llorar?
Ah, una roca lloraría.
Quien sufre sin llorar
ver al ser amado junto a la rival,
o no tiene corazón en el pecho,
o no conoce el amor.
Si alguna vez lo sentisteis, bellas almas enamoradas,
dad fe por mí de mi terrible dolor.
Quien sufre sin llorar
ver al ser amado junto a la rival,
o no tiene corazón en el pecho,
o no conoce el amor.
Intrépidos partos, el Cielo ha sonreído dichoso a nuestra audacia.
Volveos un momento a mirar las ruinas del palacio enemigo.
Esta sombra de venganza es, sin embargo, alivio de nuestras pérdidas.
¡Oh, cómo avanza el cercano incendio,
y cómo alza hacia el cielo nubes de humo y de cenizas!
¡Ah, ojalá estuviesen entre esos muros, que ya las llamas partas abaten y doman,
todo el Senado, el Campidoglio y Roma!
¡Osroa, mi rey!
Mira, Farnaspe.
Es mi mano la que lo ha provocado.
- ¡Dioses! ¿Y la hija? - Quién sabe:
entre esas llamas, al lado de su César,
quizá paga las penas de tus agravios.
¡Ah, Emirena, ah, mi bien!
- Escucha. ¿Y adónde vas? - A salvarla y morir.
¡Cómo! Una ingrata, que faltó a nuestra lealtad,
- que deja caer en el olvido... - Es perjura, lo sé,
pero es mi amada.
Si ese insensato se pierde, nosotros reservémonos, amigos, para otras empresas.
Dejemos las antorchas en tierra. Volved a esconderos al lugar conocido.
Y, sin embargo,
a pesar de mi furia,
siento que soy padre.
No sé, por tanto, marcharme.
Siempre me vuelvo de nuevo hacia esos muros.
Eh, no sea escuchada una vil ternura.
Ah, mas puede que ahora esté expirando la hija,
y quizá por mi nombre, moribunda, me llama.
Hija á llegase al menos a tiempo Farnaspe.
Quiero saber el destino de ellos.
¿Adónde me encamino?
¡Oh, dioses! Gente se acerca hacia aquí,
por allí crece el tumulto,
no cesa el ajetreo en toda la residencia imperial.
¡Oh, amigo! ¡Oh, hija!
¿Parto? ¿Permanezco? ¿Qué hago?
Sin salvarlos estaría perdido.
Pero ya que todo, dioses, queríais arrebatarme,
¿por qué dejarme estos débiles afectos?
En un solo instante, me hielo, me enciendo;
no temo, tengo miedo; resisto, me rindo;
decido, me arrepiento.
¡Qué instante funesto es este para mí!
¡Oh, dioses! ¿Quién aconseja a esta alma descarriada?
El amigo... la hija... el reino... la vida...
Pero el riesgo aumenta, y no hay esperanza.
En un solo instante, me hielo, me enciendo;
no temo, tengo miedo; resisto, me rindo;
decido, me arrepiento.
¡Qué instante funesto es este para mí!
¡Y nadie sabe decirme si mi prometido está a salvo!
Aquilio, ¿dónde,
- ah, dónde está el César? - Déjame, al menos, respirar.
¿Dónde se encuentra? Habla.
- Aquí está. No te enojes. - ¿Has visto a Emirena?
- Yo te busqué. - ¿Dónde está Emirena?
He ido en su busca, pero aún no he dado con ella.
¡Pobre princesa!
¿Y de ti mismo te preocupas tan poco?
¿Adónde te diriges entre nocturnos tumultos?
Descúbrase al culpable antes de confiarte.
El culpable ya ha sido descubierto. Lo conozco. Es Farnaspe;
está encadenado: ya no hay nada que temer.
- Entonces el necio... - Si no encuentro a Emirena, nada escucho.
- ¡Farnaspe! - ¡Princesa!
- ¿Tú prisionero? - ¿Tú a salvo?
A los infelices les es difícil morir.
¿Acaso eres tú el autor de esas llamas?
- No, pero así se cree. - ¿Por qué?
Porque soy parto, porque estoy desesperado,
porque fui atrapado entre esos muros.
- ¿Y a qué viniste? - A salvarte y a morir.
Quizás obtuve del Cielo el último don,
pero no la suerte
de que debas tu vida a mi muerte.
Déjame llorar sola en mi dolor desesperado,
bárbaro, in justo destino.
Desdichada, ¿qué va a ser de mí?
¿Cómo podré resistir tan cruel tormento?
¡Desalmado, mi bien, tirano!
Quiero morir contigo.
Déjame llorar sola en mi dolor desesperado,
bárbaro, in justo destino.
Desdichada, ¿qué va a ser de mí?
Oh, queridos desprecios;
oh, amables arrebatos de amor y de piedad,
que me hacéis estar seguro de su fidelidad,
y quitáis todo el peso de mis cepos.
Así de feliz, a veces,
se oye cantar también
al ruiseñor encerrado
si la fiel compañera
responde al canto, al dolor,
con que se lamenta de amor,
deseoso de libertad.
Ya no recuerda el nido, ahuyenta todo dolor del pecho,
y el dulce y antiguo afecto sólo expresando está.
Así de feliz, a veces,
se oye cantar también
al ruiseñor encerrado,
que se lamenta de amor con su canto...
...deseoso de libertad.
¿Estoy bien? ¿Qué pinta tengo?
Eh, ¿qué te parece?
Parezco justo un amorcillo
trasformado en campesino,
¿no es cierto, no es cierto?
Eh, lo creo. No hace falta que lo jures.
Pero dejémonos de bromas.
Fulvia mía, hoy, por aquí, debe pasar ese ladrón,
que con ropas de mujer polaca,
se hace llamar Baldracca,
ese que, robando a mi hermano, intentó quitarle la vida;
ahora yo,
para que no me reconozca,
me he vestido de campesino y finjo sexo y manera de hablar,
y tú hazte pasar por mi hermana.
Con estas joyas y estas cadenas de oro falsas,
serás el anzuelo para pillarlo in fraganti;
los amigos ya están listos esperando mi señal.
Pero si no me equivoco,
veo al bribón venir hacia nosotras;
fin jamos estar dormidas.
Con una pobre polaca,
con Baldracca, buena gente,
(éste duerme y no nos oye)
tened un poco de caridad.
Duermen a pierna suelta; mejor para nosotros.
Mira a ésta cuántas cadenas de oro le adornan el cuello y el pecho.
¡Ah, qué hermosa fortuna! A ver si puedes soltar alguna.
Escucha, tenme a esta criatura que yo, pobre mujer,
tengo que irme a trabajar en este estado.
Eh, Faccenda, buen hombre, acércate con cuidado y sin hacer ruido
y suelta el nudo.
Con una pobre polaca,
tened un poco de caridad.
Idiota, bestia, holgazán, ya que has huido,
haberte llevado la cadena ya suelta.
Vuelve, vuelve de nuevo.
¿No? Pedazo de majadero,
ahora iré yo, y tú aprende a robar.
Observa un poco con qué destreza me la llevo.
Salud a vuestra señoría.
Con Baldracca,
tened, tened,
buena gente,
un poco de caridad.
¿Por qué te ríes, cara de hocico?
Ahora, si se despierta, ¡oh, qué follón!
Toma, guarda esta.
Hermana mía, aquí está.
Tened un poco de caridad.
¡Ah, ladrón! ¡Asesino! ¡Trincón!
¡Tripón! Sí que lo es, sí, señor,
un vientre preñado.
Habéis robado una cadena a mi hermana.
Os equivocáis. Estar en ayunas,
y no le he robado la cena a nadie.
¡Ah, diablos!
No he comprendido. ¿De dónde eres?
Yo soy parisién, francés, francés.
¿Cómo? ¿Tú serfrancés? ¡Me largo!
- ¿Adónde vais? - No te acerques.
Estar embarazada, miedo de francés robar mi criatura.
Venid aquí, venid aquí.
No, señor, no.
¿Qué nombre tener?
Varios nombres...
¿Jamón es tu nombre?
- Ser un nombre salado. - ¿Y el vuestro?
Mi nombre ser... ser sobrasada.
- No entiendo. - Yo no tener pan.
¡Ah, bribón, bribón! ¡Gente! ¡Gente!
Dámela a mí, Faccenda, rápido, rápido, la cadena.
¡Vamos, vamos, mis queridos compañeros!
Pobre de mí, no puedo huir;
me lo impide la tripa.
Desnudad a este viejo y a esa mujer de ahí.
¡Oh, diablos! Señor, me dejaré desnudar para obedeceros,
pero no permitáis que sea manchada por las manos de villanos indiscretos
mi virginidad, que soy doncella.
Bien, bien. Os desnudará mi hermana.
(Aquí se necesita valor.)
- ¡Ah, bribón! - Nada de acercarse: lucharé hasta morir.
¡Dadme un palo!
¡La vida, porfavor!
Cedo, cedo y me rindo.
¡Atadlo, mis fieles!
¡Oh, caso horrendo!
Pero, ¿tú quién eres, que tanto me persigues?
Soy Livietta.
Amada mía, ah, por piedad.
¡Quiero venganza!
Hermosa alma mía, ¿por qué así de desdeñosa con quien te ama fielmente?
Si te decides a venir conmigo, te haré mi esposa.
¡Yo esposa de un infame,
de un ladrón, de un asesino!
Con su permiso, entre esto y una mujer no hago diferencia si no es de modo.
- ¡Cómo! -A diario, cuando un hombre se os acerca,
¿vos no lo asesináis cortésmente?
¿Y vosotros, los hombres, por qué venís a alborotarnos la cabeza?
Sería una hermosa cosa si tuviéramos que serviros,
divertiros y entreteneros porvuestros bellos ojos,
sin buscar merced.
Una mirada nuestra, un melindre
es un favor que no tiene precio.
Quien sólo quiere mirarme
por el o jo de la cerradura
ha de hacerme un buen regalo.
Hágalo si le place: si no, que se marche en paz.
Adiós a él y a mí.
¿Y vosotros, los hombres, por qué venís a alborotarnos la cabeza?
Sería una hermosa cosa si tuviéramos que serviros,
divertiros y entreteneros porvuestros bellos ojos,
sin buscar merced.
Tienes razón, sí señor. ¿Te has calmado?
¿Calmado? Al contrario, estoy más bien encolerizada.
No sirve:
¡voy a mandarte al juez!
¡Ah, no, por caridad!
No perdáis saliva inútilmente.
Estoy decidida.
- ¡Oh, Dios! - Te quiero muerto.
Esto es lo que me da placer.
¡Pobre de mí! ¿A quién voy a recurrir?
Sí; a vosotros, a vosotros, dioses del Averno.
Proserpinas, Plutones, hidras, cerberos, esfinges,
tempestades tempestuosas,
rayos, relámpagos y truenos;
y vosotros que tenéis un palmo de cola,
funestísimos cometas.
Estrellas fijas y errantes,
lunas menguantes y llenas,
detened, detened vuestro curso
para contemplar mis trágicas escenas.
Mirad al pobre Tracollo a punto de caer en desgracia.
Ya me veo con el lazo al cuello,
ya siento cómo me ahogo.
Este es el último sollozo;
el alma ya ha llegado a la garganta,
ya se marcha,
ya se va.
Mirad al pobre Tracollo
a punto de caer en desgracia.
Ya se me acerca la muerte.
¡Qué fea es!
Mira, mira, con qué cara me amenaza,
y, de la cabeza a los pies,
me hace temblar
y estremecer.
Mirad al pobre Tracollo
a punto de caer en desgracia.
Ya me veo con el lazo al cuello,
ya siento cómo me ahogo.
Este es el último sollozo;
el alma ya ha llegado a la garganta,
ya se marcha,
ya se va.
Mirad al pobre Tracollo a punto de caer en desgracia.
En vano esperas hacerme cambiar de mi firme opinión.
Con tus ruegos, más se irrita y endurece mi corazón.
¡Ah, que bárbaro carácter! ¿No hay, pues, esperanza?
- El dado está tirado. - ¿Así lo quieres, corazón de tigre?
Voy derecho a la muerte.
Voy, voy; ¿y tendrás valor de ver a quien tanto te ama
en manos de la justicia, como un pollito estrangulado,
retorciéndose todo,
retorciéndose y palpitando?
¡Vete, vete! No tengo valor. No sé tanto ni cuánto,
en manos de la justicia,
como un pollito estrangulado, debes retorcerte,
retorcerte y palpitar.
- ¡Ay, tranquilízate! - ¡Habla al viento!
- ¡Perdóname! - ¡Qué tormento!
- ¡Vida mía! - ¡Vamos, a morir!
No hay piedad.
¡Qué martirio! ¡Qué crueldad!
- ¿Y tendrás valor? - Señor, sí.
- ¡Ay, tranquilízate! ¡Perdóname! - Señor, no.
- ¡Vida mía! - ¡Señor, no!
- ¡Qué tormento! ¡Vamos, a morir! - ¡Qué martirio! ¡Qué crueldad!
Verdaderamente eres más solícita y atenta de lo que pensaba.
Apenas apagado el incendio nocturno, y ya te encuentro en las estancias del César.
¡Oh Dios, Sabina, qué injusticia la tuya!
El amor del César no es mi culpa; es mi pena.
Me preocupa el peligro que corre Farnaspe:
esta es la inquietud que me guía hasta estos umbrales.
¿Tengo que verlo perecer así sin hablar con él?
Al final es Farnaspe a quien amo.
Vete: es seguro. Prepárate para partir.
Acudiré a la fuente mayor de los jardines imperiales con tu prometido.
Espérame allí antes de que el sol ascienda a la mitad de su curso.
Pero, ¿vendrás? Estoy tan acostumbrada a soportar el desdén del destino...
Aquí tienes mi diestra; tómala en prenda.
¡Ah, apenas cabe en esta alma tanta dicha!
¡Oh, feliz de mí! ¡Oh, generosa princesa!
Quién sabe; cuando Emirena se encuentre lejos,
quizá regrese mi prometido a su primer amor.
- Emirena, mi bien. (¡Dioses, qué di je!) - ¿Por qué huyes, Adriano?
No me niegues sólo un momento tu presencia,
y luego vuelve con tu amada, si quieres.
¿Qué quieres que yo diga si todo me confunde?
Ya veo que tienes motivos para insultarme.
Pero, ¿a qué fin?
Estaba en el campo de batalla cuando Emirena fue conducida a mi presencia.
Cuando la vi, cargada de cadenas, implorarme piedad,
bañar de llanto esta mano que su jetaba,
observarme fijamente con ojos suplicantes con gesto tan dulce...
Ah, si la hubieses contemplado a mi lado en ese trance,
yo habría sido digno de perdón también para Sabina.
Ah, esto es demasiado.
¿Dónde se oyó nunca una tiranía más cruel?
¿Éste es el premio que he merecido de ti? ¡Bárbaro!
¡Falso! ¡Perjuro! ¡Ingrato!
Sabina, has vencido.
Volveré feliz a tus lazos, seré tuyo.
- (¡Cielos! ) - ¿Qué dices? - Que he sido vencido,
que cedo, que te entrego mi corazón.
-Ah, no lo creo. - (Aquí se necesita alguna estratagema.)
- Si vuelves un día a ver a Emirena... - No la veré más.
- Pero, ¿puedes confiar en ti mismo? - Estoy decidido,
y todo se puede cuando se quiere.
A tus pies desea postrarse la afligida prisionera.
Que parta Emirena sin verme.
Aquilio, transmítele la orden.
¡Ah, qué dirás, pobre princesa!
- ¡Ah! ¿Qué dices? - Nada, señor. Me apresto a obedecerte.
Espera. Es mejor que sepa su destino de mis labios.
¿Qué hay de malo al fin y al cabo
en escucharla un momento?
Ah, ingrato, me engañas
al darme esperanza;
jurando constancia, vuelves a traicionarme.
No sabes olvidarte de la nueva llama.
Merodeas, suspiras,
vas buscándola:
lejos de ella, te sientes morir.
Ah, ingrato, me engañas
al darme esperanza;
jurando constancia, vuelves a traicionarme.
Aguanta, corazón mío.
Tu victoria, aunque no esté lejos, aún no está madura.
El amor del César, la furia de Sabina combaten por nosotros.
La lucha está en marcha; pero no conviene precipitar la empresa.
El sabio guerrero antiguo jamás se apresura a atacar.
Estudia al enemigo, aguarda su ventaja,
yjamás se deja tampoco llevar por el ardor de la ira.
Mueve la diestra, el pie, finge, avanza y retrocede
hasta que llega el momento que lo convierte en vencedor.
El sabio guerrero antiguo jamás se apresura a atacar.
Estudia al enemigo, aguarda su ventaja,
yjamás se deja tampoco llevar por el ardor de la ira.
Aquí no veo a Sabina.
Me dijo que la esperara en esta fuente, y aún no ha llegado.
-Aquí está tu prometida. - Hermosa Emirena.
¿Eres tú realmente, querido príncipe? Apenas lo creo.
- Al fin, mi bien... -Ahora no es momento de ternuras.
Conviene salvarse.
Id, amigos, seguros a vuestras costas; que la fortuna os acompañe,
que Amor os guíe.
Que brille para vosotros el luminoso fulgor de una estrella amiga;
y que os lleve a reposar al seno de las riberas amadas.
Y cambie también para mí de aspecto mi suerte,
despertando en algún pecho
ese cariño que a otro no me digno demostrar.
Que brille para vosotros el luminoso fulgor de una estrella amiga;
y que os lleve a reposar al seno de las riberas amadas.
¿Y es cierto que eres mía?
Así lo temo, y casi me parece estar soñando.
Ya no falta, prometido, para ser plenamente felices,
otra cosa que encontrar al padre.
¡Oh, cómo le alegraría volver a verme!
- ¡Detente! - ¿Por qué?
¿No oyes un estrépito de armas?
Lo oigo, pero no sabría decir dónde.
- De ese mismo camino que debemos tomar. - ¡Pobre de mí!
Desanimarse no ayuda, mi bien.
Escóndete mientras descubro las armas y cuál es su motivo.
¿Qué va a pasar? No me traicionéis, estrellas.
Vaya ahora el altivo entre las sombras a contar las glorias de su Roma.
¿Y adónde te apresuras, señor, con estas ropas?
Amigo, nos hemos vengado. La tierra se ha librado de su tirano.
- Este es el feliz acero que desangró a Adriano. - ¿Cómo?
El aborrecido romano solía
pasar oculto por esta oscura senda a la morada de Emirena.
Un secuaz suyo, cómplice del secreto, me informó de ello.
Entre estos héroes del Tíber, un traidor ha encontrado el oro.
Lo esperé en el pasaje, disfrazado de esta guisa,
hasta que pasó con el criado, y lo traspasé.
(¿Quién será ese romano? Blande una espada, y fogoso me parece.)
(Si al menos pudiera verle la cara.)
Aguarda escondido entre esta fronda. Yo volveré al momento.
Regresa enseguida, o parto solo.
Este... No. Este camino.... Sí, este eli jo.
- ¡Detente, traidor! - Dioses, ¿qué veo?
Impedid todo paso a la fuga, guardias.
- Me quedo de piedra. - (¡Ah, nos han descubierto! )
¿Te quedas atónito, ingrato, porque me ves vivo?
El silencio te acusa.
¡Ay! Sea conducido el delincuente a la cárcel más negra.
¡Deteneos! Oíd: él es inocente.
Princesa, ¿qué estás haciendo?
¡Cielos! ¿Tú de nuevo aquí con Farnaspe? ¿Y defiendes al traidor?
Él no es traidor. Entre esos árboles...
- ¡Calla! - ...se esconde el traidor,
que empuñó contra ti el acero rebelde.
(¡Oh, Dios! No sabe que él es el padre.)
Míralo, César.
Es cierto, soy yo.
¡Ah, padre!
¡El rey de los partos con atuendo romano!
¿Y cuántos sois, malvados, los que me traicionáis?
Sólo yo tengo sed de tu sangre.
Erré el golpe; pero si me dejas vivo, enmendaré el error.
¡Alma criminal! Demasiado abusas de mi sufrimiento.
Vamos, guardias, en cárcel distinta por su pena
encerrad a estos malvados.
¿También a Emirena?
Sí, también a la ingrata.
¡Ah, qué in justicia es esta!
¿Qué delito a castigar encuentras en ella?
Todos los enemigos y culpables,
todos debéis temblar:
pérfidos, lo sabéis, ¿y seguís insultándome?
¡Cómo se enfrentan bárbaramente dentro de mi alma
furia, remordimiento interno, amor y celos!
No tiene más furias el Averno para traspasarme el corazón.
Todos los enemigos y culpables, todos debéis temblar:
pérfidos, lo sabéis,
¿y seguís insultándome?
Padre... ¡Oh, Dios!
¿Con qué cara puedo llamarte padre yo, que te mato?
Ah, si por mí tú aún...
Vete,
no pongas a prueba mi firmeza.
Ah, me echas con razón. Perdón, padre;
aquí me tienes, a tus pies.
Déjame, hija.
No, no estoy enfadado; te abrazo,
te perdono. Adiós,
la parte más amada de mi alma.
¡Oh, adiós funesto!
¡Oh, amarga separación!
Ese abrazo y ese perdón,
esa mirada y ese suspiro
hacen más justo mi padecimiento,
me hacen más culpable.
Lo que fuiste para mí y lo que soy para ti
lo entiende claramente el corazón afligido,
que calibra su crimen
conforme a tu misma piedad.
Ese abrazo y ese perdón,
esa mirada y ese suspiro
hacen más justo mi padecimiento,
me hacen más culpable.
Si al menos toda mi sangre
bastase para conservar a mi rey, a mi prometida.
Amigo, fui demasiado débil.
No sigas tramando contra mi fortaleza.
Sonró jese el enemigo al verme más airado que él.
Que en la última hora
me vea caery que siga temiéndome.
El león herido de muerte siente extinguirse la vida,
observa su herida y sigue sin desalentarse.
Casi en la hora postrera, ruge, amenaza y brama,
y, a menudo, al morir hace estremecerse al cazador.
El león herido de muerte
siente extinguirse la vida,
observa su herida
y sigue sin desalentarse.
¿Y no te deshaces en llanto,
no te disuelves en suspiros, apesadumbrado corazón?
Aplastado por un dolortan grande, callas, sufres,
y no te lamentas de tu tirano destino?
¿Acaso no lo sientes?
Ah, no: este es el engaño.
Tu mismo silencio,
que te deja estupefacto, me hace estremecerme, y con razón
temo que, cesado el estupor, te aplaste de un solo golpe tu tormento.
Con rostro turbio y ***,
sin que truene el cielo,
silencioso e imponente se muestra,
sin ningún viento, el mar,
y hace que palpite el corazón en el pecho del marinero.
Oculto en medio de ese horror, avanza el ciclón;
y ese silencio es la señal de la cercana tormenta,
que van desatando los vientos encerrados en el seno del mar.
Con rostro turbio y ***,
sin que truene el cielo,
silencioso e imponente se muestra, sin ningún viento, el mar,
y hace que palpite el corazón en el pecho del marinero.
Veo que el aire se oscurece;
no se ve ni una estrella.
Se han escondido el sol, la luna.
¿Qué querrá decir? ¿Qué querrá decir?
¿Cuánto me dan, que lo adivino?
Va a llover y a tronar.
Parece que estoy cogiéndole el gusto.
No querría que, fingiendo, fingiendo, luego, como suele decirse,
me quedara chiflado.
Se requiere paciencia.
Sólo con esta astucia, podía librarme de la muerte.
Pero oigo gente. ¡Alerta! Es Livietta.
Justo a tiempo. Quien la hace, la paga.
¿Este quién es?
Me parece que es Tracollo.
El mismo.
Pero, ¿cómo con estas ropas, liberado de sus cadenas?
Ah, Marte, Marte,
- entiendo tus pensamientos, pero te equivocas. - ¿Qué dice?
O está loco, o finge.
Voy a averiguar la verdad.
¿Caballero?
¡Ah, ah! No perturbéis nuestras conversaciones
que tenemos con las estrellas. ¿Qué deseáis?
Nada, nada, señor. (Voy a seguirle la corriente.)
Venid aquí: queremos consolaros.
¿Qué os sucede? Hablad.
Pero antes de cualquier otra cosa, besad esta mano.
- Con mucho gusto. - ¿Sabéis quién soy?
- Si no me lo decís... - Soy...
Soy el Gran Chiaravalle de Milán.
¿Y qué andáis haciendo por estos lugares sombríos y solitarios?
Preparando lunarios, diarios, calendarios, elucidarios,
montañarios.
¿Y vuestro nombre, encantadora ninfa?
¡Cómo! ¿Vos no sois astrólogo?
- Sí, claro. - ¿Y no lo sabéis?
Aún no, aún no.
El pretor no pierde el tiempo en nimiedades.
Entonces voy a seryo más astróloga que vos.
- ¿Por qué? - Sé vuestro nombre.
Si te lo dije yo, corazón mío: Don Chiaravalle.
Pero no di jisteis la verdad. Vos os llamáis...
Os llamáis Tracollo.
Me llamaba, quieres decir: que ya no estoy más vivo.
Sí, soy la sombra de él,
que, no vengada, no puede cruzar las perezosas aguas del Leteo
y pasar a la otra orilla.
(¡Qué bien finge! Ahora voy a aclararlo.)
Ah, ven, ven, mi cruel asesina,
y guíame ahora al reino de Caronte.
- ¡Eh, esas manos fuera! - Calla, calla
y ven, desalmada. Sin ti, yo solo nunca,
nunca, nunca cruzaría la laguna Estigia.
¡Aquí, aquí! ¡A la barca, a la barca!
¡Ay, por amor del Cielo!
- ¡Hay que hacerlo! - Déjame...
- ¡De eso nada! - ...al menos un momento...
- Ruegas en vano. - ...coger un poco de aire.
- No oigo nada. - No puedo más.
- ¡Muere! - Estoy muerta. - ¡Revienta!
¿Cuándo llegamos?
¡Oh, aún falta tiempo!
(Si no la venzo, al menos quedaremos empatados.)
¿Quién me hará revivir?
Ayuda...
Porfavor...
Que desfallezco, me muero.
Querido, perdóname,
aplaca tu ira;
cógeme de la mano en señal de paz.
Te dejo,
adiós; Tracollo mío,
no te olvides de Livietta.
¡Ah! Antes de que la muerte me cierre los ojos,
dioses crueles, si sois justos,
devolvedle un momento la razón
para que pueda ver,
por su venganza,
al alma expirar.
Querido, perdóname, aplaca tu ira;
cógeme de la mano en señal de paz.
Te dejo, adiós; Tracollo mío,
no te olvides de Livietta.
¿La creo, o no la creo?
¿Me acerco, o no me acerco?
¿Me ablando, o me mantengo firme?
Tengo miedo de que me la juegue.
Es demasiado, demasiado taimada.
Es cierto por una parte,
pero, por otra, me despierta compasión.
Su temor, mi maltrato
podían hacerla desmayarse.
¡Qué tentación!
Ahora no cabe otra cosa: ya lo he pensado.
Voy a acercarme con mucho cuidado,
y si la veo hacer el más pequeño movimiento,
vuelvo a hacerme el loco, y no la creo.
No se mueve,
no respira.
Ha cerrado los ojos,
tiene fría la nariz.
Se trata de un caso terrible.
Voy a llamarla: ¡Livietta!
Por la hierbecita a la francesa.
Se ha calmado.
Puede que esos temblores fueran sus últimos movimientos.
¡Desdichada! Ya se ha muerto.
Se ha muerto.
Oh, mi hermoso cadáver, Livietta, bella, bella.
Sol, Sol, Fa, Fa, Mi, Sol, Do, Do, Re...
Ah, Livietta mía, ya te has muerto.
Pero, ¿cuándo?
O date prisa en morir, o levántate y vive.
Parece como si yo mismo padeciera también de movimientos convulsivos.
Este ha sido seguro su último suspiro.
Se ha ido; ya no hay más dudas.
¡La he fastidiado!
Ay, espera, hermosa alma;
escucha primero mis disculpas.
Si me fingí loco, fue para salvar la piel,
y no creía que ese pequeño maltrato que te di
para dar un poco de color a mi fingimiento, habría de conducirte...
¡Ah, tunante!
- ¡También sabes hacer esto! - El corazón me lo decía.
¡Debería estrangularme con mis propias manos!
Ahora voy a darte yo tu merecido.
¡No, detente!
Yo mismo quiero dar satisfacción a tus deseos.
Como muerto me quieres, no rechazo morir.
Con mis pies voy a volver a ponerme en manos de la justicia.
Ahora lo verás. Pero antes has de saber que tengo escondido
un montón enorme de dinero debajo de ese árbol. Míralo bien.
A ti lo dejo,
y juntos, oíd, todos, oíd,
hierbas, plantas, flores,
tigres, panteras, lobos, osos, jabalíes, ovejas y pastores,
sed todos vosotros testigos de mi última voluntad:
te dejo este corazón,
la prenda de mi amor; ¡no lo maltrates más!
Tirana,
tirana, adiós.
Me produce risa y piedad al mismo tiempo.
Escucha...
¿Qué es lo que quieres?
¿Tú me amas de verdad?
¿Qué te parece? Ten en cuenta que tú has de juzgarlo.
No querría... Basta.
¡Ahora largo! Lo hecho, hecho está.
Si prometes cambiar de vida
y dejar este oficio infame, seré tu esposa.
- ¡Te lo juro! - ¡Andate con ojo!
¿A santo de qué? Ya he dado mi palabra.
Muy bien, aquí tienes mi mano.
Vuelvo de la muerte a la vida. ¡Bendito fingimiento!
- ¿Serás un hombre honesto? - Honestísimo.
- ¿Fiel a tu mujer? - Fielón.
Y tú, mujer amadísima, ¿serás fiel a tu esposo?
Fidelísima.
Siempre al lado, cual paloma de su querido palomo,
te estaré diciendo cru...
cruelón, ven conmigo.
Siempre cerca, cual carnero de la amada ovejita,
vendré a ti diciendo be...
bella, bella, vengo contigo.
- ¡Oh, qué gusto! - ¡Qué placer!
Siento cómo de la alegría el corazón se licúa en el pecho.
¡Cómo! ¿Que me vaya?
¿Hasta tal punto está ciego;
es in justo hasta tal punto?
¿Y de qué delito quiere castigarme Adriano?
Sabe que fuiste consejera de la fuga de Emirena y Farnaspe.
¡Oh, dioses!
- Pero, ¿he de partir sin verlo? - Justamente.
- ¿Y cuándo? - Ya están listas las naves.
No debe obedecerse semejante orden.
Ah, no. Será tu perdición. Vete; confía en mí.
Lo vencerás sin resistirte.
Yo buscaré el momento
de hacerle dar marcha atrás.
- Pero dile al menos... - Vete sin decir nada más;
te entiendo perfectamente.
Dile que es un infiel; dile que me traicionó.
Escucha: no hables así.
Dile que me iré;
dile que lo amo.
Ah, si lo ves suspirar por mi sufrimiento,
vuélveme a consolar;
que no deseo otra cosa antes de morir.
Dile que es un infiel; dile que me traicionó.
Escucha: no hables así.
Dile que me iré;
dile que lo amo.
Yo me encargo de organizar que parta Sabina,
y luego me afli jo al verla partir.
Piensa, corazón mío, que si se queda, la pierdes.
Ella despierta la virtud del César.
No puedes sufrir la ausencia de tu bien;
pero, si quieres serfeliz, conviene sufrir.
Quizá podría vivir contento en medio de mi padecimiento
si pudiera alguna vez conseguir que el sol de mis ojos
se volviera fiel a mi amor, fiel a este corazón.
Pero si se queda al lado
de aquella que lo inflama, antigua antorcha deseada,
¿cómo esperar nunca paz,
cómo esperar amor?
Quizá podría vivir contento en medio de mi padecimiento
si pudiera alguna vez conseguir que el sol de mis ojos
se volviera fiel a mi amor, fiel a este corazón.
-Aquilio, ¿qué has conseguido? - Nada, señor.
Presto a obedecerte, a todo recurrí para retener a Sabina.
Está decidida, y quiere partir.
Ay, piensa ahora en poner en práctica mi consejo.
Un gesto de Osroa será bastante para que te ame Emirena.
Ella te rechaza para no disgustar al padre,
y al padre, al final, le parecerá una gran suerte
recuperar un reino con la boda de ella.
Escucha. Y si luego...
- No dudes más, señor. - Haz lo que desees.
¿Qué puede decir el mundo?
Al cabo, conservar la vida es la ley de la naturaleza:
y yo no podría vivir con tanta pena sin Emirena.
- ¿Qué se pide de mí? - Que el rey de los partos se siente
y me escuche.
Osroa, en el mundo, todo está sometido a cambio,
y sería extraño que sólo nuestros odios fuesen eternos.
Al final, la paz es necesaria al vencido,
útil al vencedor.
Has de saber que eres el árbitro de mi sosiego,
igual que yo lo soy de tus días.
Basta que hables y la princesa es mía;
con sólo que yo así lo quiera, eres libre y rey.
Si la hermosa Emirena no veo unida a mí con dulce nudo,
no tengo bien, no tengo paz
y no tengo vida.
Cuando basta tan poco para hacerte feliz,
estoy contento de que se llame a la hija.
Vamos; quitad esas cadenas al rey de los partos.
Aún no es el momento, Adriano.
Yo disfrutaría antes de tus dones que tú de los míos.
- Bellísima Emirena... - Mejor será primero
- que le explique a ella todo. - Es cierto.
- ¿Qué quieres decir? - Esa llama voraz...
- Déjame terminar. - Como te plazca.
Tal virtud en tus ojos reunió el benigno Cielo
que, convertido en siervo, nuestro vencedor
odia la vida sin ti, a la que adora como su diosa.
Entonces tú puedes...
Aún no he terminado.
Esta lentitud me hace morir.
Quiero... Escúchame, hija,
y graba en lo más sagrado del alma este último gesto del padre.
Al morir, quiero, al menos, dejar en ti a mi vengadora.
Odia al tirano como yo lo he odiado hasta ahora;
y que esta sea la herencia paterna.
¡Osroa, qué dices!
No te una a él ni temor ni esperanza;
sino que velo en todo momento enajenado, afligido,
estremecerse de furia y delirar de amor.
¡Justos dioses! He sido burlado.
Hable ahora el César:
Osroa ha terminado.
Sentado dentro de poco en el trono,
el César hablará.
Tal como debe, responderá:
al delincuente, el juez;
al vencido, el vencedor.
Desdeñaste mi perdón: tarde te arrepentirás,
en vano aborrecerás tu in justo furor.
Sentado dentro de poco en el trono,
el César hablará.
Tal como debe, responderá:
al vencido, el vencedor.
Pobre de mí, ¿a qué consejo habré de aferrarme?
- Corre, Emirena. - ¿Adónde? -Al César. - ¿Y por qué?
Procura que revoque la orden contra tu padre.
¿Cuál es?
Quiere que, llevando la indigna carga de sus cadenas, vaya...
- ¿A morir? - No. Peor.
- ¿Adónde entonces? -A Roma.
¿Y qué puedo hacer para ayudarle?
Ve, ruega, llora, ofrécete como prometida de Adriano:
olvida el comedimiento, las cautelas, las esperanzas y el amor.
Piérdase todo y sálvese el rey.
Pero él me impone ahora odiar siempre al César.
Ah, no debes cumplir una orden fruto de la ira.
Osroa perece mientras pensamos en salvarlo.
- Adiós. - Escúchame.
- ¿Qué quieres? - Vete...
Detente... ¡Oh, dioses!
Querría que me dejaras, y no lo quiero.
Recibe, al menos, en este adiós la prenda extrema,
recibe una prenda de mi amor constante.
Quieres arrancarme del pecho, hablando así, mi bien,
quieres arrancarme a la fuerza el corazón.
- Vete. - Te dejo.
Ah, escucha...
¡Qué pena! Habla, querido.
Acuérdate de mí.
Oh, Dios, que tan amargo
puede que no sea morir.
Ah, no dijiste la verdad,
mi bien, cuando dijiste
que naciste sólo para mí,
que yo nací sólo para ti.
Recibe, al menos, en este adiós la prenda extrema,
recibe una prenda de mi amor constante.
Quieres arrancarme del pecho, hablando así, mi bien,
quieres arrancarme a la fuerza el corazón.
- Vete. - Adiós.
- Escucha. - Habla.
Oh, que tan amargo
puede que no sea morir.
Te dejo. Adiós, querido.
Mi bien.
Acuérdate de mí.
Oh, Dios, que tan amargo
puede que no sea morir.
- Sabina, escucha. - ¡Pobre de mí!
¡Dioses! ¿Y qué quieres?
¿Hasta tal punto, entonces, me he vuelto odioso para ti,
que quieres irte sin verme?
¡Ah, no! No sigas burlándote de mí.
Me echas, me prohíbes aparecer en tu presencia...
¿Yo? ¿Cuándo?
Aquilio, ¿no solicitó Sabina la libertad de abandonarme?
¡Oh, dioses!
¿No fue una decisión del César que yo hubiese de partir sin mirarlo?
Si hablo, me condeno, y si no hablo.
- ¡Vamos! Que este sea encerrado. - ¡Suerte adversa!
Y que mi prometida se quede conmigo.
¡Prometida yo! ¿Y cuándo?
Dentro de poco. No reclamo más que tiempo para respirar.
- ¡Ah, César, piedad! - ¡Piedad, señor!
- ¿De quién? - De mi padre. - De mi rey oprimido.
Roma y el Senado decidirán sobre él.
¿No te preocupas, entonces, de Emirena, que llora,
que será tu esposa si así lo quieres?
¿Esposa?
Ah, que yo conozco bien todo ese corazón.
No, no. El odio paterno, su primer lazo es demasiado fuerte.
Aun siendo consorte, sería mi enemiga.
No, César, te engañas.
Mi deber dejará paso al amor.
Revoca la orden,
perdona al padre,
por esta mano invicta, que es sostén del mundo,
que beso y sujeto e inundo con mi llanto.
César,
yo veo, y desgraciadamente lo ven todos,
que te afanas en vano porvolver a sertú mismo.
Te libero de toda obligación, te perdono toda ofensa,
y yo misma seré tu defensa.
¡Alma generosa,
digna de mil imperios! ¡Alma grande!
¿Qué ejemplo sobrehumano es este de virtud?
Ya está, me despierto de ese vil letargo en que estaba atrapado:
estoy liberado, soy yo otra vez.
Quiero verfelices a todos en este día.
A Osroa dono el reino y la libertad;
a Farnaspe entrego a su bella Emirena;
a Aquilio absuelvo de todo delito cometido;
y a ti, digno de ti, a ti yo mismo me entrego.
- ¡Oh, dichas! - ¡Oh, ternuras!
¡Oh, felicidad inesperada!
Este es el verdadero Adriano.
Ahora lo veo.
Óigase porfin, César, por los aires,
así, tu nombre eternamente;
y marquemos nosotros, con blanca piedra,
este día propicio.