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Hace 10 años, justo a esta misma hora, estaba oyendo la cadena COPE cuando saltó la noticia
de que una bomba había estallado en un tren en la Estación de Atocha.
A los pocos minutos era una colaboradora de la propia emisora la que entraba en directo
para dar detalles de las terribles escenas que, desde la ventana de su casa, estaba contemplando.
No lo dudé, y a toda velocidad salí de mi casa y me dirigí a la Estación, donde llegué
a las ocho y media.
Entré en la Estación y corrí hacia los andenes de cercanías, donde estaba el tren
en el que habían estallado las primeras bombas.
Lo que allí vi se me ha quedado grabado para siempre: los cuerpos destrozados, y a los
miembros de los equipos de socorro trabajando con una abnegación y celeridad admirables.
Enseguida, los policías que estaban acordonando la zona nos empujaron a mí y a los que me
acompañaban para que abandonáramos inmediatamente la zona. Luego supe que era porque habían
encontrado una bomba que no había estallado y que iban a detonar de forma controlada.
Allí, en Atocha, supe ya que habían sido cuatro los trenes donde habían estallado
las bombas.
De Atocha me fui inmediatamente a la Estación del Pozo, donde pude asistir a la detonación
controlada de otra bomba que había quedado sin explotar.
Y de allí, a Santa Eugenia, ya con la sensación de estar viviendo una tragedia de dimensiones
inimaginables.
Visitar los escenarios de la masacre y comprobar cómo cumplían ejemplarmente con su deber
todos los policías, los médicos, los bomberos y los servicios de emergencia y de protección
civil, fue el inicio de aquel día, que, sin duda, ha sido el peor jornada de toda mi vida
política y, probablemente, de toda mi vida.
Después de pasar por el Ministerio del Interior para coordinar con el Gobierno las actuaciones
de todos los servicios que dependían de la Comunidad de Madrid, y después de pasar por
mi despacho de la Puerta del Sol, comenzó mi peregrinar por los Hospitales madrileños
para visitar a los heridos y para comprobar, también de primera mano, cómo médicos y
enfermeras se estaban volcando para atenderles.
Aquella tremenda jornada terminó, ya pasada la media noche, con mi presencia en IFEMA,
donde estaba instalado aquel improvisado e impresionante Instituto Anatómico-Forense
en el que se estaban haciendo las autopsias de las víctimas.
Recordar aquellas horas me resulta bastante duro y difícil. Si lo hago, es para rendir
homenaje a los que murieron ese día por el hecho de ser españoles o de vivir y trabajar
en España, víctimas de unos asesinos, que quisieron sembrar el terror en nuestra sociedad.
Para honrar también el ejemplar comportamiento del pueblo de Madrid, que se volcó en ayuda
de las víctimas. Y, en primer lugar, la generosa entrega de todos los que, desde sus puestos
de responsabilidad, supieron cumplir con su deber en aquellas horas tan tremendas.
Hoy, diez años después, creo que la principal enseñanza de aquellas horas terroríficas
tiene que ser la firme y decidida voluntad de todos los ciudadanos y de sus representantes
políticos de permanecer siempre firmes frente a cualquier forma de terrorismo. Y defender
la libertad por encima de todo.