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Sesenta y ocho: «Cada vez más tengo la impresión de que el mundo se va progresivamente despoblando,
a pesar del bullicio de los carros y del ajetreo de la muchedumbre. ¡Es tan difícil ahora
encontrar una persona! No nos cruzamos en la calle sino con siluetas, con figuras, con
símbolos. Un chofer de taxi, por ejemplo, no es un individuo, sino un modelo social:
Gruñón, amargado, insolente, antes de subir a su coche ya sabemos de qué va a hablar,
qué argucias va a inventar para hacer más sinuosa y provechosa la carrera. Una vendedora
de gran almacén es la misma vendedora de todos los grandes almacenes: indiferente,
desdeñosa, maleducada, aires de gran señora caída allí por accidente. Y la adolescente
en blue-jeans que nos aborda en la calzada no es el ángel personal con el que soñábamos
desde nuestra infancia, sino la copia tirada a miles de ejemplares de la buscona que tanto
aquí como en Londres, San Francisco o Hamburgo, detiene al transeúnte para pedirle la moneda
destinada al arquetipo barbudo que la espera a la vuelta de la esquina liando un cigarrillo
volador. Comprendo las causas de esta degradación de la personalidad en las urbes demenciales,
solo verifico ahora sus efectos. Pero es penoso que tengamos que vivir entre fantasmas, buscar
inútilmente una sonrisa, un convite, una apertura, un gesto de generosidad o de desinterés
y que nos veamos forzados, en definitiva, a caminar, cercados por la multitud, en el desierto».