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El hombre que plantaba árboles
Un relato de Jean Giono
Hace muchos años,
hacía a pie un largo camino a alturas absolutamente desconocidas por los turistas
en esta antigua región de los Alpes que penetra en Provence.
Al momento en que empecé mi gran paseo en esos desiertos,
estaban los montes desnudos y monótonos, a cerca de 1200 o 1300 metros de altura.
Sólo crecían lavandas silvestres.
Atravesaba esa tierra por la parte más ancha y, después de tres días de marcha,
me encontraba en una desolación sin comparación.
Aacampaba al lado del esqueleto de un pueblo abandonado.
Carecía de agua desde la víspera y necesitaba encontrarla.
Esas casas en ruinas, aglomeradas, como un viejo panal de avispas,
me hicieron pensar que hubo allí, en el pasado, una fuente o un pozo.
Había efectivamente una fuente, pero estaba seca.
Las cinco o seis casas, sin techo, comidas por el viento y la lluvia,
la pequeña capilla con su campanario desmoronado, estaban ordenadas como lo están las casas y capillas en pueblos vivientes,
pero toda vida había desaparecido.
Era un bonito día de junio con un tremendo sol,
pero sobre esas tierras desguarnecidas y altas en el cielo,
el viento soplaba con una ferocidad insoportable.
Sus gruñidos en las osamentas de las casas
eran como los de una fiera interrumpida en su comida.
Tuve que levantar mi campamento.
Tras cinco horas de marcha desde allí,
todavía no había encontrado agua y nada podía darme esperanza de encontrarla.
En todas partes se veía la misma sequedad, la misma hierba tosca.
Me parecía percibir a la lejanía una pequeña silueta negra, de pie.
La tomé por el tronco de un árbol solitario.
Sin motivo aparente, me dirigí hacia ella.
Era un pastor.
Una treintena de ovejas, recostadas sobre la quemante tierra, descansaban cerca de él.
Él me dio a beber de su cantimplora.
Un poco más tarde, me condujo a su casa, ubicada en una ondulación del altiplano.
Sacaba su agua –excelente– de un agujero natural, muy profundo,
sobre el que había instalado un cabestrante rudimentario.
Este hombre hablaba poco.
Es propio de los solitarios.
Pero se percibía que estaba seguro de sí mismo
y confiado en sus capacidades.
Era insólito en ese lugar despojado de todo.
No vivía en una cabaña de madera sino en una casa de piedra,
donde se distinguía muy bien su trabajo en los remiendos en la ruina que había encontrado a su llegada.
Su techo estaba sólido y hermético.
El viento que soplaba sobre las tejas del techo hacia un ruido similar al ruido del mar en las playas.
El interior de la casa estaba ordenado,
el piso barrido,
su fusil engrasado;
la sopa hervía sobre el fuego.
Noté entonces que él estaba también bien afeitado,
que todos sus botones estaban solidamente cosidos,
que sus ropas estaban recosidas con la precisión que hace el trabajo invisible.
Compartió su sopa conmigo.
Cuando después le ofrecí mi bolsa con tabaco, él me dijo que no fumaba.
Su perro, silencioso como él, estaba atento sin recelo.
Acordamos que yo pasaría la noche ahí;
el pueblo más cercano estaba a más de un día y medio de marcha.
Yo conocía perfectamente el carácter de las escasas aldeas de esa región.
Había cuatro o cinco de ellas, dispersas lejos las unas de las otras sobre las faldas de esas colinas,
en los bosquecillos de robles blancos a los extremos de los caminos transitables.
Son habitados por leñadores que hacen carbón de madera.
Son lugares donde se vive mal.
Las familias ceñidas las unas a las otras en ese clima que es de una rudeza excesiva,
tanto en el verano como en el invierno, exasperan su egoísmo en vasos cerrados.
La ambición irracional sin límite se mide en el deseo continuo de escapar del lugar.
Los hombres llevan su carbón a la ciudad, después regresan.
Las más sólidas cualidades sucumben bajo esta ducha escocesa perpetua.
Las mujeres hacen coser a fuego lento rencores.
Compitiendo en todo, tanto por la venta de carbón como por el banco en la iglesia,
por las virtudes que luchan entre ellas, por los vicios que luchan entre ellos
y para la melé general de los vicios y virtudes, sin descanso.
Además, el viento igualmente sin descanso irrita los nervios.
Hay epidemias de suicidios y numerosos casos de locuras, casi siempre asesinas.
El pastor que no fumaba fue a buscar una pequeña bolsa
y descargó sobre la mesa un motón de bellotas.
Se puso a examinarlas una tras otra con mucho cuidado, separando las buenas de las malas.
Yo fumaba mi pipa. Le propuse ayudarle.
Él me dijo que era asunto suyo.
Era cierto: observando el cuidado con que hacía este trabajo, no insistí.
Esa fue toda nuestra conversación.
Cuando él hubo juntado del lado de las bellotas buenas un montón suficiente, los separó en paquetes de diez.
Así, eliminaba los pequeños frutos o aquellos que estaban ligeramente resquebrajados, pues los examinaba de muy cerca.
Cuando tuvo enfrente de él cientos de bellotas perfectas, paró y nos fuimos a dormir.
La sociedad de este hombre daba paz.
Le pedí permiso a la mañana siguiente para descansar todo el día en su casa.
Le pareció muy natural, o, más exactamente, me dio la impresión de que nada podría molestarlo.
Este descanso no me era absolutamente necesario, pero estaba intrigado y quería saber más.
Él hizo salir su rebaño y lo llevó a pastar.
Antes de salir, remojó en una cubeta con agua la pequeña bolsa con las bellotas cuidadosamente seleccionadas y contadas.
Noté que en vez de usar un bastón, llevaba una varilla de hierro ancha como su muñeca y de cerca de un metro y medio de largo.
Yo hice como alguien que camina descansando y lo seguí tomando un camino paralelo al suyo.
El pasto de sus bestias estaba ubicado al fondo de una cañada.
Dejó su rebaño al cuidado de su perro y subió hasta el lugar donde yo me encontraba.
Temí que viniera para reprochar mi indiscreción pero no era nada de eso;
esa era su ruta habitual y me convidó a acompañarlo si yo no tenía nada mejor a hacer.
Se dirigía a doscientos metros de ahí, sobre las alturas.
Una vez que llegó al lugar que quería, empezó a plantar su varilla de hierro en la tierra.
Hizo un agujero en cual puso un bellota, después volvió a taparlo.
Él plantaba robles.
Le pregunté si la tierra le pertenecía. El me respondió que no.
¿Sabía de quién era? Él no lo sabía.
Suponía que era una tierra comunal,
¿o tal vez, era la propiedad de gentes que no se preocupaba de ella?
Él no se preocupaba por conocer a los dueños.
Plantóo así sus cientos de bellotas con una extrema precaución.
Después de la comida empezó de nuevo a seleccionar sus semillas.
Puse, creo, suficiente insistencia en mis preguntas porque él me respondió.
Hacía tres años que plantaba árboles en esta soledad.
Había plantado cien mil. De los cien mil, veinte mil habían nacido.
De aquellos veinte mil, esperaba perder aún la mitad,
por la culpa de los roedores o de todo que es imposible de predecir en los propósitos de la providencia.
Quedarían diez mil robles que crecerían en este lugar donde no había nada entonces.
Entonces fué que quise saber cual podría ser la edad de este hombre.
Visiblemente él tenía más de cincuenta años. Cincuenta y cinco, me dijo.
Se llamaba Elzéard Bouffier.
Había poseído una explotación en los llanos.
Había realizado su vida ahí. Perdió su hijo único, después su mujer.
Se había aislado en la soledad, donde le daba placera vivir lentamente, con sus ovejas y su perro.
Había juzgado que este lugar estaba muriendo por la falta de árboles.
Agregó que, como no había ocupaciones muy importantes, él había decidido remediar esa situación.
Mi juventud me fuerza a imaginar el futuro en función de mí mismo y de una cierta búsqueda de la felicidad.
Le dije que, en treinta años, sus diez mil robles serían magníficos.
El me respondió muy sencillamente que, si Dios le permitiera vivir aún más,
en treinta años, habría plantado tantoaotros que estos diez mil serían como una gota de agua en el mar.
Ya estudiaba la reproducción de hayas y había cerca de su casa un plantío resultante de los fabucos.
Los ejemplares que había protegido de sus ovejas tenían gran belleza.
Pensaba también wn abedules para los fondos donde, me dijo,
una cierta humedad dormía a algunos metros de la superficie del suelo.
Nos separamos al día siguiente.
Un año después, fue la guerra del 14 en la que participé durante cinco años.
Un soldado de infantería no tenía tiempo de pensar en árboles.
Saliendo de la guerra, me encontré enfrente de una prima de desmovilización minúscula,
pero ganad de respirar un poco de aire puro.
Fue sin idea preconcebida –a la excepción de aquellas ganas—que tomé el camino hacia esas regiones desiertas.
El lugar no había cambiado.
Sin embargo, más allá del pueblo muerto, distinguí a lo lejos un tipo de niebla gris que cubría las alturas como un tapete.
Desde la víspera, había empezado a pensar de nuevo en el pastor plantador de árboles.
"Diez mil robles, me dije, realmente ocupan un espacio muy grande."
Yo había visto tanta gente morir durante cinco años que no me resultaba difícil imaginar la muerte de Elzéar Bouffier,
además de que, cuando uno tiene veinte años, se considera hombres de cincuenta como viejos que no tienen más para hacer que morir.
No estaba muerto. Había cambiado de oficio.
Ya no poseía más que cuatro ovejas pero, del otro lado, una centena de colmenas.
Se había deshecho de las ovejas que ponían en peligro sus plantaciones de árboles.
No se había preocupado de la guerra en absoluto.
Había continuado plantando imperturbablemente.
Los robles de 1910 tenían entonces diez años y eran más altos que yo y que él.
El espectáculo era impresionante. Quedé literalmente sin palabras,
y como él no hablaba, pasamos todo el día en silencio paseando por el bosque.
Tenía, en tres secciones, once kilómetros de longitud y tres kilómetros en su mayor anchura.
Cuando uno recordaba que todo había salido de las manos y del alma de este hombre—sin medios técnicos—
comprendía que los hombres podrían ser tan eficaces como Dios en otros ámbitos además de la destrucción.
Había seguido su idea, y en las hayas que me llegaban a los hombros, extendidas hasta que se perdían de vista, estaba la prueba.
Los robles eran gruesos y habían superado la edad donde estaban a la merced de los roedores;
en cuanto a los propósitos de la propia Providencia, para destruir la obra creada,
debería recurrir en adelante a los ciclones.
Me mostró bosquecillos admirables de abedules que databan de cinco años,
es decir, de 1915, del tiempo en que yo combatía en Verdun.
Les había hecho ocupar todos los fondos donde sospechaba, con justa razón, que había humedad casi a flor de tierra.
Eran tiernos como adolescentes y muy decididos.
La creación parecía, por otra parte, operarse en cadenas.
Él no se preocupaba por esto; proseguía obstinadamente su tarea, muy simple.
Pero bajando de regreso al pueblo, vi pasar agua en los arroyos
que, desde que había memoria, siempre habían sido secos.
Era la más formidable operación de reacción que me haya tocado ver.
Estos arroyos secos antes habían llevado agua, en tiempo muy antiguos.
Algunos de estos pueblos tristes de que hablé al principio de mi relato
fueron construidos sobre sitios de antiguos pueblos galorromanos
de los que había aún rastros, en los cuales los arqueólogos habían excavado y habían encontrados anzuelos
en lugares donde en el vigésimo siglo, estábamos obligado a recurrir a cisternas para tener un poco agua.
El viento también dispersaba algunas semillas. Al mismo tiempo que el agua reapareció,
reaparecían los sauces, los mimbres, los prados, los jardines, las flores y una cierta manera de vivir.
Pero la transformación se operaba tan lentamente que entraba en la costumbre sin causar asombro.
Los cazadores que subían en las soledades persiguiendo liebres o jabalíes
habían bien constatado la abundancia de los pequeños árboles pero los habían puesto a cuenta de las malicias naturales de la tierra.
Esta es la razón por la que nadie tocaba la obra de este hombre.
Si se lo había sospechado, se lo habría contrariado. Era insospechable.
¿Quién habría podido imaginar, en los pueblos y en las administraciones, tal obstinación en la generosidad más espléndida?
A partir de 1920, nunca pasé más de un año sin visitar a Elzéard Bouffier.
Nunca lo he visto aflojar ni dudar.
¡También, Dios sabe como Dios mismo puede incitar tal cosa!
No hice la cuenta de sus desengaños. Uno bien puede imaginar que, para un éxito similar,
fue necesario superar la adversidad; que, para garantizar la victoria de tal pasión, fue necesario luchar contra la desesperación.
Para tener una idea un poco más exacta de este carácter excepcional, es necesario no olvidar que él ejercía en una soledad total;
tan total que, hacia el fin de su vida, había perdido el hábito de hablar.
¿O, quizá, no veía la necesidad?
En 1933, él recibió la visita de un guarda forestal asombrado.
Este funcionario le dio la orden de no hacer fuego fuera, por temor de poner en peligro el crecimiento de este bosque natural.
Era la primera vez, le dijo este hombre ingenuo, que se veía un bosque crecer completamente solo.
En 1935, una verdadera delegación administrativa vino a examinar el "bosque natural".
Había un gran personaje de las Aguas y Bosques, un diputado, y algunos técnicos.
Se pronunciaron muchas palabras inútiles. Se decidió hacer algo
y, afortunadamente, no se hizo nada, si no la única cosa útil: poner el bosque bajo la protección del Estado
y prohibir que se venga a carbonizar.
Ya que era imposible no ser subyugado por la belleza de estos jóvenes árboles en plena salud.
Se ejerció su poder de seducción sobre el propio diputado.
Tenía un amigo entre los capitanes forestales que estaba de la delegación. Le expliqué el misterio.
Un día de la semana después, fuimos ambos en busca de Elzéard Bouffier.
Lo encontramos en pleno trabajo, a veinte kilómetros del lugar donde había tenido lugar la inspección.
Este capitán forestal no era mi amigo para nada.
Conocía el valor de las cosas.
Ofrecí los huevos que había traído.
Repartimos nuestro almuerzo en tres y algunas horas pasaron en la contemplación muda del paisaje.
El lado de donde veníamos estaba cubierto de árboles de seis a siete metros de altura.
Recordé el aspecto del lugar en 1913: el desierto...
El trabajo tranquilo y regular, el aire vivaz de las colinas, la frugalidad y sobre todo la serenidad del alma
habían dado a ese viejo una salud casi solemne.
Era un atleta de Dios.
Yo me preguntaba cuántas hectáreas él iba todavía a cubrir de árboles.
Antes de partir, mi amigo le hizo una breve sugerencia
al respecto de algunas especies a las cuales el terreno de aquí parecía deber convenir.
No insistió. "Por la buena razón, me dice después, de que este hombre sabe más que yo."
Después de una hora de marcha —la idea había hecho su camino en él— añadió:
"Sabe mucho más que todo el mundo. ¡Encontró un famosa manera para ser feliz! "
Es gracias a este capitán que, no solamente el bosque, pero la felicidad de este hombre fueron protegidos.
La obra solo corrió un grave riesgo durante la guerra de 1939.
Los automóviles usaban entonces el gasógeno, jamás se tenían suficientes maderas.
Se comenzó a hacer cortes en los robles de 1910,
pero estos lugares están tan lejos de todas redes de carreteras que la empresa se reveló muy mala del punto de visto económico.
Fue abandonada.
El pastor no había visto nada. Estaba a treinta kilómetros de ahí,
continuando su trabajo apaciblemente, ignorando la guerra del 39 como había ignorado la guerra del 14.
Yo ví por última vez a Elzéard Bouffier en junio de 1945.
El tenía entonces ochenta y siete años. Yo había retomado el camino del desierto,
pero ahora, a pesar del mal estado en el cual la guerra había dejado la región,
había un autocar que hacía el servicio entre el valle de Durance y la montaña.
Culpé a este medio de transporte relativamente rápido
el hecho de que no reconocía los lugares de mis últimos paseos.
Necesité un nombre de pueblo para concluir que yo estaba en la misma región antes en ruina y triste.
El autocar me dejó en Vergons.
En 1913, esta aldea de diez a doce casas tenía tres habitantes.
Eran salvajes, se odiaban, vivían de la caza con trampa:
du condición no tenía esperanza.
Todo estaba cambiado.
El propio aire.
En vez de las borrascas secas y brutales que la acogían antes, soplaba una brisa ligera cargada de olores.
Un ruido similar al del agua venía de las alturas: era el del viento en los bosques.
Por último, cosa más asombrosa, oí el verdadero ruido del agua pasando en una cuenca.
Vi que se había formado una fuente, que era abundante
y, lo que me afectó más, alguien había plantado cerca de ella un tilo símbolo innegable de una resurrección..
Por otra parte, Vergons mostraba los rastros de un trabajo y emprendimiento para los que la esperanza es necesaria.
La esperanza pues había vuelto de nuevo. Se habían vaciado las ruinas, abatido los pedazos de pared desperdigados.
Las nuevas casas, recientamente alzadas, se rodeaban con jardines hortícolas donde surgían, mezclados pero alineados,
las verduras y las flores, las coles y los rosales, los puerros y las Bocas de dragón, los apios y las anémonas.
Era ahora un lugar donde se tenía deseo de vivir.
A partir de ahí, hice mi camino a pie
La guerra de la que salíamos apenas no había permitido la expansión completa de la vida,
pero Lazare estaba fuera de la tumba. Sobre los pendientes bajos de la montaña,
veía pequeños campos de cebada y centeno en hierba; en el fondo de los estrechos valles, algunos prados verdeaban.
Sólo fueron necesarios ocho años desde entonces para que todo el paisaje brillara con salud y prosperidad.
Sobre los despojos de las ruinas que yo había visto en 1913, ahora se elevaban granjas prósperas,
que proporcionaban una vida feliz y confortable.
Los viejos riachuelos, alimentados por las lluvias y las nieves que el bosque atrae, fluían de nuevo.
Sus aguas alimentaban fuentes y desembocan sobre alfombras de menta fresca.
Poco a poco, los pueblecitos se habían revitalizado. Gentes de otros lugares donde la tierra era más cara
se habían instalado allí, aportando su juventud, acción y espírito de aventura.
Por las calles uno encuentra hombres y mujeres bien alimentados,
chicos y chicas que saben reír y que han recuperado el gusto por las fiestas.
Si contábamos la población anterior, irreconocible ahora que gozaba de cierta comodidad, y los nuevos llegados
más de diez mil personas deben su felicidad a Elzéard Bouffier.
Cuando reflexiono que un hombre solo, armado únicamente por sus fuerzas físicas y morales,
fue capaz de hacer surgir del desierto esa tierra de Canaan, me convenzo de que
a pesar de todo, la condición humana es admirable.
Pero cuando considero toda la constancia en la grandeza de espíritu, de tenacidad y la benevolencia
que fue necesaria para dar lugar a aquel fruto, me invade un respeto sin límites por aquel campesino anciano sin educación,
quien supo completar esta tarea digna de Dios.
Elzéard Bouffier murió pacíficamente en 1947 en el hospicio de Banon.