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El mismo día en que una manifestación contra el matrimonio gay recorría las calles de París,
el jurado del Festival de Cannes, presidido por Steven Spielberg, concedía la Palma de Oro al film del tunecino Abdellatif Kechiche,
que nos habla de una historia de amor entre dos mujeres.
Así pues, la cultura, de la mano del cine, imponía una vez más la realidad al discurso oficial.
Pero esta película va más allá de la crónica de una relación lésbica; nos habla de un descubrimiento,
el de la propia sexualidad, de las dudas, de la aceptación.
Nos habla de la familia y de como la sombra de la educación recibida se proyecta en nuestras relaciones de pareja.
De la mano de Adèle nos asomamos a la angustiosa experiencia del acoso y la incomprensión que la llevan a negar sus propios deseos,
pero también somos espectadores de lujo del proceso de su madurez, de su toma de consciencia,
de cómo la vivencia del amor la lleva a transitar todos los caminos de lo humano, la alegría,
la ternura, el placer, pero también la confusión, la impotencia, la humillación, la violencia,
el abandono, el dolor y al fin, la aceptación.
Valiente hasta la transgresión en el rodaje de las escenas de sexo más explícitas que han llegado a una pantalla de cine convencional.
La vida de Adèle es una afirmación colectiva, un grito al retrógrado discurso de la negación.
Así somos, así amamos, así dudamos, así sufrimos, así vivimos.
¿Por qué mientes?
No miento. Entonces ¿por qué lloras?
No lloro.