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Voy a morir.
El tiempo se me acaba y, con él, el de mis compañeros;
hermanos de río que nacieron como yo en estas aguas cuatro años atrás.
Nuestra vida llega a su fin tras un viaje largo y peligroso.
Pero hemos llegado hasta aquí, el lugar donde vinimos al mundo, el elegido para morir.
Nuestra amada tierra de Alaska.
Es un lugar agreste y salvaje.
Una tierra de densos bosques y frías tundras, recorrida por infinidad de ríos
que nacen en las lejanas montañas del interior para morir en estas frías costas.
Abandonamos estas aguas tiempo atrás, cuando aún éramos alevines,
y ahora hemos vuelto a remontar nuestros ríos desde el mar tras infinitas penalidades.
Pero eso es parte de nuestro destino; parte de nuestra grandeza.
En una tierra tan dura, donde no se conceden segundas oportunidades,
nuestra llegada es la clave de la continuidad de la vida.
Antes de morir dejaremos la semilla de nuevas generaciones de salmones en el lecho de los ríos.
Y al final del largo viaje nuestros cuerpos viejos pero nutritivos
serán el alimento que permita cargarse de grasas a los grandes animales de esta tierra;
grasas que les ayudarán a sobrevivir al terrible invierno boreal.
Si, voy a morir, pero déjenme que en estos últimos momentos les cuente la historia de nuestra vida,
nuestra odisea en la lejana Tierra de los osos gigantes.
En el extremo Noroeste del continente americano se extiende una región
de más de un millón y medio de kilómetros cuadrados.
Tan sólo seiscientas mil personas habitan estos parajes donde las heladas tundras,
los bosques de coníferas y las montañas
dominan un paisaje que en algunos lugares jamás ha sido pisado por el hombre.
Es una tierra inhóspita, donde la vida debe aprovechar al máximo los escasos meses cálidos,
tras los cuales el frío y la nieve volverán a adueñ*** del entorno.
Y, sin embargo, es tal su riqueza natural
que Alaska posee más del 50% de todo el territorio protegido de los Estados Unidos de América.
Sus aguas se encuentran repletas de krill,
ese pequeño crustáceo que constituye la base alimenticia de numerosos animales marinos.
Un manjar tan apreciado que las ballenas jorobadas se desplazan cada verano desde las cálidas aguas de Hawai,
a más de tres mil kilómetros de distancia, para disfrutarlo.
Y sólo el frío les obligará a volver al Sur.
Ellas no son las únicas visitantes estivales.
En una tierra dominada por los hielos pocas son las especies que pueden soportar los rigores del invierno.
Con la llegada del frío el alimento escaseará y la hibernación o la emigración serán las únicas salidas posibles.
Sólo los glaciares que nacen en las montañas gozarán entonces de una época de abundancia.
Las nieves alimentarán los circos glaciares
y sus gigantescas lenguas de hielo podrán avanzar unos centímetros más en su lento caminar hacia el mar.
Durante milenios ellos fueron los verdaderos dueños de Alaska.
La totalidad del territorio se hallaba cubierta por el hielo
y la vida tenía vedada la entrada en sus dominios.
Hoy, sin embargo, su poder se ha debilitado y con cada primavera se resquebraja de nuevo.
Poco a poco la superficie se cubre con bloques de hielo
que comenzaron su lento viaje hacia el mar hace más de mil años.
El inicio del deshielo anuncia el resurgir de la vida en Alaska.
A los pies del gigante las focas de puerto dormitan bajo el sol
antes de adentrarse en las gélidas aguas en busca de alimento.
La Naturaleza se abre camino a las mismas puertas del ***án de hielo.
A partir de este momento los cambios se suceden con rapidez.
Con el aumento de las temperaturas la capa de nieve que cubría el paisaje se retira
y la vegetación inicia una carrera contra reloj
para completar su ciclo vital en los pocos meses de que dispone.
Con la vegetación vuelve la comida y el mayor de los carnívoros terrestres de Alaska,
el oso grizzly, despierta de su sueño invernal.
Han sido cinco meses de oscuridad en la osera.
Cinco meses de duro ayuno que tocan a su fin.
Después de mucho tiempo las precipitaciones vuelven a caer en forma de lluvia,
anunciando el cambio de estación y las praderas recién brotadas se llenan de osos hambrientos.
Han pasado el invierno amamantando a sus crías mientras sufrían un riguroso ayuno.
El verano es corto y hay que recuperar esos kilos perdidos si se quiere sobrevivir un año más.
En Alaska las figuras esbeltas duran muy poco.
El oso grizzly pertenece a la misma especie que el europeo,
pero su mejor alimentación le permite alcanzar tamaños superiores.
Frente a los 300 kilogramos y 2 metros de altura de un oso pirenaico,
algunos ejemplares de la isla de Kodiak, donde se encuentran los mayores de Alaska,
pueden llegar a pesar casi 1.000 kilos y medir más de 3 metros.
Los jóvenes permanecen tres años junto a su madre, tras los cuales comienzan su vida en solitario.
A partir de entonces ya no recibirán protección ni ayuda
y en poco tiempo los compañeros con los que ahora juegan serán sus rivales.