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Anna Kazumi Stahl - Las palabras y el silencio
What´s the best way for me to introduce myself?
I suppose I should start with my name.
Como muchos aquí, yo tengo un nombre
que da cuenta del cruce de culturas diferentes.
Anna Kazumi Stahl.
Se oye el eco de otros idiomas
que vienen de países lejanos.
De hecho, para que esté aquí, varias personas tuvieron que hacer
unos cuantos kilómetros.
Yo, los 8 mil que separan esta ciudad
donde vivo, Buenos Aires, de mi lugar de origen
en los Estados Unidos. Y mis padres y abuelos
casi 70 mil kilómetros en total,
sumando viajes de ***ón a Norteamérica,
de Alemania a Norteamérica y todas las vueltas necesarias
para que pudieran conocerse allí.
Solemos dar por sentado que la historia
que resume la vida y la identidad de una persona,
debería poder narrarse de manera lineal.
Pero en eso ignoramos el azar,
que es tan determinante en nuestras vidas.
Como ejemplo, puedo desglosarles mi nombre.
No es Ana, con una "n", como en español,
sino con dos, porque es la versión en alemán.
Sería normal pensar que me lo pusieron por una abuela
valiente, entrañable. Sería la historia lineal,
juntando puntos distantes para armar
un sentido, para construir una identidad,
multicultural, multigeneracional.
Pero no hubo ninguna abuela llamada así.
Mi nombre responde a la necesidad,
ya no de tener un nombre con un sentido,
sino de tener uno que fuera fácil de pronunciar
también en el otro lado del mundo,
para la parte japonesa de la familia.
Anna, es más bien un puente,
un primer paso fácil para cruzar hacia la otra lengua,
la de mi madre.
Y esta historia también habla de la identidad.
El tema de cómo nuestro nombres
y otras palabras y definiciones pueden sufrir cambios
cuando entramos en el terreno de otro idioma,
es un tema que a mí siempre me había despertado curiosidad.
Supongo que es por eso que me gusta
y me sirve usar otro idioma en lo que yo hago.
Soy escritora de ficción
y prefiero elaborar mis narrativas en castellano,
un idioma que no tiene raíz en mi familia
o en mi crianza porque justamente
como es un idioma que me es ajeno,
me pone en contacto con otra manera de pensar.
Veo el mundo a través de una lente nueva.
Hay una distancia, pero esa distancia
justo me permite notar cosas que antes hubiera pasado de largo.
Y ofrece nuevas posibilidades,
como por ejemplo, la posibilidad de reformular
la frustración ante una demora inesperada
que en mi idioma es "to kill time",
matar el tiempo, por una posibilidad más positiva,
la espontaneidad, potencialmente creativa,
que está en la versión en castellano: hacer tiempo,
hacer algo con ese rato libre
y ya no verlo como tiempo muerto.
En mi literatura me gusta explorar esto
de los límites en las palabras
y las expectativas, las idealizaciones
que sostenemos en relación a esa dimensión.
Para mi novela "Flores de un solo día" escribí un personaje
que encarna esa problemática. Se llama Aimée Levrier
y vive desde los ocho años en Buenos Aires.
De lo que pasó antes, no recuerda mucho,
pero no le importa, ella hace su vida hacia adelante,
construyéndose sobre la base de lo que puede decir y definir
a partir de ahora, hasta que un día le llega una carta
dirigida a una tal Aimée Odire,
y resulta ser ella misma.
Es decir, ambos nombres están bien, se refieren a ella,
sólo en zonas distintas del mundo, en otros idiomas
y bajo autoridades diferentes.
Ante este enigma, el personaje sale a buscar,
a investigar la historia lineal detrás de cada uno de esos nombres,
como si eso le fuera a dar alguna realización mayor.
Es que ella idealiza esa posibilidad
y en eso no ve que lo narrable, lo definible,
es sólo una parte de la cuestión.
Lo curioso es que mientras yo escribía a Aimée,
esta figura que representa la creencia exagerada
en la capacidad de las palabras,
había otro personaje, secundario,
que iba cambiando, creciendo,
llamándome cada vez más la atención.
Es Hanako. Trabaja con flores,
hace ikebana, arreglo floral tradicional en ***ón,
y no habla. No puede hablar por una lesión cerebral
que sufrió de chica, pero también en algún lugar,
quizás porque no quiera.
Es que no lo necesita.
Y eso fue un descubrimiento muy grato para mí.
Escribiéndola pude ver cómo ella, sin usar ninguna palabra,
vive conectada con las cosas que las palabras
pretenden captar y definir.
Ella transmite todo lo que percibe,
todo lo que le importa, a los de su entorno
sin decir nada.
En sus manos las cosas pequeñas
revelan su gran valor,
con una riqueza casi opulenta
por cómo ella las experimenta,
cómo ella las disfruta.
Y eso lo comunica.
Lavar una manzana
y sentir la cáscara y la piel propia unirse
bajo el chorro de agua.
Cortar la fruta
y recibir ese primer aroma, punzante,
dulce y ácido a la vez.
Hanako ofrece eso
y lo hace a través del silencio, su silencio,
que es expresivo.
Y en eso ella exige de los demás
otra dimensión de sensibilidad.
Es común pensar en silencio
como algo que dificulta la comunicación.
Aunque hoy por hoy, se ha escrito más para desmitificar el silencio,
sigue formulado como un opuesto del hablar.
Creo que es más complementaria la relación.
Las palabras crecen en el silencio,
nos revelan, en el silencio, que es donde
las creamos y donde las procesamos.
Es una dinámica dual
que siento nos perdemos un poco,
por exagerar el valor de la palabra.
Escribiendo esta dupla de personajes,
la Aimée de las palabras y la Hanako
del silencio comunicativo, comprobé que de alguna manera
están siempre comunicadas.
Esta experiencia de escribir me lleva
a querer proponerles, hablando aquí hoy,
que demos aire a esta época de tanta palabra.
Los músicos están más acostumbrados a hacer esto.
Con mi marido, que toca jazz en el piano, lo charlamos.
Él cita a Bill Evans, pianista, compositor,
que observó que la nota, aquello que vemos
como signo en la partitura,
refiere el momento en el que se golpea la cuerda,
pero es la parte blanca que le sigue a la nota
en la partitura, es el silencio después,
que nos permite escucharla, experimentarla
y comprender lo que nos quiere decir.
Hay un ejemplo visual que también me gusta,
para transmitir esto del silencio comunicativo.
De una película de Akira Kurosawa: Rapsodia en agosto.
Se trata de dos sobrevivientes de la bomba nuclear.
Se las llama hibakusha, palabra nueva que se inventó
para intentar captar lo que debió ser eso.
Ellas, ya ancianas, se reúnen todos los años en el día aniversario de la bomba.
En la casa de una, se sientan, té de por medio,
y están ese rato juntas.
Los nietos, que andan por ahí, se confunden:
¿por qué no hablan? Están horas y no dijeron nada.
Pero nosotros, viendo la escena, lo comprendemos.
Sentimos cómo ese silencio no es vacío.
Ese silencio no es una falta de palabras,
está lleno y comunica mucho más claramente
que cualquier discurso o explicitación,
lo que significa seguir vivas después de aquello.
Ese silencio, el de la música,
el de las experiencias que descubrimos,
que rememoramos, está siempre a mano.
En mi novela me sorprendí de encontrarla porque
en el afán de proseguir con las palabras, no la había apreciado al comienzo.
Ahora sí, lo tengo presente
y los invito a probarlo también.
Ahora. Hagamos una experiencia
de 10 segundos.
Ofrecemos un silencio y nos escuchamos,
escuchamos el silencio nuestro.
Ente todos los que estamos aquí, en un día como este,
con ideas, tantas ideas en el aire.
Busquemos el silencio, para disfrutar
todas esas palabras imposibles de escribir que el mundo nos ofrece.
¡Muchas gracias!
(Aplausos)