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Suena tu despertador.
No te mueves,
te quedas en la cama,
vuelves a cerrar los ojos.
No es un gesto premeditado,
no es ni siquiera un gesto,
sino una ausencia de gesto,
un gesto que no haces,
un gesto que evitas hacer.
Te acostaste temprano,
has tenido un sueño apacible,
habías dado cuerda al despertador,
le has oído tocar,
has esperado que suene durante varios minutos al menos,
despierto ya por el calor,
o por la luz,
o por la espera.
No te mueves; no te moverás.
Otro, un sosias, un doble fantasmal y meticuloso...
hace tal vez por ti, uno por uno,
los gestos que tú ya no haces:
se levanta, se lava, se afeita, se viste, se va.
Tú le dejas saltar por la escalera,
correr por la calle,
agarrar el autobús al vuelo,
llegar a tiempo a la puerta de la sala del examen.
Te levantas demasiado tarde
No dirás ni en cuatro, ni en ocho ni en doce folios lo que sabes,
lo que piensas,
lo que sabes que hay que pensar acerca de la alienación,
de los obreros,
del modernismo y de los recreos,
de los ejecutivos o de la automación.
Del conocimiento del prójimo.
De Marx, rival de Tocqueville,
de Weber, enemigo de Lukács.
De todos modos, no habrías dicho nada porque no sabes mucho...
y no piensas nada.
Tu puesto queda vacío.
No acabarás la licenciatura,
ni emprenderás jamás los estudios para el diploma.
Ya no estudiarás.
Preparas, como todos los días, un tazón de Nescafé;
añades, como todos los días, unas gotas de leche condensada azucarada.
No te lavas,
apenas te vistes.
En una palangana de plástico rosa pones a remojar 3 pares de calcetines.
No vas a la salida de la sala de exámenes,
a enterarte de los temas propuestos a la perspicacia de los candidatos.
No vas al café...
al que solías ir todos los días...
a encontrarte con tus amigos.
Mañana por la mañana, uno de ellos,
subirá los 6 pisos que conducen a tu cuarto.
Tú dejarás que llame a tu puerta.
Espere.
Vuelva a llamar.
Un poco más fuerte
Siga esperando.
Llame suavemente.
Diga tu nombre en voz baja.
Vacile.
Vuelva a bajar.
Otros vienen el día siguiente, el otro día.
Llaman, esperan, te nombran,
dejan mensajes.
Tú sigues acostado en tu catre estrecho,
con los brazos bajo la nuca, las rodillas arriba.
No tienes ganas de ver a nadie,
ni hablar, ni pensar, ni salir, ni moverte.
Un día como este,
poco más tarde o más temprano,
es cuando descubres, sin sorpresa, que hay algo que no funciona,
que no sabes vivir y nunca sabrás.
Pega el sol en las chapas del tejado.
El calor en el cuarto es insoportable.
Estás sentado, arrinconado entre el catre y la alacena,
con un libro abierto en las rodillas.
Hace tiempo que no lees.
Tienes los ojos fijos en una alacena de madera blanca,
en una palangana de plástico rosa que contiene 6 calcetines estancados.
El humo de tu cigarrillo, abandonado en el cenicero,
sube rectilíneo o casi,
y se extiende en capa inestable bajo el techo surcado por minúsculas grietas.
Algo se ha roto.
Ya no te sientes sostenido:
algo que hasta ahora te había reconfortado, te daba calor al corazón,
el sentimiento de tu existencia, la impresión de adherir,
de estar inmerso en el mundo, empieza a faltarte.
Tu pasado, tu presente, tu porvenir, se confunden.
Son únicamente la pesadez de tus miembros,
tu insidiosa jaqueca,
el amargor y la tibieza del Nescafé.
Este recoveco desván que te sirve de habitación,
este tugurio de dos metros noventa y dos de largo,
y un metro setenta y tres de ancho,
o sea, un poquito más de cinco metros cuadrados,
este cuarto del que no te has movido desde hace horas,
desde hace varios días:
estás sentado en un catre demasiado corto.
Tan estrecho, que por la noche...
no puedes tenderte a todo lo largo.
Miras, ahora con mirada casi fascinada,
una palangana de plástico rosa que contiene no menos de 6 calcetines.
Permaneces en tu cuarto, sin comer,
sin leer,
casi sin moverte.
Miras la palangana,
la alacena, tus rodillas,
tu mirada en el espejo rajado,
el tazón, el interruptor.
Escuchas los ruidos de la calle,
la gota de agua en el grifo del rellano de la escalera,
los ruidos del vecino,
sus carrasperas,
sus accesos de tos,
el silbido de su perol.
Observas, en el techo, la línea sinuosa de una delgada grieta,
el itinerario inútil de una mosca,
la progresión casi reconocible de las sombras.
Tienes 25 años y 29 dientes,
tres camisas y ocho calcetines,
500 francos al mes para sobrevivir,
algunos libros que ya no lees,
algunos discos que ya no escuchas.
No tienes ganas de recordar otra cosa.
Estás sentado y sólo quieres esperar,
sólo esperar hasta que no haya nada que esperar:
No vuelves a ver a tus amigos.
No abres la puerta.
No bajas a buscar el correo.
No devuelves los libros que sacaste de la Biblioteca del Instituto Pedagógico.
No escribes a tus padres.
Sólo sales al anochecer, como las ratas, los gatos, los monstruos.
Deambulas por las calles,
te deslizas en los cines mugrientos de los grandes bulevares.
A veces caminas toda la noche,
a veces duermes todo el día.
Eres un ocioso, un sonámbulo,
una ostra.
te sientes poco preparado para vivir, para actuar, para crear;
no quieres más que durar,
no quieres más que la espera y el olvido
No rechazas nada, no rehúsas nada.
Has dejado de avanzar,
pero el hecho es que no avanzabas,
no sigues adelante, has llegado,
no ves para qué tendrías que ir más lejos:
bastó, casi bastó,
un día de mayo demasiado caluroso,
la inoportuna conjunción de un texto del cual habías perdido el hilo,
un tazón de Nescafé demasiado amargo,
y una palangana de plástico rosa...
llena de agua negruzca en la cual flotaban seis calcetines,
para que algo se rompiera,
se alterara,
se deshiciera,
y apareciera a plena luz esta verdad decepcionante,
triste y ridícula como unas orejas de burro.
No tienes ganas de continuar.
Sólo la noche y tu habitación te protegen:
el catre estrecho en el que permaneces acostado
el techo que redescubres a cada instante;
la noche, cuando, solo en medio de la multitud de los Grandes Bulevares,
llegas casi a sentirte feliz con el ruido y las luces,
el movimiento, el olvido.
Sigues el flujo que va y viene, de la République a la Madeleine,
de la Madeleine a la République.
Tiempos muertos,
momentos de vacíos.
El deseo fugitivo y punzante de dejar de oír,
de dejar de ver,
de permanecer silencioso e inmóvil.
Sueños insensatos de soledad.
Amnésico errando en el país de los ciegos:
calles anchas y vacías, luces frías,
rostros mudos sobre los cuales se posaría tu mirada.
Como si, bajo tu historia plácida y tranquilizadora de buen chico,
bajo esos signos evidentes, demasiado evidentes, del crecimiento,
los trazos a lápiz en el dintel de la puerta de los retretes,
los diplomas, los pantalones largos, los primeros cigarrillos,
la navaja de afeitar, el alcohol,
la llave bajo el felpudo para las salidas del sábado noche,
el desvirgado, el bautismo del aire, el bautismo de fuego,
hubiera corrido siempre otro hilo,
siempre presente, siempre mantenido a distancia,
que teje ahora la tela familiar de tu vida recobrada,
el decorado vacío de tu vida dada,
imágenes en filigrana de esta verdad revelada,
de esta dimisión suspendida durante tanto tiempo,
de esta exhortación a la calma,
imágenes inertes y borrosas,
fotografías sobreexpuestas,
casi blancas, casi muertas,
casi ya fosilizadas:
una calle de provincias, postigos cerrados,
sombras opacas,
moscas zumbando en un local militar,
sala cubierta de fundas grises,
polvo en suspensión en un rayo de luz,
campos pelados,
cementerios del domingo,
paseos en automóvil.
Hombre sentado sobre un catre estrecho, un jueves por la tarde,
con un libro abierto sobre las rodillas, mirada ausente.
No eres más que una sombra turbia, un duro núcleo de indiferencia,
una mirada neutra que rehúye las miradas.
Con labios mudos, ojos apagados,
sabrás en adelante sabrás identificar en los charcos, en los cristales,
sobre las carrocerías relucientes de los automóviles,
los reflejos fugitivos de tu vida detenida.
El agua gotea en el grifo del rellano.
Tu vecino duerme.
El débil jadeo del motor de un taxi parado,
más que romper, acentúa el silencio de la calle.
El olvido se infiltra en tu memoria.
Las grietas del techo dibujan un improbable laberinto.
Esos días vacíos,
el calor en tu cuarto,
como en una caldera,
como en un horno,
y los seis calcetines, tiburones fláccidos,
ballenas dormidas,
en la palangana de plástico rosa.
Ese despertador que no ha tocado,
que no toca
que no tocará la hora de tu despertar.
Te tumbas.
Te dejas resbalar.
Te sumerges en el sueño.
Tu habitación es el centro del mundo.
Este antro,
este desván bajo el tejado que conserva siempre tu olor,
esta cama en la que siempre estás solo.
esta repisa,
este linóleo,
esas grietas del techo que has contado cien mil veces.
los desconchados, las manchas,
los relieves,
este lavabo tan pequeño que parece de juguete,
esta palangana, esta ventana,
este empapelado del que conoces cada flor,
estos periódicos leídos y releídos,
que leerás y volverás a leer;
este espejo roto que siempre ha reflejado tu rostro...
partido en 3 porciones de superficies desiguales,
esos libros apilados,
aquí comienza y acaba tu reino,
rodeado, en círculos concéntricos,
por los ruidos siempre presentes que ten enlazan con el mundo:
la gota de agua que cae del grifo de la fuente del rellano,
los ruidos de tu vecino,
sus carraspeos,
sus accesos de tos,
el murmullo incesante de la ciudad.
Abajo, en el cruce, la alternancia regulada de los frenazos,
de las paradas, de los arranques,
de las aceleraciones,
ritma el tiempo de forma casi tan segura como la gota incansable,
como el campanario de Saint-Roch.
Tu despertador,
desde hace mucho tiempo, marca las 05:15.
En el silencio de tu habitación...
el tiempo ya no penetra,
está alrededor,
baño permanente,
obsesionante,
falseado,
un poco sospechoso:
el tiempo pasa pero tú nunca sabes qué hora es,
Son las diez,
o quizá las once,
es tarde, es temprano,
el día nace,
la noche cae,
los ruidos no cesan jamás por completo,
el tiempo jamás se detiene del todo,
ni aún siendo una minúscula brecha en el muro del silencio,
murmullo apagado,
olvidado, gota a gota,
que casi se confunde con los latidos de tu corazón.
Tu habitación es la más bella de las islas desiertas,
y Paris es un desierto que nadie cruzó jamás.
No necesitas nada más que esa calma,
ese silencio,
ese sopor.
que sólo el subir y bajar de tu caja torácica,
siga dando fe de tu paciente supervivencia.
No desear ya nada.
Esperar, hasta que ya no haya nada que esperar.
Deambular, dormir.
Dejarte llevar por el gentío por las calles.
Seguir las cunetas, las rejas, el agua de las riberas.
Caminar por los muelles, rozar las paredes.
Perder el tiempo.
No sentir deseo, despecho, ni rebeldía.
Se presentará ante ti, con el paso del tiempo,
una vida inmóvil,
sin aspereza,
sin desequilibrio.
Día tras día, estación tras estación,
va a comenzar algo que nunca tendrá fin:
tu vida vegetal, tu vida anulada.
Aquí, aprendes a durar.
A veces, dueño del tiempo,
dueño del mundo,
pequeña araña vigilante desde el centro de tu tela,
reinas sobre Paris:
gobiernas el norte por la avenida de la Ópera.
el sur por los pasajes del Louvre,
el este y el oeste por la calle Saint-Honoré.
Te queda todo por aprender,
todo lo que no se aprende:
la soledad,
la indiferencia,
la paciencia,
el silencio.
Estás solo,
y porque estás solo ya no tienes que mirar la hora.
Te dejas ir, y eso te resulta bastante fácil.
Dejas que el tiempo, al pasar, borre la memoria de los rostros,
de las direcciones, de los teléfonos,
de las sonrisas, de las voces.
Olvidas que has aprendido a olvidar,
que te forzaste, un día, al olvido.
Ya no entras en los cafés,
ya no los recorres con aire preocupado,
yendo hasta las salas del fondo en busca de ya no sabes quién
Ya no buscas a nadie en las colas que se forman cada dos horas...
frente a los 7 cines de la calle Champollion.
Estás solo.
Aprendes a caminar como un hombre solo,
a pasear, a deambular,
a ver sin mirar, a mirar sin ver.
Aprendes la transparencia,
la inmovilidad,
la inexistencia.
Aprendes a estar sentado,
a permanecer acostado,
a quedarte de pie.
Aprendes a mirar los cuadros como si fuesen trozos de pared,
y los muros como si fuesen telas...
en las que sigues sin fatiga, los miles de caminos,
laberintos inexorables,
texto que nadie sabría descifrar,
rostros en descomposición.
Te internas en la isla de Saint-Louis,
tomas la calle de Vaugirard,
vas hacia Pereire, hacia Chateau-Landon.
Caminas lentamente,
das media vuelta,
te pegas a los escaparates.
Te sientas en el parapeto del puente Louis-Philippe...
y miras cómo se hace y se deshace un remolino bajo el arco.
A lo lejos, pasan unas barcazas,
turbando a la larga los juegos del agua contra los pilares.
Unos pescadores sentados, inmóviles,
siguen con la mirada la inflexible deriva de los flotadores.
En los parques, te adelantan los niños...
que corren frotando una regla de hierro en las verjas.
Te sientas en los bancos con patas de hierro en forma de garras de león.
Viejos guardas lisiados, discuten con niñeras de otra época.
Con la punta del zapato, dibujas en la arenilla, círculos, cuadrados, un ojo,
tus iniciales.
Giras y giras cerca de la entrada de las Catacumbas,
vas a plantarte bajo la Torre Eiffel,
subes a lo alto de los monumentos,
cruzas todos los puentes, recorres todas las riberas, todos los museos,
el Palacio de la Decouverte el Acuario del Trocadero,
admiras las rosas de Bagatelle, Montmartre de noche,
Les Halles de madrugada,
la estación Saint-Lazare a la salida de los oficinistas,
la Concorde a mediodía el 15 de agosto.
En los jardines de Luxembourg,
miras como los jubilados juegan jal bridge, al "belote" o al tarot.
En un banco, cerca de ti, un viejo momificado
inmóvil, con los pies juntos
y el mentón apoyado sobre el bastón que sostiene con ambas manos,
mira fijamente al vacio,
durante horas.
Tú lo admiras.
Buscas su secreto, su debilidad.
Pero parece inatacable.
Ni siquiera babea,
ni mueve los labios,
apenas pestañea.
Gira el sol entorno a él
quizá lo único que llame su atención sea el recorrido de su sombra;
debe de tener marcas trazadas hace tiempo;
su locura, si es que está loco,
quizá sea el creerse reloj de sol.
Quisieras poder hacerlo,
pero, a causa de tu extrema juventud de tu vocación de viejo...
te pones nervioso con demasiada rapidez:
a pesar tuyo, tu pie se mueve sobre la arena,
tu mirada se pasea erráticamente,
tus dedos se cruzan y se descruzan sin cesar.
Sigues caminando, al azar, te pierdes, das vueltas en círculo.
A veces te fijas unas metas irrisorias:
Daumesnil,
Clignancourt,
el bulevar Gouvion Saint-Cyr,
el museo Postal.
Entras en las librerías y hojeas los libros sin leerlos.
Vas a la oficina de correos de la calle Piramides,
cobras tu beca de estudios.
Entras en las galerías de arte y te paras ante cada cuadro,
inclinando la cabeza a la derecha, guiñando un ojo,
acercándote y retrocediendo para ver mejor.
Al salir, firmas con una gran rúbrica ilegible y una dirección falsa.
Te sientas al fondo de un café,
lees Le Monde línea tras línea, sistemáticamente.
Es un excelente ejercicio.
500 o 1.000 informaciones pasan ante tus ojos escrupulosos y atentos.
Pero tu memoria ha tenido cuidado de no retener ninguna:
has leído también sin interés que la cotización de Pont-à-Mousson cae,
que la bolsa de N.Y. aguanta,
y se puede confiar en la experiencia...
del más antiguo banco de crédito inmobiliario de Francia...
y sus especialistas,
que en Florida, el tifón Bárbara provocó daños valorados en tres mil millones,
que Jean-Paul y Lucas anuncian contentos el nacimiento de su hermana Lucie.
Te sorprende que la combinación,
mediante unas reglas bien simples,
de unos 30 signos tipográficos,
sea capaz de crear a diario miles de mensajes.
Pero ¿por qué deberías hacer de ellos tu pitanza?
¿por qué habrías de descifrarlos?
Sólo te importa que el tiempo transcurra y que nada te afecte:
tus ojos leen los signos, tranquilamente, uno tras otro.
Con respecto al mundo, el indiferente no es ni ignorante ni hostil.
Tu propósito no es redescubrir los sanos gozos del analfabetismo,
sino leer sin dar importancia a tus lecturas.
Tu propósito no es andar desnudo,
sino ir vestido sin que ello implique rebuscamiento o abandono;
tu propósito no es dejarte morir de hambre,
sólo alimentarte.
Comer,
dormir, andar,
vestirte,
que sean sencillamente unas acciones, gestos, evidencias,
pero no pruebas, no monedas de cambio.
tu ropa, tus alimentos, tus lecturas ya no hablarán por ti.
no les confiarás la agotadora, la imposible misión de representarte.
Te pones tu camisa y tu chaqueta,
lees el periódico,
juegas al billar eléctrico,
absorbes, no más de un par de veces al día,
una ración estrictamente calculable de proteínas y de glúcidos,
en forma de un pedazo de carne asada,
unas patatas fritas en aceite hirviendo,
un vaso de vino tinto.
Se trata de un filete,
pero en modo alguno un tournedós,
unas patatas fritas que nadie se atrevería a llamar "patatas paja",
y un vino de origen dudoso.
Pero tu estómago ya no distingue ni tu paladar tampoco.
El lenguaje ha sido más resistente:
has necesitado algún tiempo para que la carne deje de ser correosa,
las patatas aceitosas, el vino ácido,
para que esos adjetivos que evocan comidas pobres y sopas de caridad...
pierdan poco a poco su sustancia,
y para que la tristeza, la pobreza, la penuria, la necesidad,
la vergüenza, adheridas a esa grasa hacha patata,
a esa dureza hecha carne, a esa acidez hecha vino,
cesen de marcarte,
cesen de gravitar sobre ti.
Ya no hay ninguna humillación en tus comidas.
Bebes vino tinto...
y comes un bistec y patatas fritas.
Inventas recorridos complicados,
plagados de prohibiciones que te obligan a dar largos rodeos.
Visitas los monumentos.
Enumeras las iglesias,
las estatuas ecuestres, los urinarios públicos,
los restaurantes rusos.
Visitas las obras a lo largo de las riberas,
las calles destripadas como campos labrados,
las canalizaciones,
los edificios en demolición.
Regresas a tu cuarto...
y te dejas caer sobre tu catre demasiado estrecho.
Cuentas, organizas las grietas del techo
A menudo juegas a las cartas tú solo.
Distribuyes sobre tu cama 4 hileras de 13 naipes,
y retiras los ases.
El juego consiste en ordenar los 48 naipes restantes,
utilizando los huecos que han dejado los ases;
si uno de los espacios es el primero de una hilera,
tienes derecho a poner un 2;
si se encuentra, digamos, después de un 6,
puedes poner el siete del mismo palo,
tras el siete, un ocho,
tras el ocho, un nueve,
y así sucesivamente;
si se encuentra después de un rey,
no puedes poner nada y el espacio se pierde.
La suerte no juega apenas ningún papel en este solitario.
Puedes prever el momento en el que tus 4 huecos...
te harían tropezar con un rey,
y por lo tanto perder, si los jugaras en orden;
pero, puedes usar un espacio,
luego otro, regresar al primero, pasar al tercero, al cuarto,
y de nuevo al segundo.
Sin embargo, ganas muy rara vez:
siempre llega un momento en que el juego se bloquea,
pues cuando la 1/2 o 3/4 partes de las cartas están organizadas,
no puedes ya llenar espacios sin destapar por fuerza un rey.
En principio, tienes derecho a otros dos intentos,
pero cuando se complica la jugada, recoges todas las cartas,
las barajas 2 o 3 veces y las repartes de nuevo para volver a probar.
Barajas las cartas, las distribuyes, retiras los 4 ases, observas el juego.
Comienzas un poco al azar,
procurando solamente que no salga demasiado pronto un rey.
Poco a poco el juego se organiza,
aparecen obligaciones, se presentan posibilidades:
aquí, un naipe está ya en su lugar,
ahí, mover uno te permitirá ordenar de golpe 5 o 6,
allá un rey que estorba no podrá moverse.
No ganas casi nunca.
Haces trampa a veces, muy poco,
rara vez,
Lo que te importa no es la victoria,
porque qué significaría tu victoria.
Pero juegas cada vez más a menudo,
cada vez más rato,
a veces toda la tarde,
o bien desde que te levantas,
o hasta la madrugada.
En este juego hay algo que te fascina, incluso más, quizá,
que el juego del agua en los puentes, que los laberintos de los techos,
o las ramitas casi opacas que flotan en la superficie de tu córnea.
Según la posición, según el instante,
cada naipe adquiere una densidad casi conmovedora.
Tú proteges,
destruyes, construyes,
combinas, urdes plan tras plan:
ejercicio vacuo, peligro que nada sanciona,
ordenamiento irrisorio:
48 naipes te encadenan a tu cuarto
y te sientes feliz de que un 10 esté en su sitio,
de que un rey no pueda alzarse contra ti,
o infeliz de que tus pacientes cálculos conduzcan al mismo resultado imposible.
Como si esa estrategia solitaria y muda fuese tu único camino,
se hubiera convertido en tu razón de ser.
Es de noche.
Cierras los ojos,
los abres.
Formas víricas, microbianas,
dentro de tu ojo o en la superficie de tu córnea,
flotan lentamente de abajo arriba,
desaparecen,
regresan de pronto al centro,
apenas distintas,
discos o burbujas, briznas, filamentos torcidos...
cuya disposición forma una especie de animal fantástico.
Les pierdes la pista,
vuelves a encontrarlos;
te frotas los ojos...
y los filamentos explotan,
se multiplican.
Pasa el tiempo,
te vas adormeciendo.
Dejas el libro abierto a tu lado, sobre la cama.
Todo es vago,
zumbante.
Tu respiración es sorprendentemente regular.
Con el paso de las horas, de los días, las semanas, las estaciones,
te desprendes de todo, te alejas de todo.
Descubres, a veces casi con una especie de embriaguez,
que eres libre,
que nada te pesa, ni te gusta ni te disgusta.
En esta vida sin desgaste...
y sin más estremecimiento que esos instantes suspendidos,
hallas un felicidad casi perfecta,
fascinante,
a veces repleta de emociones nuevas.
Vives en un paréntesis bienaventurado,
en un vacío lleno de promesas y del que no esperas nada.
Eres invisible, límpido, transparente.
No existes ya:
sucesión de horas, sucesión de días,
el paso de las estaciones, el transcurrir del tiempo,
tú sobrevives, sin alegría ni tristeza,
sin futuro y sin pasado,
así, simplemente, evidentemente,
como una gota de agua que brota en el grifo de una fuente,
como 6 calcetines remojados en una palangana de plástico rosa,
como una mosca o como una ostra,
como un árbol, como una rata.
Con el tiempo tu frialdad se hace fabulosa.
Tus ojos han perdido todo su brillo,
tu silueta es ya totalmente cadente.
Una serenidad sin hastío, sin amargura,
se dibuja en las comisuras de tus labios.
Te deslizas por las calles, intocable,
protegido por el desgaste moderado de tu ropa,
por la neutralidad de tus pasos.
Ya sólo tienes gestos aprendidos.
Ya sólo pronuncias las palabras necesarias.
No dices nunca por favor, buenos días, gracias, hasta luego.
No preguntas el camino.
Te arrastras.
Caminas.
Todos los instantes son iguales, todos los espacios se parecen.
Nunca tienes prisa, nunca te pierdes.
No tienes sueño.
No tienes hambre.
Te dejas ir, te dejas llevar:
basta con que el gentío suba o baje por los Campos Elíseos,
basta con que una espalda gris te preceda un poco...
y gire hacia una calle gris;
o bien una luz o una ausencia de luz,
un ruido o una ausencia de ruido,
un muro, un grupo, un árbol,
agua, un portal, unas rejas,
unos carteles, unos adoquines, un paso de peatones,
un escaparate, una señal luminosa, la placa de una calle,
el puesto de un mercero, una escalera, una glorieta...
Caminas o no caminas.
Duermes o no duermes.
Compras Le Monde o no lo compras.
Comes o no comes.
Te sientas, te acuestas, te quedas de pie,
entras en la sala oscura de un cine.
Enciendes un cigarrillo.
Cruzas las calles, cruzas el Sena,
te detienes, te vas.
Juegas al millón o no juegas.
La indiferencia no tiene principio ni fin:
es un estado inmutable que nada podría quebrantar.
Ya no tienes más que reflejos elementales:
no cruzas cuando semáforo está en rojo,
te proteges del viento para encender el cigarrillo,
te abrigas más las mañanas de invierno,
cambias de camisa, de calcetines, de calzoncillos y de camiseta...
aproximadamente una vez a la semana.
La indiferencia disuelve el mensaje, confunde los signos.
Eres paciente, y no esperas, eres libre y no escoges,
estás disponible y nada te moviliza.
Oyes sin escuchar, ves sin tener que mirar:
las grietas de los techos, las tablas de los parquets,
el dibujo de los enlosados, las arrugas alrededor de tus ojos,
los árboles, el agua, las piedras,
los coches que pasan,
las nubes que dibujan en el cielo formas de nubes.
Ahora vives en lo inagotable.
Cada día está hecho de silencios y de ruidos,
de luces y de oscuridades,
de espesores, de esperas, de escalofríos.
Te deslizas, te dejas fluir, flaquear,
buscar el vacío, huir de él.
Caminar, detenerte,
sentarte, instalarte en la mesa,
apoyarte sobre los codos, acostarte.
Gestos de autómata:
levantarte, lavarte, afeitarte, vestirte.
Corcho en el agua:
ir a la deriva,
seguir el barullo, deambular:
el verano en el silencio espeso,
postigos cerrados, calles desiertas,
asfalto pegajoso,
verde casi *** de las hojas inmóviles;
el invierno en la luz fría de los escaparates,
de las farolas, vaho en las puertas de los cafés,
muñones negros de los árboles muertos.
Vives sin sorpresas.
Estás a cubierto.
Duermes, comes, caminas, sigues viviendo,
como una cobaya...
que un científico despistado hubiera olvidado en su laberinto.
Ninguna jerarquía,
ninguna preferencia.
Tu indiferencia es inmutable:
hombre gris para quien el gris no evoca gris alguno.
No insensible, sino neutro.
El agua te atrae tanto como la piedra,
la oscuridad tanto como la luz,
el calor tanto como el frío.
Únicamente existe tu caminar,
y tu mirada, que se posa y desliza.
ignorando lo bello, lo feo, lo familiar, lo sorprendente,
sin retener...
combinaciones de formas y de luces que se hacen y deshacen,
sin cesar,
en todas partes, en tus ojos,
en los techos, a tus pies, en el cielo,
en tu espejo roto, en el agua,
en las piedras, en las multitudes.
Plazas, avenidas,
jardines y bulevares, árboles y rejas,
hombres y mujeres, niños y perros,
esperas, barullos,
vehículos y escaparates,
edificios, fachadas,
columnas, capiteles,
aceras, alcantarillas,
enlosados de gres que brillan bajo la fina lluvia.
Silencios, clamores, bullicios, multitudes de las estaciones,
de las tiendas, de los bulevares,
calles repletas de gente, andenes repletos de gente,
calles desiertas de los domingos de agosto,
mañanas, tardes,
noches, albas y crepúsculos.
Ahora eres el dueño anónimo del mundo,
aquel sobre el cual la historia ya no tiene poder,
aquel que ya no siente caer la lluvia, que ya no ve venir la noche.
No conoces sino tu propia evidencia:
la de tu vida que continúa, la de tu respiración, la de tus pasos.
Ves a las gentes ir y venir, al gentío y a las cosas hacerse y deshacerse.
Ves, en el escaparate minúsculo de una mercería,
una barra de cortina sobre la cual tus ojos se fijan de pronto:
prosigues tu camino:
eres inaccesible como un árbol, como una ostra, como una rata.
Pero las ratas no buscan conciliar el sueño durante horas.
Pero las ratas no se despiertan sobresaltadas,
ni muertas de pánico, ni empapadas en sudor.
Pero las ratas no sueñan y ¿qué puedes hacer contra tus sueños?
Pero las ratas no se comen las uñas y,
sobre todo, no metódicamente, durante horas enteras,
hasta que la extremidad de sus garras no sea más que una llaga difusa.
Arrancas hasta la mitad de la uña,
mordiendo los puntos donde se une a la carne;
desgarras los pellejos de la falangeta...
hasta que empieza a brotar la sangre,
hasta que los dedos te duelen tanto que, durante horas...
no soportas el menor contacto...
que no puedes tocar nada...
y tienes que remojarte las manos en agua hervida.
Pero las ratas, que tú sepas, no juegan al millón.
Tú te enganchas a las máquinas durante horas,
durante noches enteras, rabiosamente, febrilmente.
Jadeas, enganchado a la maquina,
acompañando con grandes golpes de pelvis los rebotes de la bola metálica.
Te ensañas contra los muelles,
las luces, los números, los pasajes.
Damas pintadas cuyos ojos se encienden, cuyo abanico se mueve.
No puedes luchar contra un tilt.
Puedes jugar o no jugar.
No puedes entablar diálogo,
no puedes hacerle decir lo que no sabe decirte.
Por más que te aprietas contra él, que jadeas,
el tilt permanece insensible a la amistad que sientes,
al amor que buscas,
al deseo que te desgarra.
Deambulas por las calles,
entras en un cine;
deambulas por las calles,
entras en un café;
deambulas por las calles,
miras los trenes;
deambulas por las calles,
entras en un cine...
en el que ves una película semejante a la que acabas de ver,
sales;
deambulas por calles demasiado iluminadas.
Regresas a tu cuarto, te desvistes,
te deslizas entre las sábanas, apagas la luz,
cierras los ojos.
Es la hora en que mujeres soñadas, desvestidas precipitadamente,
se agolpan a tu alrededor,
es la hora en que vuelves a leer los libros que ya has leído mil veces,
en que das vueltas y más vueltas sin conciliar el sueño.
Es la hora en que, con los ojos bien abiertos en la oscuridad,
mientras tu mano tantea bajo el banco en busca de un cenicero,
de cerillas, de un último cigarrillo,
evalúas tranquilamente la amplitud de tu desgracia.
Ahora te levantas de noche.
Deambulas por las calles,
te sientas en los taburetes de los bares...
y te quedas allí durante horas,
hasta que cierran,
frente a una cerveza o un café solo o un vaso de vino tinto.
Vas solo y a la deriva.
Caminas por las avenidas desoladas, entre árboles escuálidos,
fachadas peladas, portales negros.
Entras en la fealdad inagotable de Batignolles, de Pantin.
No te encuentras más que con fuentes secas desde hace mucho tiempo,
o iglesias viscosas, obras destripadas,
muros descoloridos.
Los jardines cuyas verjas te aprisionan,
los pantanos estancados cerca de las alcantarillas,
las puertas monstruosas de las fábricas.
Bajo las pasarelas metálicas del barrio de L'Europe,
las locomotoras de vapor lanzan bocanadas de humo blanco.
En el bulevar Barbès o en la plaza Clichy,
las multitudes impacientes alzan los ojos al cielo.
No es que el infortunio se haya precipitado sobre ti,
si no que se ha ido insinuando casi suavemente.
Minuciosamente ha impregnado tu vida, tus gestos, tus horas, tu habitación,
ha tomado posesión de las grietas del techo,
de las arrugas de tu rostro en el espejo roto, de la baraja;
se ha colado en el grifo que gotea en el rellano,
ha resonado cada cuarto de hora en el campanario de Saint-Roch
La trampa era ese sentimiento casi exaltante,
ese orgullo,
esa especie de embriaguez;
creías no necesitar más que la ciudad, sus piedras y sus calles,
las multitudes que te arrastraban,
necesitar sólo una butaca libre en un cine de barrio,
necesitar sólo tu cuarto,
tu antro, tu jaula, tu madriguera.
Una vez más, distribuyes las 52 cartas sobre tu estrecho catre.
Has perdido tus poderes.
La trampa: esa peligrosa ilusión de ser invulnerable,
de no dar ningún asidero al mundo;
de deslizarte, intocable,
con los ojos abiertos mirando hacia adelante, viéndolo todo,
sin retener nada.
Hombre sin memoria, sin pavor.
Pero no hay salida,
no hay milagro,
ni verdad alguna.
Te sientas, con las piernas colgando, por encima del Sena.
Vas a ras de los muros sucios de las calles negras.
Retiras los 4 ases de las 52 cartas extendidas.
¿Cuántas veces has repetido los mismos gestos mutilados,
los mismos trayectos que no llevan nunca a ninguna parte?
No tienes más recursos que tus refugios baratos,
tu paciencia imbécil,
los mil y un rodeos que cada vez te devuelven a tu punto de partida.
De los jardines a los museos,
de los cafés a los cines,
de los muelles a los parques,
las salas de espera de las estaciones,
los vestíbulos de los grandes hoteles, los supermercados,
las librerías,
los pasillos del metro.
Los árboles, las piedras,
el agua, las nubes,
la arena, los ladrillos,
la luz, el viento
la lluvia:
sólo cuenta tu soledad.
Hagas lo que hagas, vayas donde vayas,
todo lo que ves no tiene importancia,
todo cuanto haces es en vano,
lo que buscas es falso.
Sólo existe la soledad que siempre acabas encontrando ante ti.
Dejaste de hablar y sólo el silencio te ha respondido
Pero esas palabras, esos miles,
esos millones de palabras que se han atascado en tu garganta,
las palabras sin orden, los gritos de alegría,
las palabras de amor, las risas idiotas,
¿cuándo las recuperarás?
Ahora vives en el terror del silencio.
Pero ¿no eres tú el más silencioso de todos?
Los monstruos han entrado en tu vida,
las ratas, tus semejantes, tus hermanos.
Las decenas, centenas, millares de monstruos.
Los localizas, los reconoces por signos imperceptibles,
por sus salidas furtivas,
su silencio,
su mirada flotante, vacilante, asustada, que se desvía al topar con la tuya.
En medio de la noche, sigue brillando la luz...
en las ventanas abuhardilladas de sus sórdidos cuartuchos.
Sus pasos retumban en la noche.
Pero esos rostros sin edad,
esas siluetas endebles o fláccidas,
esas espaldas curvas, tu sabes que siempre están cerca de ti,
sigues su sombra, tú eres su sombra,
frecuentas sus guaridas, sus escondites,
sus mismos refugios y asilos,
los cines de barrio que apestan a desinfectante,
las plazuelas, los museos, los cafés,
las estaciones, los metros, los mercados.
Desesperanzas sentadas como tú sobre los bancos,
que dibujan y borran sin cesar en la arena el mismo círculo imperfecto,
lectores de periódicos encontrados en la basura.
Hacen los mismos periplos que tú igual de vanos, igual de lentos,
Vacilan como tú ante los mapas de las estaciones de metro,
comen sus panecillos, sentados en la orilla del río.
Desterrados,
parias,
excluidos.
Caminan rozando los muros, con la cabeza gacha, los hombros caídos,
las manos crispadas rozando las piedras de las fachadas,
con gestos fatigados de vencidos, de mordedores de polvo.
Les sigues, les espías, los odias:
monstruos agazapados en sus desvanes,
monstruos en zapatillas que arrastran los pies en los mercados,
monstruos de ojos lúgubres,
monstruos de gesto mecánico,
monstruos decrépitos
Te codeas con ellos, los acompañas, te abres camino entre ellos:
los sonámbulos, los brutos, los ancianos,
los idiotas con sus boinas caladas hasta los ojos,
los borrachos,
los viejos que intentan contener los temblores de sus mejillas,
los paletos perdidos en la gran ciudad,
las viudas, los hipócritas, los antepasados,
han llegado a ti.
Te han agarrado por el brazo...
como si, tú, solitario, vieras caer sobre ti a todos los demás solitarios;
Como si sólo pudieran encontrarse,
para tomar un vaso de vino tinto en la misma barra,
aquellos que no hablan jamás,
aquellos que hablan solos.
Los viejos locos, las viejas ebrias,
los exiliados.
Se cuelgan de tu chaqueta, de tus faldones, de tus mangas,
te echan su aliento a la cara.
Vienen hacia ti poco a poco con sus amables sonrisas,
sus folletos,
los pobres combatientes de las grandes causas idiotas,
los cantantes tristes que piden para sus camaradas,
los huerfanitos que venden manteles,
las viudas demacradas que protegen a las mascotas.
Todos los que te abordan, te retienen,
te manipulan, te escupen a la cara su verdad mezquina,
sus eternas preguntas,
sus buenas obras, su camino verdadero.
Los hombres-anuncio de la verdadera fe que salvará al mundo.
Los de tez terrosa y cuello raído, los tartamudos que te cuentan su vida,
sus cárceles, sus asilos, sus falsos viajes, sus hospitales.
Los viejos maestros que quieren reformar la ortografía,
los estrategas, los astrólogos, los adivinos, los curanderos,
todos los que viven con sus ideas fijas
los fracasados, los miserables,
los monstruos inofensivos de quienes se mofan en los bares,
llenándoles demasiado un vaso que no podrán llevarse a la boca,
viejas con falsas pieles...
que beben Marie Brizard tratando de conservar su dignidad.
Y todos los demás: los peores, los beatos, los maliciosos,
los satisfechos de sí mismos que sonríen complacientes,
los obesos, los que se conservan jóvenes,
los lecheros, los condecorados;
los juerguistas, los engominados de barrio,
los opulentos, los mentecatos.
Los monstruos que arguyen su derecho, te toman por testigo, te interpelan.
Los monstruos con familia numerosa,
con sus hijos monstruos, sus perros monstruos;
los miles de monstruos parados en los semáforos;
las hembras chillonas de los monstruos;
los monstruos con bigote, chaleco, tirantes;
los monstruos turistas volcados frente a monumentos horrendos,
los monstruos endomingados, la muchedumbre monstruosa.
Deambulas, pero la gente ya no te lleva, la noche ya no te protege
Sigues y sigues andando, caminante infatigable, inmortal.
Buscas, esperas. Deambulas por la ciudad fósil,
piedras intactas de las fachadas restauradas,
cubos de basura cuajados, sillas vacías de las porteras;
deambulas por la ciudad muerta, andamios abandonados junto a edificios en ruinas,
puentes raptados por la niebla.
Ciudad pútrida, ciudad innoble, horrorosa.
Ciudad triste, luces tristes en calles tristes,
payasos tristes en cabarets tristes, colas tristes ante cines tristes,
muebles tristes en las tiendas tristes.
Estaciones oscuras, cuarteles, cobertizos.
Siniestros bares alineados en los grandes bulevares.
Ciudad ruidosa o desierta, lívida o histérica,
destripada, saqueada, maculada,
llena de prohibiciones, de barrotes, de rejas.
Ciudad osario: los mercados podridos, el arrabal en el corazón de París,
el insoportable horror de los bulevares de policías:
Haussmann, Magenta; Charonne.
Como un prisionero, como un loco en su celda.
Como una rata en el laberinto buscando la salida.
Recorres París de un lado a otro.
Como un muerto de hambre,
como un mensajero portador de una carta sin dirección.
Ahora ya no tienes refugios.
Tienes miedo,
esperas a que todo se detenga,
la lluvia,
las horas,
la oleada de coches,
la vida,
los hombres,
el mundo,
Esperas a que todo se derrumbe:
las murallas,
las torres,
los suelos y los techos;
los hombres y las mujeres,
los ancianos y los niños,
los perros,
los caballos,
los pájaros,
que caigan al suelo,
paralizados,
atacados por la peste,
epilépticos;
esperando a que el mármol se desmorone,
que la madera se pulverice,
que las casas se desplomen en silencio,
que las lluvias diluvianas disuelvan las pinturas,
desencajen las clavijas de los armarios centenarios
destrocen las telas,
borren la tinta de los periódicos;
a que un fuego sin llamas corroa los peldaños de las escaleras;
a que las calles se hundan justo por el centro...
dejando al descubierto el laberinto de las alcantarillas;
a que el óxido y la bruma invadan la ciudad.
No estás muerto y no eres más sabio.
No has expuesto tus ojos a la quemadura del sol.
Los dos viejos actores de segunda no han venido por ti,
no se han pegado a ti...
formando un bloque contigo, de tal forma,
que no se podría aplastar a uno sin aniquilar al otro.
Los volcanes misericordiosos no se han inclinado sobre ti.
Tu madre no ha remendado tus ropas
No partes, por milésima vez, en pos de la realidad de la experiencia,
ni a modelar en la fragua de tu alma la consciencia de tu raza.
Ningún antiguo antepasado,
ningún antiguo artesano te asistirá ni ahora ni nunca.
No has aprendido nada,
excepto que la soledad no enseña nada,
que la indiferencia no enseña nada:
Estabas solo...
y querías que entre el mundo y tú se cortaran los puentes para siempre.
Pero eres tan poca cosa,
nunca has hecho nada más que errar en una gran ciudad,
recorrer kilómetros de fachadas,
de escaparates, de parques y de muelles.
La indiferencia es inútil.
Tu rechazo es inútil.
Tu neutralidad no quiere decir nada.
Creíste pasar por las avenidas, andar a la deriva por la ciudad,
seguir el camino de la gente, adivinar el juego de las sombras y las grietas.
Pero no ha ocurrido nada:
ningún milagro,
ninguna explosión.
Cada día transcurrido no ha hecho más que erosionar tu paciencia.
Hubiera sido necesario que el tiempo se parara por completo,
pero nadie es lo bastante fuerte como para luchar contra el tiempo.
Pudiste hacer trampa, ganar migajas, segundos:
pero las campanas de Saint-Roch,
la alternancia de los semáforos en el cruce de Pyramides con Saint-Honoré,
el previsible goteo del grifo del rellano,
nunca dejaron de medir las horas,
los minutos,
los días y las estaciones.
Durante mucho tiempo has construido y destruido tus refugios:
el orden o la inacción,
la deriva o el sueño,
las rondas nocturnas, los instantes neutros,
la fuga de la sombras y las luces.
Quizá podrías continuar mintiéndote durante mucho tiempo,
embruteciéndote.
Pero el juego ha terminado,
El mundo no se ha movido y tú no has cambiado.
La indiferencia no te ha vuelto diferente.
No te has muerto. No te has vuelto loco.
Ninguna maldición pesa sobre tus espaldas.
No te espera ninguna prueba,
ningún cuervo quiere sacarte los ojos,
a ningún buitre se le ha infligido el indigesto castigo...
de venir a zamparse tu hígado, mañana, tarde y noche.
Nadie te condena y no has cometido ninguna falta.
El tiempo, que se ocupa de todo, ha dado con la solución a pesar tuyo.
El tiempo, que conoce la respuesta, ha seguido pasando.
En un día como éste,
un poco después, o un poco antes,
todo vuelve a empezar,
todo empieza, todo continúa.
Deja de hablar como un hombre que sueña.
¡Mira!
Míralos.
Ahí están. millares y millares,
centinelas silenciosos, terrestres inmóviles,
plantados a lo largo de los muelles, de las riberas.
por las aceras inundadas de lluvia de la place Clichy,
en pleno ensueño oceánico,
esperando el romper de las olas, el desencadenamiento de las mareas
la llamada ronca de las aves marinas.
No,
ya no eres el dueño anónimo del mundo,
aquel sobre el cual la historia no tenía poder,
aquel que no sentía caer la lluvia,
que no veía venir la noche.
Ya no eres el inaccesible, el límpido, el transparente.
Tienes miedo,
y esperas.
Esperas, en la place Clichy, a que la lluvia deje de caer.
Subs: tahita en veinticuatrofps. com