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Los hábitats de Alaska son tan complejos como frágiles, fruto de unas condiciones extremas y de milenios de evolución.
Y cualquier cambio sobre ellos, por pequeño que parezca, puede alterarlos de forma irremediable.
El simple retraso en la llegada de los salmones puede acarrear graves consecuencias.
Estamos a finales de junio, los salmones aún no han llegado y muchas poblaciones comienzan a impacientarse.
Día tras día entran en los estuarios de los ríos con la esperanza de ver a los infatigables viajeros.
Y día tras día vuelven a sus rocas sin haber logrado su propósito.
Junto a ellos, en un islote cercano, la colonia de frailecillos parece mucho más tranquila.
Ellos también se han especializado en la pesca, pero sus presas distan mucho del tamaño de los salmones.
Para ellos, los arenques constituyen su maná particular y este año parece que la pesca será abundante.
Mientras los frailecillos se entregan de pleno a su labor pesquera,
en el islote cercano las focas y los lobos marinos continúan su espera.
Ambas especies llegaron al comienzo del verano para procrear.
Vinieron plenos de reservas, porque los machos no se alimentan mientras dura el celo
y las hembras tienen que amamantar a las crías, lo que acarrea un gasto extra de nutrientes.
La llegada de los salmones supone para ellos una fuente extraordinaria de energía, en el momento de más necesidad.
La baja temperatura del agua les obliga a mantener una capa de grasa que les proteja del frío.
Por eso si la alimentación es insuficiente, los lobos marinos, al igual que las focas,
tienen que suspender la lactancia de sus crías y retornar a sus cuarteles de invierno.
Las crías adquieren la capa de grasa con la lactancia,
de modo que si las madres deben regresar antes de tiempo no estarán preparadas para el viaje y morirán.
Este problema ya ha surgido en Alaska y ha obligado a los tribunales
a decretar el cese de las pesquerías de arrastre de la zona para salvar estas colonias de mamíferos marinos.
Por fin, el mar les trae una señal: orcas.
Por una vez sus peores enemigos se convierten en motivo de alegría,
ya que vienen siguiendo a los esperados salmones.
Sin embargo, será mejor esperar fuera del agua otro poco antes de participar en el banquete.
Las orcas siguen en los alrededores y si ven a los lobos marinos quizá decidan cambiar de menú
y pasar del pescado a la carne.
Tras varios años en el océano las cinco especies de salmones que habitan los ríos de Alaska vuelven al hogar.
Millones de ejemplares se acercan a la costa y eligen el mismo cauce en el que nacieron
para llevar a cabo su última misión: perpetuar la especie.
Las focas observan a las orcas alejarse mientras los salmones inician su internada en el río.
Los primeros en cruzar son los más afortunados porque, tras cerciorarse de la falta de peligro,
las focas se internan en el agua.
Se ha abierto la veda del salmón.
El paso es muy estrecho así que las focas lo tienen fácil.
Basta con se pongan cerca de la entrada y esperen a que el almuerzo venga a su encuentro.
Para los salmones acaba de empezar su calvario particular.
Es tanta la densidad de peces que sus predadores apenas tienen que esforzarse.
Sin embargo es precisamente esta densidad la que les permite sobrevivir,
ya que por cada uno capturado cientos logran pasar al interior del río.
Por fin, tras el terror, llega el primer descanso.
Protegidos por la estrechez del paso los salmones permanecen en la entrada del río mientras se adaptan al nuevo medio.
En pocos días van a pasar de vivir en agua salada a vivir en agua dulce
y para soportar ese cambio, que mataría a cualquier otro pez,
su cuerpo tiene que sufrir unos profundos cambios fisiológicos.
Sus cuerpos nutritivos también eran esperados en tierra
y miles de aves se concentran en las desembocaduras de los ríos a su llegada.
Los salmones ha alcanzado por fin su tierra de origen, pero su odisea no ha hecho más que empezar.
Ahora deberán enfrentarse a gaviotas, águilas, nutrias,
y, sobre todo, al gran predador de Alaska, el mayor de los carnívoros terrestres del mundo:
el oso grizzly.
A lo largo de los ríos se apostarán cientos de osos que ansían a los nutritivos salmones.
Durante semanas se han alimentado de hierbas y bayas, esperando su llegada.
Para ellos ha llegado por fin la época de la abundancia y van a aprovecharla al máximo.
Los primeros días son los más intensos.
Los territorios de pesca no están todavía establecidos y todos quieren para ellos los mejores puestos.
El hambre y la fuerza dictarán quien elige el primero.
En pocos días los ríos se llenan de salmones y de osos hambrientos en busca de alimento.
Los grandes machos se han situado en posiciones privilegiadas,
pero los jóvenes no tienen tanta suerte y un grupo de ellos decide probar fortuna en un arroyo cercano.
Parece el lugar perfecto y además no tienen competencia.
Pero hay un problema, no se ven salmones en el agua.
Parece que han elegido el río equivocado.
En efecto, no hay salmones.
Cada ejemplar retorna al mismo río en el que nació
y la proximidad de dos arroyos no significa que en ambos haya salmones.
Hasta que no lleguen los jóvenes tendrán que alimentarse de crustáceos, larvas
u otros pequeños animales que se esconden entre las piedras del fondo.