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Él le dio al arte de la fotografía una precisión que reflejaba lo que hacía en la ciencia.
Tenía una Rolleiflex —una de las primeras cámaras portátiles—
con un visor de 2 ¼” que producía bellas imágenes en películas de 2 ¼”.
Esta cámara se volvió la socia de Schultes en la creación artística.
El reconocido fotógrafo Robert Capa dijo: «Si no te gustan tus fotos, acércate».
Con la Rolleiflex, uno no podía acercarse porque su distancia focal era de aproximadamente dos metros
la cámara exigía discreción.
Otra particularidad de la Rolleiflex era que las fotos se tomaban a nivel de la cintura y no enfrente del ojo,
y esa manera de enfocar cambió totalmente la perspectiva:
en vez de hacer que los indígenas se vieran chiquitos e insignificantes, los volvió monumentales y grandiosos.
El acto de tomar fotos cambió de un sentido de agresión a uno de tributo:
cada vez que él tomaba una foto, hacía una reverencia.
Todo esto se debe a un accidente en la historia de la ciencia.
Schultes, el primer miembro de una familia humilde en estudiar en la universidad,
carecía de los medios para quedarse en los dormitorios de Harvard,
pero trabajó en la biblioteca más ecléctica del mundo,
la del Museo Botánico de la Universidad de Harvard.
Allí descubrió monografías sobre tribus distantes, historias curiosas de expediciones y exploraciones,
y decidió tomar un curso que se dictaba desde hacía más de 125 años en Harvard: «Temas de plantas y de humanos».
La clase la daba un experto en orquídeas que odiaba el gobierno federal, Oakes Ames.
Una de las tareas que él asignó durante la época de la Prohibición fue fermentar y destilar alcohol
y el trabajo práctico del laboratorio consistió simplemente en emborracharse
como un gesto de desafío frente al gobierno federal.
Pero cuando llegó la hora de estudiar unas plantas alucinógenas conocidas como «la fantástica»,
hasta el gran profesor Ames tuvo sus límites, así que a los estudiantes les tocó entregar una convencional reseña.
Schultes, que estaba muy atareado, corrió al fondo del laboratorio, cogió el libro más delgado y lo metió en su morral.
Regresó a su humilde apartamento en el este de Boston
y, esa noche, cuando se sentó a estudiar, sacó el libro, que resultó ser la única monografía disponible en inglés
en la que se describían los asombrosos efectos farmacológicos del ***.
Pasó la noche leyendo sobre visiones de orbes brillantes que salían de la imaginación de la gente
y al otro día le dijo a su maestro: «Tengo que conocer esta planta».
El profesor le respondió: «Sí, pero tienes que vivirla».
Así que con una beca salida del bolsillo de el gran profesor Ames
en 1935, Schultes condujo su viejo Studebaker modelo 1928 rumbo al occidente
hacia el territorio de Oklahoma, en Estados Unidos
donde terminó comiendo *** cuatro o cinco veces por semana durante dos meses. Fue una experiencia extraordinaria.
Schultes formó parte de la última generación de estudiantes que logró conocer la vida y la cultura de estas tribus indígenas.
Cabe mencionar que a su regreso, en el verano de 1935, se había transformado en un ser humano distinto.
Compareció ante el Congreso para apoyar el derecho de los indígenas a utilizar las plantas sagradas.
Él regresó a Washington, donde trabajó en el Herbario Nacional.
Luego encontró por casualidad la solución al misterio más grande en la historia de la etnobotánica,
la identidad de una planta que conocieron los aztecas como teonanácatl, «la carne de los dioses».
Un reconocido antropólogo norteamericano había afirmado que el teonanácatl era el mismo ***.
Schultes sabía que no era verdad
y se dedicó a investigar hasta que encontró un espécimen del herbario con una carta anexa
escrita por un desconocido alemán, un antiguo director del Herbario Nacional,
en la que decía: «Entiendo que un colega de ustedes afirma que teonanácatl es ***: es un tonto, pues es un hongo.
Yo lo conozco, todavía lo usan los mayatec en Oaxaca».
Schultes, que acababa de bajarse de un bus de Oklahoma porque su Studebaker se había varado,
subió a otro bus y luego a un tren para Ciudad de México.