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Hay fantasmas en este lugar.
No se notan enseguida.
A primera vista, Binham Priory en Norfolk
es muy parecida a cualquier otra iglesia de campo,
sencilla, piedra caliza, yeso. Nada llamativo realmente.
Pero uno echa un vistazo alrededor y se da cuenta de que hay algo más aquí.
Ese grandioso techo abovedado de madera. Esas arcadas de varios pisos.
¿No son un poco demasiado grandes para una iglesia parroquial?
Y entonces uno empieza a atar cabos,
y poquito a poco un mundo perdido resurge,
un mundo de monjes y misas, de color y cantos litúrgicos.
Un mundo de imágenes brillantes.
El mundo de la Inglaterra Católica.
Durante siglos, esto no sonaba forzado.
Inglaterra Católica era en realidad sólo otra forma de decir Inglaterra Cristiana.
Y entonces, en una generación,
dejó de ser una obviedad
y empezó a ser una traición.
Imágenes de la Virgen, los apóstoles y los santos
antaño queridos y glorificados, eran ahora objeto de burla y vandalismo.
Aquí en Binham, los santos del comulgatorio fueron borrados,
pintando encima de ellos versículos de una Biblia inglesa.
Hoy, han sido restauradas,
pero el mundo que una vez presidieron ha desaparecido de por vida.
No podemos traer de vuelta el mundo perdido de los santos pintados de Binham
completo y vivo.
Pero sólo porque la muerte de aquel mundo fue tan asombrosa e improbable,
y porque la Reforma y las guerras religiosas que provocó
dejaron una cicatriz tan profunda en el cuerpo de nuestro país,
debemos intentar reensamblar los fragmentos de aquel mundo lo mejor que podamos.
Sólo entonces podremos quizás responder a la más inquietante pregunta de nuestra historia:
¿Qué fue de la Inglaterra Católica?
ARDIENTES CONVICCIONES
Todos crecimos, incluso y buen niño judío como yo,
con la idea de que la Reforma inglesa fue una inevitabilidad histórica,
el rechazo y eliminación de una fe obsoleta, impopular y esencialmente no-inglesa.
Pero en la misma víspera de la Reforma,
el Catolicismo en Inglaterra era vibrante, popular y estaba muy vivo.
Esto es Walsingham en Norfolk,
antaño hogar del altar milagroso
de Nuestra Señora de Walsingham.
Junto con el altar de Becket en Canterbury,
Walshingham era visita obligatoria para todo peregrino que se preciara en el siglo XVI,
una tradición revivida en este siglo por la Alta Iglesia Anglicana.
Hoy sólo se oyen remotos ecos de lo que Walsingham una vez fue,
una ruidosa y tumultuosa mezcla de artificio y santidad,
de piedad y santos de escayola;
la clase de sitio que uno esperaría encontrar en, digamos, Nápoles o Sevilla,
no en las profundidades de la sobria East Anglia.
Pero incluso entonces, como hoy, no todo el mundo lo aprobaba.
Erasmo, el erudito católico superestrella de la época,
vino aquí en una peregrinación de burla
y derramó sorna sobre los cuentos de leche sagrada
y capillas llegadas por correo aéreo desde Tierra Santa.
Pero ésta era la opinión de la minoría intelectual, expresada prudentemente en latín
y tolerada, aunque no necesariamente respaldada,
por los miembros de la dinastía Tudor gobernante.
Los Tudor eran habituales y devotos peregrinos.
Enrique VIII, al principio de su reinado, caminó descalzo hasta el altar,
ofreciendo un collar de rubíes y dedicando un cirio gigante
en agradecimiento por el nacimiento de su hijo, Enrique, en 1511.
El príncipe Enrique murió al cabo de unas semanas,
pero el cirio del rey continuó ardiendo en el altar por muchos años.
Qué mundo más extraño era esta Inglaterra Católica.
El anhelo de una renovación y reforma
conviviendo con lo antiguo, lo santificado y lo ocasionalmente fraudulento.
Pero parece que todas estas aparentes contradicciones
podían encontrar acomodo bajo las anchas faldas
de la Madre Iglesia Católica.
¡Y menuda madre era!
Vengan a la Iglesia de la Santísima Trinidad en Long Melford en Suffolk,
y verán lo que quiero decir.
Este magnífico edificio fue pagado con el dinero de la lana de Suffolk.
Sin embargo, lo que vemos hoy es sólo el desnudo esqueleto de lo que debía ser.
Pero sabemos cómo era Long Melford realmente en su esplendor
gracias al relato dejado por Roger Martyn, que había sido sacristán aquí
durante el reinado de la última reina católica de Inglaterra, la Reina María.
Escribiendo en los ya muy diferentes tiempos de la Reina Isabel,
Roger Martyn, con una mezcla de orgullo y pesadumbre,
se propuso contar a las futuras generaciones lo que se estaban perdiendo.
Detrás del altar mayor un marco de gran tamaño
esculpido de forma muy artística con la historia de la Pasión de Cristo,
todo hermoso, dorado y vivo y hermosamente expuesto.
Y en el extremo norte del mismo altar
había un gran tabernáculo dorado que alcanzaba el techo del presbiterio,
en el que había una gran imagen de la Santísima Trinidad, dorada y hermosa,
junto con otras delicadas imágenes.
Pero la iglesia de Martyn era más que un edificio.
Martyn describe un mundo vivo de procesiones y festivales,
ceremonias y rituales que implicaban a toda la comunidad.
Todo esto presidido por la "dirección", sin la que nada de esto tenía sentido.
Los curas, guardianes del misterio,
en el corazón de la fe cristiana tradicional.
Cada vez que el cura celebraba la comunión,
Cristo crucificado estaba allí en cuerpo y sangre.
El cura era el hombre indispensable,
y no había entrada al Cielo sin pasar por sus manos.
Pero en otros lugares otras manos trabajaban sin descanso.
El cura obrador de milagros estaba a punto de ser desafiado por la propia palabra de Dios,
traducida al inglés e impresa en blanco y ***.
Biblias en inglés escritas a mano habían circulado desde los días de los Lolardos,
aquella herejía protestante que floreció brevemente a principios del siglo XV.
Pero los manuscritos representaban trabajo duro y costaba dinero comprarlos.
Un Nuevo Testamento impreso, por otro lado, podía producirse en masa
y vendido por un precio diez veces inferior.
La idea de una Biblia en inglés, barata y disponible para todo el que supiera leer,
llevó el temor de Dios a las autoridades.
William Tyndale, un cura ordenado,
fue el primero en acometer la peligrosa tarea
de traducir, publicar e imprimir una versión inglesa del Nuevo Testamento.
Tyndale es un estereotipo histórico reconocible.
Austero, duro, recto e incluso un poco fanático,
y reveladoramente claro en sus convicciones.
"Es imposible," escribió, "inculcar a los legos ninguna verdad"
"sin que las Escrituras estén claramente expresadas ante ellos en su lengua materna."
En 1524, Tyndale escapó de Londres al continente,
y acabó en Worms, Alemania,
una ciudad segura y convertida recientemente en protestante
al comprometerse con las nuevas y radicales doctrinas de Martín Lutero.
El Nuevo Testamento de Tyndale se completó en Enero de 1526,
y en pocas semanas ya había copias a la venta en Londres.
Lo que siguió fue la versión inglesa de la Inquisición.
Denuncias, arrestos, quemas de libros, juicios ficticios.
Los que se retractaban eran obligados a llevar haces de leña,
como símbolo de la hoguera que los consumiría si cometían otro desliz.
Y en 1530 el simbolismo dio paso a la cruda realidad
cuando un cura llamado Thomas Hitton
confesó haber traído un Nuevo Testamento de contrabando.
Condenado como hereje, fue quemado en Maidstone el 23 de Febrero.
La Reforma se había apuntado su primera víctima.
Y animando todo esto desde la barrera
estaba el Rey, Enrique VIII, sumiso hijo de la Iglesia,
cuyo cirio había estado quemando alegremente en Walsingham durante casi 20 años.
En el verano de 1530, mientras se encendía el fuego bajo el desafortunado Hitton,
no había razón para pensar que nada iba a cambiar.
Para entender por qué fue así, debemos entender algo sobre Enrique,
el hombre que sin realmente pretenderlo
convirtió la Inglaterra Católica en una nación protestante.
Para empezar, su destino nunca había sido ser rey.
Pero cuando su hermano mayor Arturo murió,
Enrique, a la edad de 11 años, se convirtió en heredero.
También heredó la mujer de su hermano, la española Catalina de Aragón.
El matrimonio-alianza entre España e Inglaterra
era demasiado importante como dejar que caducara.
En 1509, el Rey Enrique VII murió,
y su hijo de 17 años tomó posesión del trono.
El joven rey tenía una presencia espectacular
Uno prácticamente podía oler la testosterona.
Y en cualquier lugar en el que pudiera dar salida a su energía, lo hacía,
en la silla de montar, en la pista de baile o en la de tenis,
donde una embelesada cortesana escribió de la piel del Rey que...
"brillaba a través del tejido de su refinada camisa."
Y además estaba el famoso y despreocupado encanto que dispensaba como el clima inglés,
en períodos soleados alternando con momentos de nubes y repentinos estallidos de truenos.
Su encanto era del tipo palmaditas en la espalda,
cariñosos golpes en la barriga y brazo sobre los hombros,
que, dependiendo del humor de ese mes,
podía auspiciar o un ascenso repentino o un arresto inminente.
Enrique se regodeaba en las alabanzas que generosamente le dispensaban
babosos cortesanos y embajadores.
Enrique el galante, Enrique el guapo, Enrique el inteligente, Enrique 'superstar'.
Fue el único rey que contrató a su propia banda de música para que fuera de gira con él
con el mismo joven Enrique como cantante y compositor.
Instado por el Papa, tentándole con el título de Defensor de la Fe,
Enrique estaba decidido a tener un debut espectacular en la escena Europea.
Intentó que su suegro español, el Rey Fernando,
se uniera en una aventura conjunta contra su enemigo común, el Rey Luis de Francia.
Pero si hablamos de política traicionera, Fernando era un profesional,
aprovechándose sin reparo del ansia de gloria de Enrique,
al no prestarle finalmente los ejércitos que había prometido.
Enrique siguió su aventura sin él
y en el verano de 1513, vendió una escaramuza con caballeros franceses
como una gran victoria llamada la Batalla de las Espuelas.
Mientras tanto en casa, la Reina Catalina y sus consejeros
consiguieron una victoria militar de gran importancia en Flodden Field,
que dejó al rey de Escocia, Jacobo IV, y a una docena de nobles escoceses
caídos en el campo de batalla.
Pero detrás de toda esta actividad tanto en casa como fuera,
aprovisionando a los ejércitos, negociando tratados, canalizando las energías del Rey
estaba una de las más grandes mentes dotadas para la organización de la época,
el Arzobispo de York, pronto Canciller de Inglaterra, Thomas Wolsey.
Seamos sinceros, si pudiéramos encontrar uno, a todos nos vendría bien un Wolsey,
un Jeeves con carácter, alquien que viene a trabajar cada día y dice,
"¿Qué es lo que desea Su Majestad?" y luego va y lo hace.
Sí, de vez en cuando algún documento aparecerá sobre la mesa para ser firmado
pero nada en realidad que vaya a interrumpir un duro día de caza.
Wolsey era el gestor por excelencia,
atento al detalle, tanto en asuntos materiales como humanos,
alguien que podía embelesar al Parlamento cuando era necesario
o dar algún capón, incluso a muy aristocráticas cabezas,
cuando la situación lo requería.
Era un maestro de la manipulación
de concesiones, de honores, de sobornos y de amenazas.
En otras palabras, era un psicólogo con gorro de cardenal.
Wolsey también entendía la relación entre exhibición y poder.
La usó en su propio beneficio aquí en Hampton Court,
pero también en beneficio del Rey,
actuando como promotor de uno de los mayores espectáculos de su carrera,
el Campo del Paño de Oro.
El encuentro en 1520 entre Enrique y el joven rey francés, Francisco I,
se suponía que era una demostración de sincera amistad
y un mensaje directo al recién elegido Emperador del Sacro Romano Imperio, Carlos V,
diciendo que viejos enemigos podían, si era necesario, convertirse en amigos.
Pero se convirtió en una guerra de todas formas, aunque no con armas,
sino algo mucho más mortífero: estilo.
En el mayor ejercicio de transporte llevado a cabo desde las campañas de Eduardo III,
Wolsey embarcó a la totalidad de la clase dirigente de Inglaterra.
nobles, obispos, caballeros... 5.000 hombres,
incluyendo, en una nada convincente muestra de humildad,
al propio Cardenal a lomos de una mula vestido de terciopelo carmesí.
Hubo música, fuentes de vino blanco y tinto,
y gran cantidad de garza para comer.
Los reyes pasaban horas probándose trajes glamurosos
que podían usarse una sola vez.
Pelearon, no sólo con los enrevesados problemas de estado, sino uno contra el otro,
y Francisco, más ágil y listo, acabó tumbando a Enrique.
Seguro que Enrique rió, y seguro que no le gustó ni un pelo.
En algún lugar de todo este estrafalario tumulto
había una joven mujer inglesa,
dama de honor de Claude, la esposa del rey francés.
Esta sería la mujer que llevaría la inmensa maquinaria de poder de Wolsey
a la ruina total
y con ella, inconcebiblemente, el poder de la Iglesia Romana en Inglaterra.
Su nombre era Ana Bolena.
Se ha escrito tanta basura edulcorada sobre la persona de Ana Bolena,
tantas películas de Hollywood,
tantas noveletas rosas pseudo-eróticas
que nosotros, los historiadores serios se supone que debemos desviar la mirada
del trágico culebrón de su vida
y concentrarnos en temas más serios,
como los orígenes sociales y políticos de la Reforma
o la revolución de los Tudor en el gobierno.
Pero por más que lo intentamos, volvemos una y otra vez a la persona de Ana,
porque si lo estudiamos en detalle resulta que ella fue, después de todo,
la principal causa histórica número uno.
En tiempos del Campo del Paño de oro, Ana era una adolescente.
Había estado fuera de Inglaterra intermitentemente desde los 12 años,
cuando su bien conectado padre, el diplomático Thomas,
consiguió convertirla en dama de honor de Margarita de Austria
en una de sus muchas cortes,
ésta de aquí en Mechelen, Flandes.
Margarita era reconocida como la autoridad mundial de la época en amor cortés,
esa forma teatral de flirteo aristocrático
alrededor de la cuál se había desarrollado toda una cultura.
Deseo eternamente aplazado, pasión *** transfigurada en amor puro y desinteresado,
trovadores, máscaras, pañuelos de seda y muchos suspiros.
Esa era al menos la teoría.
Ya que bajo la teatralidad de la superficie,
bullían los instintos básicos de toda la vida.
Ana volvió a Inglaterra en 1522,
como una sofisticada, dotada y ambiciosa joven con sus propias ideas.
Ana Bolena ingresó en el reluciente y peligroso mundo
de la corte de los Tudor estando en la veintena.
Físicamente no era una belleza despampanante a pesar de su largo pelo y ojos negros,
pero sabía cómo explotar su vivacidad natural
y jugar al juego del amor cortés sacándole todo el partido.
Uno de los primeros en caer fue un hombre tan sofisticado como ella,
Thomas Wyatt, la epítome del cortesano Renacentista.
Soldado, diplomático y, por encima de todo, poeta.
Sus poemas están cargados de convencionales suspiros amorosos,
pero en los inspirados por Ana los suspiros vienen del corazón.
Wyatt, infelizmente casado, se dio cuenta de que no tenía ninguna opción con ella,
y en uno de sus famosos poemas se compara a sí mismo
con un cazador, persiguiendo a un ciervo en vano.
Sin poder divorciarse de su mujer,
todo lo que Wyatt podía ofrecer a Ana era convertirla en su amante,
insuficiente para una chica ambiciosa abriéndose camino.
Además, había otra razón por la que Wyatt no podría nunca cazar a su cierva,
como su poema explica.
"Grabado con diamantes en claras letras
"alrededor de su grácil cuello está escrito, 'nole me tangere'
"Para César soy y aunque parezco dócil salvaje soy para el que pretenda tenerme."
"Nole me tangere", no tocar,
ya que César, también conocido como Enrique VIII,
ya había iniciado él mismo la caza,
y el Rey, como ya sabemos, era un cazador infatigable.
Enrique tuvo que trabajar realmente duro para conseguir a Ana, más que nunca.
El hombre que, como Wolsey podría atestiguar, odiaba escribir cartas
escribió montones en sus intentos por ganársela.
Ella representaba todo lo que Catalina de Aragón no era.
Diez años más joven, alegre en vez de piadosa,
fogosa en vez de severamente respetuosa,
Ana abría el camino a la satisfacción ***, a la felicidad doméstica
y, quizás más importante de todo, a la posibilidad de un hijo y heredero.
El distanciamiento entre Catalina y Enrique se remonta a 1511
con la muerte de su hijo Enrique,
que a pesar de las ofrendas hechas en Walsingham vivió sólo unas semanas.
Catalina dio luz después a una hija, María, en 1516.
Pero Enrique empezó a apartarse de su reina.
Después de más de 20 años,
Enrique no tenía un legítimo heredero ni prospecto de tenerlo.
Para cuando Ana apareció en escena,
Enrique ya estaba convencido de que sobre su matrimonio pesaba una maldición divina.
El Rey era un asiduo lector de las Escrituras,
y se le debía cortar la respiración
cada vez que leía el Capítulo 20, Versículo 21, del Levítico,
en el que el mismo Dios le dice a Moisés,
"Si un hombre toma a la mujer de su hermano, comete una inmundicia...
"...ambos quedarán sin tener hijos."
Llevado por su miedo a la extinción dinástica y por su pasión por Ana,
que, como de costumbre, rehusó convertirse en su amante,
Enrique se aferró al divorcio como la solución a todos sus problemas.
Enrique quería una anulación papal del matrimonio sobre la base de incesto.
Pero el Papa no estaba por la labor,
ya que en Mayo de 1527 los ejércitos del Emperador Carlos V saquearon Roma,
e hicieron al Papa Clemente virtual prisionero.
Y Carlos, que era sobrino de la Reina Catalina,
no iba a permitir la anulación mientras estuviera al mando.
Wolsey fue el primero en verse arrastrado por la crisis.
a Enrique no le servía un Arreglalotodo si no podía arreglar esto,
y se deshizo rápidamente de Wolsey, acusado de fraude y corrupción.
Antes de un año estaba muerto; la acusación de alta traición todavía sobre su cabeza.
Fue la misma Ana la que, en algún momento de 1530,
condujo todo el problema en una dirección radicalmente nueva.
Puso literalmente en manos de Enrique
un pequeño libro que a ella le parecía no sólo esencialmente cierto,
sino también, dadas las circunstancias, extremadamente útil.
Escrito por el archi-propagandista William Tyndale, su título era
"La obediencia del Cristiano y cómo los dirigentes Cristianos deberían gobernar"
Como todas las obras de Tyndale era un texto incisivo.
"Un Rey, una ley, es la ordenanza de Dios en todo reino," escribió.
En otras palabras, la ley del Obispo de Roma no era válida en Inglaterra.
Pero Ana no había terminado todavía.
Con la típica mezcla de convicción e interés personal,
encargó a un comité de expertos teólogos, incluyendo a Thomas Cranmer,
que encontraran documentos de la historia de los inicios de la Iglesia
que demostraran la supremacía real.
Enrique, cuanto más aprendía sobre su poder supremo más le gustaba.
Puede que hubiera empezado como una táctica de intimidación política,
pero ahora la supremacía real parecía, por sí misma, una verdad irrefutable.
Casi podemos oírle dándose una palmada en la cabeza exclamando,
"¿Cómo he podido ser tan tonto para no darme cuenta de esto?"
No debe sorprendernos entonces que en el verano de 1530,
que la reveladora palabra "imperial" empiece a aparecer en los comentarios del Rey.
Los Emperadores, por supuesto, no reconocen la superioridad de nadie en la tierra.
El ego de Enrique, nunca precisamente la parte más modesta de su personalidad,
empezó a adquirir dimensiones imperiales.
Y tenía palacios para albergarlo; 50 antes del fin de su reinado.
Algunos de los más grandes y magníficos habían sido de Wolsey,
el más notable en Hampton Court,
que se convirtió ahora en el escenario del posturero teatro de la vida cortesana.
Nada nos da mejor la medida de la magnitud de la corte de Enrique
que el tamaño del espacio necesario para llenar su estómago.
Aquí en las cocinas de Hampton Court, había empleadas 230 personas,
que servían a otras 1.000 que cada día tenían derecho a comer a costa del Rey.
Tres enormes despensas sólo para carne,
una húmeda especialmente diseñada para almacenar pescado,
alimentada por agua de las fuentes del exterior.
almacenes de especias, frutas, seis inmensos hogares.
Tres bodegas enormes capaces de almacenar los 300 barriles de vino
y los 600.000 galones de cerveza que esta corte se tragaba anualmente.
Y en el centro de todo esto,
cuidadosamente protegido en sus aposentos privados de indebida exposición,
estaba el nuevo César de Inglaterra:
el Rey, a sus 40 años, colosal, autocrático,
a lomos de un reino con todo el poder y autoridad divinos
de los Césares Romanos.
E inevitablemente, la Iglesia, con su lealtad a Roma,
se encontraba ahora en el lado equivocado de una desagradable pelea.
Cómo debieron temblar en el palacio del Arzobispo de Canterbury en Lambeth
cuando oyeron a Enrique decir de sus obispos,
"Son sólo súbditos nuestros a medias, sí, apenas súbditos nuestros."
La amenaza era clara y la capitulación inevitable.
Llegó en la primavera de 1532 con la que se llamó Sumisión del Clero,
que cedió ante todas las exigencias de Enrique.
De ahora en adelante, las leyes de la Iglesia se regirían por la voluntad del Rey,
y la voluntad del Rey era clara:
Divorcio de Catalina, matrimonio con Ana, declarar bastarda a la Princesa María,
y reconocimiento del niño no nacido que en la primavera de 1533
empezaba ya a agrandar la barriga de Ana.
Ana fue debidamente coronada en la Abadía de Westminster en Mayo
por un nuevo Arzobispo de Canterbury,
el servicial Thomas Cranmer.
Así pues, una especie de reforma, pero no todavía una reforma protestante.
La Iglesia Inglesa podía haber roto con Roma,
pero ninguna doctrina esencial había sido tocada.
Se preservaba la presencia real de Cristo en la misa.
Los curas debían seguir siendo célibes.
Las oraciones de la Biblia seguían siendo en latín.
Las hermosas cristaleras de la Iglesia de Fairford, en Gloucester
no ofendían ninguna doctrina oficial.
Y así podían haber permanecido las cosas, pero no lo hicieron.
Para entender por qué, debemos ahora
examinar una de las más extraordinarias asociaciones de la historia británica,
la del Arzobispo Thomas Cranmer y Thomas Cromwell,
el hombre que había hecho el trabajo sucio de Wolsey y era ahora Secretario de Estado.
Aquí los tenemos, la extraña pareja Tudor,
en la portada de una Biblia inglesa.
Sin cualquiera de los dos, la Reforma no hubiera ocurrido,
al menos no de la forma en que ocurrió.
Porque eran como dos pilares, el teológico a la izquierda,
y el político a la derecha, con el Rey triunfante en el medio.
Sus intenciones fueron siempre más radicales que las del Rey.
El protestantismo de Cromwell
era producto de una especie de instinto asesino 'anti-establishment'
esperable de un listillo de Putney intentando hacerse un nombre.
Las convicciones de Cranmer eran más profundas y reflexivas,
pero él también tenía fuertes motivos personales para aliarse con los Reformistas.
Poco después de ser nombrado Arzobispo de Canterbury,
Cranmer se había casado en secreto con una alemana, Margareta,
comprometiéndose así con una de las innovaciones más radicales de Lutero.
Cranmer, como Cromwell, era partidario de la idea renacentista
de un príncipe fuerte en un estado cristiano fuerte.
A la gente se le daría su Biblia desde arriba,
autorizada, y no se toleraría ninguna otra versión.
Esta imagen de una metódica, incluso autoritaria Iglesia Anglicana
es precisamente lo que vemos en la portada de esta Gran Biblia,
encargada oficialmente por Thomas Cromwell y publicada en 1539.
Thomas Cromwell es probablemente el menos sentimental de los hombres
que jamás han conducido el país.
Entendió con una claridad que Enrique jamás alcanzaría,
que no era suficiente proclamar la rotura con Roma
y esperar después que todo el mundo hiciera lo propio.
Preveía una pelea, y estaba preparado para pelear duro.
Cromwell sabía que antes o después
el Papa sacaría a relucir su arma pesada:
la excomunión. Y si el Rey pretendía ganar la guerra,
debería contraatacar con algo más o menos nuevo en el lenguaje político,
el patriotismo.
El país debía despertar a un nuevo sentimiento de soberanía, su propio poder.
Demonizar a Roma como el extranjero, el enemigo.
A este motor de propaganda chovinista,
Cromwell añadió la necesaria maquinaria de coerción.
Había que prestar juramento reconociendo la supremacía real,
la legitimidad de los herederos del Rey y la Reina Ana,
y la bastardización de Lady María.
Insultar a la nueva Reina era traición,
llamar hereje o cismático al Rey era traición.
Por primera vez en la ley inglesa era un crimen simplemente decir cosas.
Cromwell consiguió convertir Inglaterra en un lugar de lamentos, nervios y miedo,
donde la denuncia era un mojigato deber
e innumerables pequeñas afrentas se saldaron por gente que clamaba
que sólo hacían "lo correcto".
En ningún otro lugar del régimen de mano dura de Cromwell
su fuerza de choque pareció disfrutar más de su trabajo
que en sus visitas a monasterios,
realizadas con rapidez meteórica durante 1535 y principios de 1536.
El desarraigo de casi 10.000 monjes y monjas,
la destrucción total del antiguo modo de vida
tenía poco que ver con el celo reformador.
Si miramos de cerca los escuadrones de Cromwell en acción
no le dan a uno la impresión de ser un grupo de hombres
que se vieran a sí mismos como renovadores. Destructores, más bien.
Para empezar, parecían desfrutar de su trabajo un poco más de lo debido.
"Le acusé de ocultar una traición,"
escribió uno de los matones de Cromwell a su jefe sobre un prior que tenía a su merced.
"Le llamé sucio traidor en los peores términos que se me ocurrieron,
"y él todo el tiempo de rodillas pidiendo que intercediera por él"
"y no os contara los motivos de su ruina."
Esos eran los placeres de la reforma.
La bonanza de bienes que siguió a la disolución de los monasterios
fue de una magnitud que ninguna otra revolución ha alcanzado nunca.
Abadías como esta en Laycock se ofrecían a precios de sótanos de saldo
y la lealtad al nuevo orden se aseguraba con ladrillos y mortero.
Los anteriores residentes fueron rápidamente olvidados
o reducidos a deliciosas leyendas familiares de monjas sin cabeza o espectros de monjes.
Llamemos al siguiente capítulo de la historia: "circa regna tonat",
alrededor del trono el trueno ruge.
Thomas Wyatt usa esta frase en un poema escrito en una celda de la Torre de Londres
después de haber presenciado la ejecución de cinco hombres inocentes.
Pocos días después, moriría también una mujer inocente.
Como probablemente saben, era Ana Bolena,
y como probablemente pueden adivinar, el autor del sangriento drama
fue Thomas Cromwell.
No fue el nacimiento de una niña en 1533, Isabel, lo que condenó a Ana.
Enrique estaba decepcionado, pero no se volvió contra su esposa.
No, posó la mano sobre la cabeza del bebé,
reconociéndola como hija legítima
y esperando tener mejor suerte la próxima vez.
18 meses después, Ana estaba embarazada otra vez.
A principios de Enero de 1536, más buenas noticias.
Catalina de Aragón había muerto.
Enrique respiró aliviado. "Dios sea alabado," dijo,
"por dejarnos libres de cualquier sospecha de guerra."
Tal vez fue en este punto en el que los mecanismos del cerebro de Cromwell
empezaron a maquinar.
Cromwell había decidido planificar una reconciliación
entre Enrique y el Emperador Carlos V.
Con Catalina, la tía del Emperador, fuera de circulación,
la ocasión era perfecta excepto por una detalle: Ana
Ya que el precio de la paz sin duda incluiría relegitimizar de Lady María,
algo a lo que Ana nunca accedería.
En consecuencia, razonó Cromwell, Ana debe irse.
El 29 de Enero, Ana tuvo un aborto.
Si el bebé hubiera vivido, hubiera sido un niño.
El desastre pareció despertar los más siniestros temores de Enrique.
"Veo ahora que Dios nunca me dará un heredero," le dijo a Ana.
A uno de sus íntimos le insinuó que Ana le había seducido mediante brujería.
Ana estaba indefensa.
Cromwell se movió contra ella con asombrosa rapidez y ferocidad.
Desde la decisión de actuar, tomada alrededor de la Semana Santa de 1536,
a los primeros arrestos, pasaron sólo dos semana.
Ana estaba sentenciada.
Lo que Cromwell preparó entonces fue un acto de pura maldad,
un guiso con ingredientes medidos con mimo: una parte paranoia y una parte pornografía.
Momentos de flirteo, algo nada indecoroso en una corte renacentista.
Un pañuelo que no era del Rey dejado caer en un torneo de un primero de mayo.
Un baile con un joven, que tampoco era el Rey.
Un beso al viento, una risita.
Todo esto fue distorsionado por Cromwell en un carnaval de sexo diabólico y traicionero.
La Reina, al parecer, se había acostado con casi todo el mundo.
Se había acostado con su músico de la corte, con el mozo personal del Rey,
el cortesano más importante de la cámara privada.
Se había acostado con la pareja de tenis del Rey, supuestamente entre sets.
Se había acostado incluso con su propio hermano.
Había presidido como una posesa Mesalina
esta diabólica orgía de traición
incluso tal vez conspirando para hacer pasar el fruto envenenado de esta copulación
como heredero real.
Fue la confesión de su músico, Mark Smeaton, arrancada mediante tortura,
la que dio el sello de legalidad a los asesinatos judiciales de Cromwell.
Fue suficiente condenar a muerte a los cinco amantes de Ana.
Thomas Wyatt, barrido también por la ola de arrestos, aunque salvó la vida,
los vio morir, asomándose a través de las rejas de su celda en el campanario.
"El campanario me mostró tal visión que permanece en mi cabeza día y noche,
"y aprendí a través de la reja que a pesar de todo favor, gloria o poder,
"circa regna tonat."
Dos días después, fue el turno de Ana.
Como privilegio especial,
trajeron de Francia a un experto verdugo para hacer el trabajo.
"He oído que el verdugo es muy bueno," le dijo Ana al guardia de la Torre.
"Y mi cuello es pequeño."
Y entonces, se echó las manos al cuello y se echó a reír.
Cuando la noticia de la ejecución de Ana llegó a Dover,
se dijo que los cirios de la iglesia de la ciudad se encendieron espontáneamente.
Para la amplia mayoría del país,
que a pesar de la rotura con Roma se seguían considerando católicos,
su muerte pareció la sentencia largamente anunciada
para todos a los que llamaban herejes y libreros de pacotilla.
Cromwell, mientras tanto, enfureció su ataque contra la vieja religión
con una serie duras ordenanzas imponiendo la supremacía real
aplastando el culto a santos y altares.
El altar a Becket en Canterbury, el más rico del país,
fue destrozado y saqueado.
Al año siguiente, 1537, Enrique, con una nueva esposa, Jane Seymour,
celebraba la deseada llegada de un hijo, Eduardo.
Pero doce días después lloraba la muerte de su nueva reina.
En Walsingham, una estatua de la Virgen fue quemada.
El libro de cuentas de Enrique de ese año contiene el siguiente crudo extracto:
"Pago por el gran cirio del Rey en Walingham."
"Salario del abad - Cero."
Pero entonces ocurrió algo extraordinario.
El Rey decidió que ya era suficiente y trató de meter al genio de nuevo en la botella.
Instintivamente conservador, estaba alarmado y enfurecido por las pasiones
que la controversia religiosa había levantado.
Y echaba la culpa a la Biblia inglesa.
En vez de leerse en paz y silencio,
la Biblia era ahora objeto de enconadas y desenfadadas discusiones
en cervecerías y tabernas,
precisamente lo contrario de las escenas respetuosas
prometidas en la Gran Biblia de Cromwell.
En 1543 se aprobó una ley restringiendo la lectura de la Biblia en inglés
a clérigos, nobles y burgueses.
Para la gente corriente que se había acostumbrado a un Dios angloparlante,
esto era una verdadera pérdida.
De esto nos da una idea una breve inscripción
escrita ese año por un pastor de Oxfordshire
en la guarda de un pequeño folleto religioso.
Dice, "Compré este libro cuando la lectura del Testamento"
"fue prohibida a los pastores."
"Ruego a Dios que remedie esta ceguera."
"Escrito por Robert Williams, pastor de ovejas en Saintbury Hill."
Para cuando Williams escribió esta plegaria en su colina,
el curso de la reforma en Inglaterra había sufrido importantes reveses.
En 1540 Cromwell había caído, arrojado al verdugo
después de que sus planes para una alianza con príncipes luteranos europeos fracasaran.
Desafortunadamente para Cromwell, la princesa luterana, Ana de Cleves,
la princesa que había encargado para Enrique por correspondencia,
resultó no ser ni de lejos tan mona como la había pintado Hans Holbein.
Para entonces, el Parlamento había aprobado los seis artículos
que, bajo pena de muerte, ilegalizaban el matrimonio para los curas
y reafirmaba la santidad de la misa.
Para consternación de los reformistas,
estas esenciales creencias católicas resultaron ser también las de Enrique.
Así que la posición final de Enrique en materia de religión fue ésta:
Una Iglesia nacional divorciada de Roma pero casada ahora con la Corona inglesa,
despojada de cultos y parafernalia, pero aún esencialmente católica.
Considerando todo lo ocurrido,
Enrique estaba bastante satisfecho del camino intermedio que creía haber encontrado.
Que es lo que vemos en este inmenso cuadro del estudio de Hans Holbein
el Rey Enrique, todopoderoso y omnisciente,
guardián y gobernante del reino terrenal y espiritual.
Los sumisos personajillos a sus pies son el gremio de barbero-cirujanos.
Aclaman al rey como el sanador y gran médico,
que es exactamente como Enrique se veía a sí mismo al final de su vida:
el sanador que había puesto el cuerpo de Inglaterra en la mesa de operaciones
y extirpado los cánceres del papismo y la superstición.
El paciente está ya completamente recuperado, la nación agradecida,
la operación un completo éxito.
Sólo que, evidentemente, no lo fue, porque después de Enrique vendrían sus hijos,
cada uno con su propia idea de lo que era mejor para la salud del país,
Eduardo, el heredero natural, y sus hermanastras, María e Isabel,
ambas restituidas a la sucesión
pocas semanas después de la muerte de su padre.
Entre ellos cubrían todo el espectro religioso
desde protestante de la línea dura a católico fanático.
Y el camino que el país tomaría tras Enrique,
de vuelta a un pasado católico, o hacia un futuro protestante,
dependería, como nunca antes, de la lotería de nacimientos, muertes y matrimonios.
Cuando Enrique murió en 1547,
dejó 600£ para pagar a dos curas que rezaran para siempre por su alma.
Uno se pregunta cómo pareció no darse cuenta
que Eduardo había sido educado por fervientes protestantes
que obviamente no estaban para palabrería supersticiosa.
Liderados por Thomas Cranmer, veían al niño-rey de nueve años
como el nuevo Josías,
el rey bíblico que asumió como misión destruir la idolatría.
Ésta sí que iba a ser la verdadera Reforma.
Vean sino lo que ocurrió durante los seis años del reinado de Eduardo.
Todas las costumbres y ceremonias de la vieja Iglesia,
la bendición de velas en la Candelaria o de palmas el Domingo de Ramos se prohibieron.
Las cofradías y hermandades religiosas desaparecieron.
La adoración a los santos que habían sobrevivido a los ataques de Cromwell,
junto con sus reliquias y peregrinaciones, fueron prohibidas.
Imágenes, estatuas, cristaleras, cuadros,
fueron atacados con cinceles y cal.
Un nuevo Libro de Oración Común obligatorio en todas las parroquias por primera vez
llevó el inglés al corazón de los servicios religiosos.
Para hacernos una idea de la revolución cultural que tuvo lugar,
sólo hay que venir aquí a la Iglesia de Hailes en Gloucestershire.
Tres años de iconoclastia promovida por el estado produjo esto.
No más altares de piedra, sólo una funcional mesa de comunión.
Todos estos arreglos están diseñados para eliminar la distancia
entre el cura y su rebaño.
El comulgatorio que había sido una barrera protectora del misterio de la misa
es ahora un simple acceso a la comunión,
una reunión de los fieles junto con su cura.
Y por si esto no fuera suficientemente chocante,
imaginen un día cualquiera de 1550,
cuando, por primera vez, el cura invitó a la congregación a comulgar,
usando las palabras inglesas nunca oídas antes en una iglesia,
"queridísimos todos".
Su familiaridad debió abochornar muchos,
como cuando hoy en día oímos a algún vicario progre decir, "Llámame Bob".
Esta transformación radical no habría sido posible
sin el activo apoyo de Eduardo.
Pero mientras Eduardo lideraba el Estado protestante, encontró la resistencia en casa,
como registra en su diario.
Lady María, mi hermana, vino a mí en Westminster,
donde, después de los saludos, la hice llamar a mis habitaciones
y se le informó de por cuánto tiempo he soportado su misa.
Ella respondió que su alma es de Dios, y que no cambiará su fe.
Ni disimulará su opinión pretendiendo lo contrario.
La crónica de Eduardo registra una de las varias confrontaciones
que él y sus consejeros tuvieron con María.
La misa había sido ilegalizada desde el Acto de Uniformidad en 1549,
pero María ignoró la prohibición.
De hecho, aumentó su frecuencia a dos, incluso tres veces al día.
Puede que tuviera un exagerado complejo de mártir,
pero María la católica sabía que su desafío era sólo para ganar tiempo,
esperando que Eduardo muriera, preferiblemente sin descendencia.
Y esto es exactamente lo que ocurrió en 1553.
Así que la primera mujer gobernante desde la Reina Matilda
subió al trono con sólo dos objetivos en mente:
devolver a Inglaterra a la obediencia a Roma,
y tener un heredero católico que la mantuviera así.
El primer objetivo se alcanzó con sorprendentemente poca resistencia
después de aclarar que todos esos acres de tierra
y todas las posesiones vendidas durante la disolución de los monasterios
no serían devueltos a la Iglesia.
En 1554, las dos Cámaras del Parlamento, arrepentidas como niños malos,
se arrodillaron y pidieron perdón al delegado del Papa, el Cardenal Poole,
por toda la legislación anti-papal aprobada desde 1530.
Se dio orden de repintar las iglesias, esculpir crucifijos,
y restaurar la misa en latín.
La Inglaterra hereje había sido bienvenida de vuelta al redil,
y perdonada por la Madre Roma.
Pero todo esto sería literalmente inútil
si María era incapaz de tener un heredero católico romano.
Eligió como marido a Felipe II de España.
Para María, por supuesto, esta unión tenía un significado personal especial,
la reivindicación de su difunta madre española, Catalina de Aragón.
Si un matrimonio católico con España había sido bueno para Inglaterra entonces,
sería bueno para Inglaterra ahora.
Pero eso había ocurrido hacía 50 años.
Y se habían hecho muchas cosas que no podían deshacerse.
Un matrimonio católico no podía ahora darse por sentado.
Ahora parecía un mal enlace. Parecía una idea extranjera.
La Reina era una española de corazón, se decía,
y ama a otro reino más que a éste.
Cuando Thomas Wyatt, el hijo del admirador poeta de Ana Bolena,
llevó a un ejército hasta las puertas de Londres, se autoproclamó un patriota,
con el juramento, dijo, "de eliminar a los extranjeros".
La xenofobia no fue suficiente para destronar a la Reina María.
El ejército de Wyatt se diluyó.
Encantada de que por primera vez en su solitaria vida
tenía a alguien en quien apoyarse, un consorte español,
María emprendió con fervor la tarea de limpiar el reino de protestantismo hereje,
deshaciendo la reforma de Eduardo tan a fondo como pudo.
Con fuego, si era lo que hacía falta para completar el trabajo... y así fue.
En tres años, 220 hombres y 60 mujeres ardieron en las hogueras de María.
Algunos, como el Arzobispo Cranmer, fueron víctimas de alto nivel,
pero la mayoría era gente corriente, sastres y cuchilleros.
Y no sólo murieron los que sabían leer.
Rawlings White, un pescador, mandó a su hijo a la escuela para que aprendiera a leer,
para que pudiera leerle la Biblia todas las noches después de cenar.
Joan Waist de Derby, una pobre mujer ciega,
ahorró para un Nuevo Testamento y luego pagaba a gente para que se lo leyeran.
Pero todo esto fue en vano ya que María, como Eduardo, murió sin descendencia,
sufriendo frenéticamente por dos falsos embarazos,
el segundo un cáncer de útero.
La resurrección de la Inglaterra Católica estaba condenada.
Ana Bolena había triunfado desde la tumba sobre Catalina de Aragón,
como su hija, Isabel, sobreviviría a María para deshacer todos sus piadosos deseos.
Isabel asumió el rol de la sanadora,
la que llevaría los violentos movimientos del péndulo de las guerras religiosas
a la calma y estabilidad del centro,
al camino intermedio entre los elegidos por sus hermanastros.
Ilegalizó la misa y reintrodujo el Libro de Oración Común,
pero permitió e instó a los curas a permanecer célibes
y no mostró interés alguno en abolir el calendario católico y los días de los santos.
Pero si Isabel había apagado los fuegos del fanatismo religioso,
los encendió en los pechos de los patrióticos ingleses e inglesas.
Porque por mucha precaución que tuvo, no pudo evitar ser vista por muchos
como la restauración de lo verdaderamente inglés.
Con Isabel, se descubrió el sentimiento de lo Inglés,
celebrado y gritado desde los tejados
siendo por encima de todo, un sentimiento protestante de lo Inglés.
En retrospectiva, este debía haber sido siempre el designio de Dios.
Ahora, protestantismo y patriotismo eran la misma cosa,
y la historia que acaban de ver,
que en sus inicios no tenía nada que ver con la identidad nacional,
acabó obsesionada por ella.
Y cuando el Papa ofreció la bendición a cualquiera que asesinara a Isabel,
ese vínculo se hizo todavía más fuerte.
Ahora los católicos se verían obligados a elegir entre su Iglesia y su Reina.
Curas católicos ingleses formados en seminarios extranjeros
eran introducidos ilegalmente en el país y acababan o muertos
o escondidos por familias católicas que eran lo bastante ricas y poderosas para hacerlo.
Así que si nos hacemos ahora la pregunta con la que empezamos el programa,
"¿Qué fue de la Inglaterra Católica?"
La respuesta es que acabó aquí,
en un zulo para curas como este en Sawston Hall en las afueras de Cambridge.
El esplendor de Long Melford reducido a una iglesia clandestina.
Para los católicos de la Inglaterra isabelina
el retiro de los curas a las casas de campo
sería su desastre final.
Lo que había sido una vez la Iglesia nacional era ahora una fe fugitiva.
Traducido por Fry para wWw. Asia-Team. Tv