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Juan Fernández el Labrador es un artista del que conocemos poquísimos datos.
Solamente está documentado desde 1630 hasta 1636, cuando se data la única obra firmada.
En esos años tenemos referencias indirectas.
La primera de ellas es de Giovanni Battista Crescenzi,
que es el gran factótum o uno de los consejeros artísticos de los Austrias más importantes en ese momento.
Él vende a uno de los embajadores ingleses estos cuatro lienzos, junto con otros cuadros de su colección.
Que sea Crescenzi el que da la primera noticia de la existencia del Labrador no es algo casual,
porque este noble italiano era además pintor aficionado y uno de los principales promotores de la naturaleza muerta,
no solamente en España, sino también en Italia.
A partir de entonces, solamente disponemos de datos de este artista más indirectos todavía.
Los artistas y tratadistas que conocieron contadamente la obra del Labrador
siempre ponderaron mucho su calidad, su virtuosismo, ese guiño hacia el espectador…
pero en cuanto a datos biográficos no aportaron prácticamente nada.
Por tanto, es un artista misterioso en cuanto al nombre, en cuanto a su procedencia,
del que sabemos poquísimos datos y que además sus obras invitan bastante a ese misterio,
con esa iluminación, con ese acercamiento tan particular, tan personal, tan minucioso hacia los objetos naturales.
De manera que algo que es en principio sencillo, natural, neto, lo acaba convirtiendo en un objeto sofisticado.
Un auténtico reto hacia el espectador.
El Labrador, aunque utiliza las técnicas o los recursos del naturalismo,
su enfoque es siempre especial -incluso hasta muy moderno-
porque suele dejar elementos cortados. No nos ofrece todo.
Siempre al lado de un racimo -sobre todo en las mesas, en los basares, en los bodegones de última época-
corta de una manera casi hasta cinematográfica los encuadres de las composiciones.
En cambio, los primeros floreros son absolutamente personales por esa idea de suspensión.
Además, absolutamente atemporal porque no añade ningún elemento accesorio de su tiempo,
sino que las estudia como un elemento casi botánico.
El Labrador es excepcional no solamente por esa manera casi obsesiva a veces de describir el detalle,
sino porque es uno de los pocos artistas españoles que tiene cierta proyección, muy limitada, dentro del panorama europeo.
Y sus cuadros son extremadamente demandados no solamente por los embajadores ingleses:
sabemos también que la reina de Francia tuvo un cuadro del Labrador
y los mejores coleccionistas -las casas nobiliarias más importantes-
contaban en sus inventarios habitualmente con frutas o con uvas del Labrador.
La idea de la exposición es presentar la mayor parte de la producción del artista,
del que solamente conocemos unos trece o catorce lienzos y tablas, de las cuales hemos conseguido reunir once.
El Labrador es un artista a recuperar. Seguramente después de la exposición encontraremos o aparecerán más obras
porque por referencias sabemos que pintó más obras.
Pero es una exposición muy importante porque viene a recuperar, para el panorama de la naturaleza muerta,
un artista de unas calidades extremas que tuvo un eco importante en su tiempo
y que ahora es muy muy desconocido para el público en general, e incluso para los especialistas,
pues solamente los centrados en un época muy concreta del bodegón lo conocen.