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Al final de su enfermedad, sintiendo que su final se acercaba rápidamente,
Isabel I hizo limar el anillo que había llevado desde su coronación
para sacarlo de su real dedo.
Fue una operación complicada ya que la piel se había extendido sobe el oro,
aunque bueno, se suponía que tenía que encajar bien, ¿no?
De alguna manera, este era su anillo de casada,
que se puso cuando se unió a Inglaterra, 45 años antes.
Ahora parecía el momento de la separación.
Se suponía que ella era inmortal, por supuesto.
Y lo curioso es que, a pesar de la perturbadora peluca color caoba chillón,
la máscara blanca en la cara y el pecho arrugado,
los diplomáticos extranjeros que la veían y no tenían motivo para ser galantes,
juraban que todavía podían ver a la joven mujer, de no más de 20 años.
Pero no debemos ser demasiado ingenuos en nuestra admiración por la Reina Virgen.
Isabel I era obviamente una mujer de carne y hueso.
Era vanidosa, rencorosa, arrogante era frecuentemente injusta,
y era a menudo exasperantemente indecisa.
Pero también era valiente, asombrosamente inteligente,
un placer para la vista y, en ocasiones, auténticamente sabia.
En otras palabras, tenía todas las cualidades necesarias
para ser el genio de la política que indudablemente fue.
A unos pocos metros de la tumba de Isabel en la Abadía de Westminster
yace el cuerpo de otra mujer, María, Reina de los Escoceses,
que obsesionó y fascinó a Isabel durante gran parte de su vida.
No era virgen, de eso no hay duda. Tampoco política.
Un completo desastre como gobernante, habría que decir,
pero María consiguió algo que esquivó a Isabel.
Se reprodujo.
Esta es la historia de dos reinas y, más importante,
de dos mujeres: una, política, la otra, una madre.
Y es la historia de un doloroso nacimiento, la unión de Inglaterra y Escocia,
el nacimiento de Bretaña.
EL CUERPO DE LA REINA
La tradición que nos ha llegado dice que, cuando Isabel se enteró de la noticia
de que iba a ser nombrada reina, el 17 de noviembre de 1558,
estaba sentada bajo un viejo roble.
Sus primeras palabras fueron del Salmo 118,
"a domino factum est mirabile in oculis nostris",
"Esto ha sido hecho por el Señor y es admirable a nuestros ojos."
Tenía razón, era maravilloso.
De hecho, fue casi un milagro que llegara viva a ese día.
La política real de los Tudor era sangrienta, especialmente para las mujeres Tudor.
Después de todo, sólo tenía dos años cuando su madre, Ana Bolena,
fue llevada al cadalso, su pecado, en la cabeza de Enrique al menos,
no conseguir darle un hijo varón.
Debía ser entonces un cuerpo poseído por otros, por el diablo.
Un sucio pedazo de carne que había que extirpar.
Así que Isabel nunca estaría libre de sospecha.
Con sus oscuros ojos Bolena, se veía observada.
Inevitablemente, hubo ocasiones en que bajó la guardia.
Era apenas una adolescente cuando los problemas la golpearon por primera vez.
Vivía con su tutora, Catalina Parr,
la viuda de Enrique VIII, cuando su nuevo marido,
Thomas Seymour, empezó a hacer juguetonas visitas a su dormitorio.
Cuando Catalina Parr murió, empezaron a circular rumores
de que Seymour tenía la intención de casarse con Isabel.
Nada más que pensar algo así era traición.
Incluso peor, algunas malas lenguas dijeron que Isabel esperaba un hijo suyo.
Isabel necesitó toda su ya extraordinaria compostura y autoconfianza
para persuadir al Lord Protector Somerset de que era inocente.
Mi Señor, han circulado rumores
que manchan grandemente mi honor, y dicen lo siguiente:
Que estoy en la Torre y llevo un niño de mi Lord Admiral.
Mi Señor, no son más que lamentables calumnias.
Y deseo de todo corazón, su señoría,
poder ir a la corte y mostrarme como soy.
Su amiga, en la medida de mi pequeño poder, Isabel.
Recuerden que tenía sólo 14 años,
pero tenía ya la fortaleza, la claridad y la valentía.
Mejor que mejor, porque iba a necesitar estas cualidades cinco años después,
al enfrentarse a la más traumática y peligrosa crisis de toda su vida.
Cuando su hermanastra católica, María, subió al trono,
Isabel se encontró metida en problemas aún más serios.
Se encontró en la Torre
cuando una trama protestante para eliminar a María salió mal.
Isabel les convenció de que no la acusaran de traición,
pero permaneció bajo estrecha vigilancia.
El peligro se convirtió en liberación cinco años más tarde
cuando la Reina María murió sin descendencia.
Así que aquí estaba Isabel, bajo el roble,
a punto de ser la reina protestante.
Había sobrevivido, por los pelos, pero disponía de todo el oscuro conocimiento
y experiencia de lo difícil que iba a resultar.
Su madre había muerto por dar a luz sólo a una hija y a un varón nacido muerto,
y el vientre de su hermana María había producido sólo el tumor que la mató.
Por muy deslumbrante que fuera su aspecto, por muy inteligente que fuera,
debió ser consciente de lo duro que iba a ser el camino
para un gobernante del sexo equivocado.
A sus 25 años Isabel tomo posesión de una herencia
de elevadas expectativas y profundas ansiedades.
Las celebraciones de su coronación fueron cuidadosamente diseñadas
para mostrar a la joven reina como el paradigma de la virtud.
Esta charada de devoción, sin embargo, apenas compensaba por
la desgracia de tener a otra mujer en el trono.
A pesar de todo, incluso los escépticos debieron quedar tranquilos
por la precoz serenidad y aire de controlada energía que Isabel
exudaba en público, desde el mismo principio.
Uno podría pensar que sus primeras apariciones en el consejo
habrían sido un calvario, pero lo que los consejeros vieron
no fue a una chiquilla ingenua sino a alguien que parecía rebosante,
se dijo, de autoridad masculina.
Isabel hacía todo lo que las mujeres de la Inglaterra del Siglo XVI
no debían hacer: miraba a los hombres a los ojos y hablaba cuando no le correspondía.
Su tutor, Roger Ascombe, la había educado así.
Ascombe no era un profesor cualquiera.
Era orador público en la Universidad de Cambridge, y tuvo la estrafalaria idea
de enseñar a la adolescente una disciplina que la mayoría de la gente creía
inapropiada para una mujer: el arte de la Retórica, el arte de Hablar en Público.
Esa fue la primera arma de Isabel y sería siempre su arma más poderosa.
Pero Isabel aportó algo a la gestión de la soberanía
que era enteramente suyo; algo que, además,
ninguno de los manuales de conducta principesca explicaba,
que el arte de gobernar era también el arte de la puesta en escena.
Su padre y su madre lo habían sabido instintivamente.
Pero Isabel tenía talento como actriz para dar y tomar.
Simplemente adoraba que la adoraran.
Adoración, sin embargo, no era lo mismo que lealtad.
Para su más importante asesor y casi como un padre adoptivo, William Cecil,
el carisma no podía sustituir a lo único
que aseguraría el futuro de una Inglaterra protestante: un heredero.
Cecil sabía que la mayoría del país seguía siendo católico
bien activa o pasivamente. También sabía lo poco que haría falta
para que los trabajosos avances logrados por la Reforma se fueran al traste.
Aunque la Reina les decía a todos continuamente, que no era asunto de ellos,
Cecil le recordaba constantemente que el reino necesitaba que encontrara un marido.
Su cuerpo lo requería también, ya que en el Siglo XVI
se creía que la virginidad prolongada provocaba una enfermedad tóxica
conocida como la enfermedad verde, la retención anormal de flujo vaginal.
Así pues, la copulación marital
era lo que el doctor ordenaba por el bien del reino.
Sin embargo, el problema, del que Cecil era terriblemente consciente,
era que si presionaba demasiado a Isabel, podía acabar
precipitándose por el hombre al que todos asumían que amaba.
Este hombre era el rival de Cecil en el consejo, Robert Dudley.
Dudley era todo lo contrario que Cecil: llamativo, galante, ruidoso y extrovertido,
y no menos importante, increíblemente atractivo, especialmente a caballo.
A una reina a la que le encantaba verse rodeada de admiradores
y que era capaz de rechazar a los que creía físicamente poco agraciados,
esto era de gran importancia.
Compartían un pasado, los mismos tutores, los mismos traumas de infancia.
Su padre había sido ejecutado por traición así que ambos eran huérfanos del cadalso.
En los sombríos años del reinado de María, había vendido tierras
para ayudar a Isabel. Eso es algo que ella nunca olvidó.
¿Pero hasta qué punto eran una pareja?
¿Se habían, tal y como los cotilleos de los diplomáticos europeos
y de los directores de cine desde entonces, convertido en amantes?
En su camino se cruzaba la esposa de Dudley, pero había estado enferma durante años.
Cuando muriera, Dudley sería libre,
y acostarte con tu futura esposa no era inhabitual en la Inglaterra Tudor.
Pero esto hubiera sido intolerable para una reina que había presumido de virgen
en su coronación al dejarse el pelo suelto.
Cuando se le preguntaba por los rumores, respondía despreocupada
que era imposible estando rodeada día y noche por sus damas de compañía.
Con el ejemplo de lo ocurrido a su madre presente,
hubiera sido una imprudencia bordeando la locura
acostarse con Dudley.
La política que había en ella, como siempre, gobernando a la amante.
Algo ocurrió entonces que dañó terriblemente su relación.
La mujer de Dudley, Amy, fue encontrada al pie de una escalera
muerta con el cuello roto.
Un accidente que parecía un poco demasiado conveniente para ser creíble.
Esta era, después de todo, la época dorada del cotilleo
y el cotilleo no se creyó que Amy se había caído, sino que la habían empujado.
Isabel envió lejos a Dudley inmediatamente hasta que se le declarara libre de sospecha.
Oficialmente así fue, y aunque la Reina siempre insistió
que Dudley había sido absuelto, siguió proyectando una sombra
sobre su relación, justo cuando habían quedado libres para casarse.
Quizás fue un caso de, "Guárdate de anhelar lo que tu corazón verdaderamente desea
"a lo peor, acabas consiguiéndolo".
En los años que siguieron, Isabel vaciló erráticamente
entre cariño y exasperación, escribiendo documentos
nombrando conde a Dudley, para acabar rompiéndolos delante de él.
En ocasiones, especialmente cuando se sentía importunada por el consejo,
se dedicaba a atormentarles pretendiendo que su boda
era inminente. Pero no fue así.
Hacia 1563, Isabel había abandonado la posibilidad de casarse con Dudley.
Y estaba preparada para ofrecerle a otra en su lugar:
alguien cuyos prospectos de matrimonio eran de tremenda importancia
para el equilibrio de poder en Bretaña: María Estuardo, Reina de los Escoceses.
A lo largo de toda la tortuosa historia de su relación,
a Isabel le reconcomía la curiosidad sobre su prima, María.
Atrapada en un neurótico concurso de belleza,
interrogando a sus embajadores como si fueran espejos en la pared
sobre quién era más alta, más guapa, más ingeniosa, más inteligente.
Isabel puede que ganara en cuanto a ingenio, pero por las imágenes que tenemos de ella,
María, con su cabeza en forma de corazón, sus pobladas pestañas y su cutis color crema,
tenía lo que hacía falta para convertir hombres adultos en cachorrillos a sus pies.
Y era más que sólo competencia.
Para Isabel, María, Reina de los Escoceses, era una amenaza.
La razón era obvia. María era católica
y la Iglesia Católica no reconocía el derecho de Isabel
a ser Reina de Inglaterra.
Para ellos, era el producto de el matrimonio ilegal entre Enrique VIII y Ana Bolena.
A ojos de la católica María, Isabel era simplemente ilegítima.
¿Cómo podía Isabel no tomarse esto como algo personal?
María no era sólo una Estuardo, era también una Tudor
a través de su bisabuelo, Enrique VII.
Así que mientras Isabel no tuviera descendencia
María era la siguiente en la línea de sucesión al trono inglés.
Desde el momento en que María llegó a Escocia a la edad de 18 años
desde la corte francesa donde se había educado,
las relaciones entre las dos primas estuvieron manchadas de sospechas mutuas.
A la primera oportunidad, Isabel se comportó mal, casi irracionalmente,
negando a María salvoconducto para cruzar Inglaterra hacia su nuevo reino
obligándola a navegar rodeando la costa hasta Escocia.
A pesar de ser la ofendida,
la respuesta de María ya mostraba la teatral autocompasión
que ponía a Isabel de los nervios.
Confío en que el viento será tan favorable,
que no tendré que acercarme a la costa de Inglaterra.
Y si es así, Monsieur L'Ambassadeur,
la Reina, su señora, me tendrá en sus manos
para hacer su voluntad conmigo, y si ésta es desear mi final,
entonces déle satisfacción y sacrifíqueme.
Tal vez las cosas entre ellas mejorarían
si María aceptaba la elección de Isabel de un marido protestante para ella,
en la deseable forma de Robert Dudley.
Sin embargo, había un pequeño problema con este plan.
María no tenía ninguna intención de hacer lo que Isabel le mandara.
Además, todos sabían que tras la muerte de su esposa,
Robert Dudley era un producto echado a perder.
Lord Henry Darnley, el apuesto chico-póster de la nobleza escocesa,
parecía mucho mejor prospecto.
Una mirada a los musculosos gemelos de Darnley y María decidió que era para ella.
Venía bien además el hecho de que la sangre Tudor también corría por sus venas.
Desafortunadamente, también corría un montón de whisky por ellas.
Era demasiado tarde cuando María descubrió que se había casado con un vago y borracho,
incapaz de hacer incluso lo mínimo que se espera de un co-soberano.
Atrapada en Holyrood con la tarea de gobernar Escocia sin él,
María confiaba cada vez más en su secretario privado,
el italiano católico, David Riccio.
Naturalmente, los nobles protestantes de Escocia
se convencieron de que María planeaba reconvertir Escocia en un país católico.
Así que el cada vez mayor distanciamiento de Darnley de su esposa
dio a los lords más ofendidos por el acceso de Riccio a la Reina
la oportunidad que estaban buscando.
En 1566, un grupo de ellos abordaron a Darnely
y le propusieron lo que no era más que un violento golpe de estado.
Deshacerse de Riccio, que era su amante, dijeron, no sólo su secretario.
"Ah," pensó Darnley, "Eso explicaría por qué es tan altiva."
"Le voy a enseñar quién manda aquí."
El 7 de marzo, mientras ella cenaba, Darnley y los demás conspiradores
irrumpieron en la habitación de María, arrancaron a Riccio de las faldas de María
y le apuñalaron hasta la muerte delante de ella.
En su cuerpo se descubrieron entre 50 y 60 heridas
después de ser arrojado por las escaleras privadas.
En algún momento los asesinos se volvieron hacia María,
apuntando con una pistola a su embarazada barriga.
Tal vez en ese momento, María, supo como convertir el miedo en poder,
ya que en los meses que siguieron, exprimió el melodrama
del vientre amenazado hasta la última gota.
En vez de sumirse en el llanto, María sorprendentemente mantuvo la calma.
Sabía que podía jugar fuerte porque llevaba
su mejor arma en su vientre.
Pasara lo que pasara con el inútil, borracho, homicida
e imbécil de su marido, sabía que su bebé nacería.
Madre e hijo sobrevivirían.
El 19 de junio, en el Castillo de Edimburgo, María dio a luz a un niño
que se convertiría en Jacobo VI de Escocia.
Al oír la noticia, la reacción de Isabel fue echarse a llorar,
¡Qué desgracia! La Reina de los Escoceses ha dado a luz a un hijo
y yo no soy más que terreno estéril.
María estaba ahora tan consumida por su desprecio por Darnley
que resolvió deshacerse de él.
Posiblemente todo lo que quería era deshacerse de él como marido
pero algunos de sus devotos, en particular el Conde de Bothwell,
tomaron sus insinuaciones como algo que requería más decisión.
Bothwell, uno de los grandes terratenientes de Escocia,
era rico, promiscuo y peligroso.
También podía ser galante cuando se lo proponía,
y en su dolor María recurrió a él como protector,
y Bothwell estaba más que dispuesto a resolver el problema de María: Darnley.
La noche del 9 de marzo de 1567, mientras María asistía a un baile,
Bothwell supervisó la activación de un fusible
que a las dos de la mañana detonaría una inmensa cantidad de pólvora
bajo la casa donde Darnley dormía.
Lo casa voló por los aires. Darnley estaba muerto,
pero no liquidado según lo planeado.
Minutos antes de la explosión, había oído ruidos sospechosos,
y se había hecho bajar de su habitación por la ventana con una cuerda y una silla.
Mientras corría por el jardín en camisón, se encontró con los conspiradores,
que inmediatamente le estrangularon.
El asesinato de Darnley supuso un punto de inflexión en la vida de María.
De hora en adelante, la muerte la siguió como una dama de compañía.
Estaba ya enferma vomitando moco ***.
Necesitaba ayuda, y el inescrupuloso Bothwell estaba a mano.
Su poder sobre María le hizo imprudente.
Anunció a los lords escoceses que para el gobierno adecuado del país
era necesario que María encontrara un marido.
Y muy decentemente, se ofreció a sí mismo para el trabajo.
La idea de propuesta de matrimonio de Bothwell era secuestrar a María
y llevársela a su lúgubre castillo en Dunbar.
Allí plantó su bandera como prospecto de Rey de Escocia
plantándose a sí mismo, violentamente, se dijo, en el cuerpo de María.
Así suponía que la traumatizada María tendría que casarse con él,
y, para horror de la mayoría del país,
María hizo exactamente eso, semanas más tarde en Holyrood.
En este punto María perdió el control, perdió el control sobre su propio cuerpo,
perdió el inestimable activo político de su maternidad,
manchada por su relación con Bothwell.
Perdió Escocia, lo perdió absolutamente todo.
La cosa es, que nunca tenía por qué haber ocurrido.
Si hubiera tenido la mitad de habilidad política que Isabel,
se habría distanciado de Bothwell en vez de casarse con él.
Después habría ido a por los asesinos de Darnley con todas sus fuerzas,
profesándose conmocionada por el crimen, realmente conmocionada,
y se habría presentado a la gente de Escocia
como una madre doblemente agraviada.
En vez de eso, la madre dejó que la convirtieran en una zorra.
María se enfrentaba ahora a ejércitos rebeldes leales al asesinado Darnley.
Pero a punto de iniciarse la batalla, Bothwell convenientemente
desapareció para reunir refuerzos, o eso es lo que dijo,
dejando a María enfrentarse al enemigo sola.
Sería la última vez que lo vería.
Arrastrada de vuelta a Edimburgo, cautiva, sucia y desaliñada,
apareció en una ventana con el vestido arrancado de sus hombros,
los pechos a la vista, y fue recibida por una multitud que gritaba todo tipo de insultos.
Folletos mostrándola como una sirena empezaron a aparecer,
sirena siendo otra manera de decir prostituta.
Las sirenas no eran dignas de sentarse en el trono de Escocia,
así que María fue obligada a abdicar en favor de su hijo.
Su hermanastro protestante, el Conde de Moray,
tomó a su cargo al bebé Jacobo y se nombró a sí mismo Regente de Escocia.
María tenía 25 años.
Éste parecía el fin de su historia, pero no lo fue en absoluto.
Tenía una última arma: su aire de belleza trágicamente dañada.
Encarcelada en el Castillo de Loch Leven, en medio de un profundo y frío lago,
desató todo su poder de seducción sobre su carcelero,
un miembro del normalmente insensible clan Douglas, que se deshizo de adoración.
Después de diez meses de cárcel, en mayo de 1568,
María se escapó cruzando el lago.
Sólo había una manera de recuperar su trono,
un llamamiento a su prima Isabel.
Su travesía a través de la frontera, iba a ser sólo para refugiarse temporalmente.
Debió pensar que su estancia duraría un mes, un año como mucho.
Si hubiera sabido la verdadera respuesta, 19 años,
seguro que hubiera evitado cruzar el paso de Solway Firth.
Ahí estaba, exhausta y desaliñada,
con el pelo corto como disfraz, encorvada en un pequeño bote,
con la costa de Escocia desapareciendo ante su mirada fija.
La aparición de María en suelo inglés llenó de agitación a Isabel.
¿Era o no María su heredera?
Después de todo, el tiempo pasaba para Isabel, a sus 35 en 1568.
La lavandera real todavía le enviaba a Cecil evidencia mensual
de su capacidad para tener hijos,
pero no estaba más cerca de casarse.
¿Sería la fugitiva Reina de los Escoceses tratada como la siguiente en la sucesión
o al menos como la soberana que era, como una invitada?
No exactamente. La primera petición de María a Isabel fue algo de ropa
digna de su estatus para desprenderse de los harapos con los que había llegado.
Lo que recibió, después de muchas quejas, fue un fardo de ropa blanca.
Lo que no sabía además
es que Isabel llevaba ya puestas las perlas favoritas de María,
robadas por sus enemigos y enviadas a la Reina inglesa.
De hecho, Isabel no sabía qué hacer con María.
Su instinto real estaba indignado por las por las humillaciones e indignidades
que se acumulaban sobre su prima.
Si María accediese a mantener sus manos alejadas del trono inglés,
seguro que a Isabel le tentaba la idea de ayudarla a recuperar la corona escocesa.
Isabel veía también las ventajas de la postura contraria,
y es que era una locura restaurar a una reina católica en el trono escocés,
dando una puerta trasera de entrada a Bretaña para franceses y españoles.
Había un seguro régimen protestante en Escocia ahora, regido por enemigos de María.
¿Por qué alterar la calma?
Así que si María creía que podía confiar en la hermandad entre reinas, se engañaba.
Lo primero que hizo Isabel fue encargar una investigación
del asesinato del marido de María, Lord Darnley,
que se convirtió en un juicio excepto en el nombre.
Ahora María ya no se haría ilusiones de que no era más que una prisionera.
Fue trasladada de casa en casa
bajo la atenta mirada del Conde de Shrewsbury,
que obtuvo el nada envidiable trabajo de ser su carcelero.
Algunas de las casas eran poco más que ruinas llenas de humedad,
otras, como ésta de Wingfield, eran más tolerables.
Wingfield está en Derbyshire, y eso nos dice algo
sobre la ansiedad de sus captores.
Había que mantener a María lo más lejos posible de cualquier posibilidad de rescate,
lejos de Escocia, lejos de Londres, lejos de la costa.
En los Midlands, de hecho.
Pero dondequiera que estuviese, se había convertido en el problema de seguridad no. 1,
no sólo un dolor de cabeza sino un imán de conspiraciones.
Para muchos de los pesos pesados políticos
María era una legítima y atractiva alternativa a Isabel.
Y no eran nada más que un montón de quijotescos soñadores católicos,
sino hombres cercanos al corazón del gobierno de Isabel.
Su plan más ambicioso era anular el matrimonio con Bothwell
y casar a la Reina de los Escoceses con el primer duque del reino,
Thomas Howard, Duque de Norfolk.
Puede que Norfolk fuera un católico de corazón, pero, como muchos en su tiempo,
al menos de cara al exterior, se ajustaba a la norma protestante.
Era razonable ver la trama para el matrimonio
como una manera de vendar las heridas aún abiertas de la Reforma,
pero la Reina no se dejó engañar ni por un instante.
Cuando la trama fue destapada, envió a Norfolk a la Torre.
La trama se vino abajo.
Había, sin embargo, una clase diferente de furia a punto de ocurrir,
y esta SÍ ardía con llamas católicas.
En el norte, el catolicismo no sólo no había sido arrancado de raíz,
sino que se alimentaba del ardiente resentimiento y la intensa independencia
de las grandes familias aristocráticas que mandaban aquí.
Habían estado aquí durante siglos, y no iban a dejarse zarandear
por un puñado de burócratas Tudor.
Nadie les iba a decir cómo llevar su gobierno ni su religión
Así que para ellos, María Estuardo, no era una sólo una sucesora,
era una sustituta, una sustituta inmediata.
Así que el norte católico luchó contra el sur protestante.
Durante un tiempo pareció que el norte podía ganar.
Cuando los rebeldes tomaron sin esfuerzo Lancashire, Yorkshire y Northumberland,
debió parecer que la Bretaña católica había renacido.
Ahora el gobierno de Isabel sabía de verdad a qué se enfrentaba,
el último acto de la interminablemente prolongada guerra religiosa que empezó
cuando Enrique VIII se nombró a sí mismo Jefe Supremo de la Iglesia.
Se reunieron 12.000 soldados y la rebelión fue brutalmente aplastada.
Tal vez la brutalidad funcionó, porque este levantamiento del norte
iba a ser la última gran rebelión que perturbaría la Inglaterra Tudor.
Es tentador sentir que al fin el país se estaba asentando
en el refinamiento isabelino, sintiéndose gordo, seguro y cómodo.
Pero fue en todo momento una grandeza llena de nervios.
Isabel llevaba 20 años de reinado y los pretendientes habían ido y venido.
Siempre había algo que no le gustaba de ellos: demasiado humilde,
demasiado católico, demasiado estúpido.
Pero además sus pretendientes tenían ahora rivales:
los millones de súbditos que se habían vuelto celosamente posesivos
y creían que la Reina era sólo de ellos.
En la década de 1570, se les entregó.
Nació espectacularmente la religión... el culto a Isabel.
El día de su acceso al trono se convirtió en fiesta nacional mayor,
más sagrada que todos los eventos paganos del calendario papista.
Su imagen empezó a aparecer por todas partes en figuras alegóricas,
Isabel como el sol que creaba el arco iris con sus colores radiantes.
Incluso aquéllos que desde dentro podían ver claramente
el elaborado escaparate desde el que se proyectaba esta imagen,
que sabían que el pálido brillo de la cara de la Reina
no era más que cáscara de huevo, bórax, alumbre y agua pulverizados,
incluso los que conocían el tinglado cayeron cautivos del culto.
Es el efecto que tenía en todo tipo de gente, especialmente hombres,
incluso en los que siendo mayores, deberían haber tenido más juicio.
Se construyeron enormes "casas prodigio" en su honor.
Era a su manera una necesidad desesperada de impresionar,
un signo de la cruda inmadurez de la cultura de la época,
su ansia por la belleza ostentosa,
el ostentoso juego isabelino de la confusión, medias de delicados tejidos,
inmensas estanterías de madera de roble llenas de clásicos sin leer,
salas de baile tan grandes como campos de juego.
Se podría pensar que los devotos harían cola por un fugaz vistazo de la Madonna nacional,
pero muchos sabían que albergar el espectáculo tenía un alto precio.
Si uno era un burgués en la ciudad de Warwick,
es difícil saber quiénes le hubieran puesto más nervioso.
Los viajeros reales que venían con 200 carros de equipaje de la Reina,
cada uno tirado por seis caballos.
Eso son un montón de metros de establo que encontrar, y un montón de paja.
Entonces, una semana antes del evento,
hombres de la oficina de abastos llegaban y compraban
todo lo que estuviera a la vista para la visita, a los precios que decidieran justos.
Entonces llegaban los señores y señoras, consabidamente difíciles de contentar.
¿Y si entornaban los ojos al ver el entretenimiento?
¿Y si arrugaban la nariz al cruzar la feria?
Y por último, estaba la misma Reina Bess,
una enjoyada aparición, con la cara de color blanco tiza
como una diosa terrenal.
Pero, como todo inmortal, era obviamente terrorífica pero también majestuosa.
Uno podía deleitarse en el espectáculo isabelino de glamour
mientras uno no le diese demasiadas vueltas a lo que de verdad ocurría
más allá de, en palabras de Shakespeare, 'la isla sitial del cetro'.
Lejos de allí, en Europa,
una guerra total entre potencias católicas y protestantes estaba a punto de estallar.
La rivalidad entre María, Reina de los Escoceses, e Isabel
no era ya un culebrón para adolescentes,
estaba en el centro mismo de una lucha global.
En Roma, el Papa declaró que Isabel debía ser considerada hereje.
"Quienquiera que la saque de este mundo", decretó el Papa,
"no sólo no cometerá pecado, sino que ganará méritos en ojos de Dios."
Como respuesta, Inglaterra se convirtió en un estado en alerta nacional.
El gobierno reclutó infiltrados y agentes dobles.
Se hacía jurar a los miembros de las patrullas que eliminarían por adelantado
a cualquiera sobre el que hubiera una mínima sospecha de conspirar contra la Reina.
En el corazón de la operación estaba el jefe de inteligencia de Isabel,
Francis Walsingham.
"La información nunca es demasiado valiosa" era el lema de Walsingham.
Toda su carrera fue una demostración práctica de que saber es poder.
Y aunque Wasingham era feroz, no estaba paranoico.
Había conspiraciones clandestinas organizadas en Francia, Roma y España,
todas con el único objetivo de asesinar a Isabel,
y sustituirla en el trono por María Estuardo.
Puede que Isabel tuviera aprensión a 'encargarse' de María,
pero Walsingham no tenía ninguna.
Su trabajo como jefe de inteligencia era ensuciarse las manos por Inglaterra.
Pero sabía muy bien que no podía simplemente liquidarla.
Isabel tenía que quedar libre de toda sospecha de complicidad en el asesinato.
Por otro lado, no se podía permitir que el problema de María
durase otros 15 años.
Walsingham se dio cuenta de que él debía forzar una solución.
Así que ideó una trampa... y era una joya de trampa.
María estaba bajo arresto domiciliario,
pero se le permitía llevar la vida de una señora de campo.
Entonces, en Diciembre de 1585, Walsingham hizo un cambio.
María y su entorno fueron repentinamente obligados a hacer las maletas
y enviados a Chartley Manor, Staffordshire, bajo estrecho confinamiento,
donde el adusto puritano, Amyas Paulet, la vigilaría.
Tal y como Walsingham quería, María estaba furiosa,
desesperada por encontrar una salida a su prisión.
Así que se emocionó al descubrir un medio ingenioso
de enviar cartas codificadas a sus partidarios.
Las cartas se introducían en secreto en un paquete hermético,
y se metían en el agujero de los barriles de cerveza que iban y venían de Chartley.
Lo que María no sabía es que esto era una trampa,
y que Walsingham se la había tendido.
Las cartas eran interceptadas.
Cuando el último defensor de María, el rico mercader Anthony Babbington,
le dio a María los detalles de una trama para asesinar a Isabel
y poner a María en el trono inglés, María respondió dándole ánimos.
La trampa había saltado.
En Chartley, María sintió que el aire se hacía más ligero.
Después de casi 20 años de injusto encarcelamiento,
sentía la libertad al alcance de la mano, tan cerca que casi podía saborearla.
Una mañana, contra su costumbre, Paulet la dejó ir de caza a caballo.
En la distancia, pudo ver a un grupo de hombres acercándose a caballo.
María debió imaginar,
"Es el momento; noticias de Babbington. Libre por fin."
Pero en realidad era la orden para su arresto.
Babbington y los demás conspiradores habían confesado tras ser torturados.
María fue arrestada mientras se registraban sus habitaciones en Chartley
descubriendo cientos de documentos incriminatorios.
En Londres, Isabel escribió una extática carta a Amyas Paulet.
Amyas, mi más fiel y atento servidor,
Dios os recompense tres veces por deshaceros con tanta eficiencia
de tan problemática carga.
Había sólo una parada más, un castillo más
en la carrera de la reina errante:
Fotheringhay en Northamptonshire.
No es más que un montón de hierba ahora, casi mejor así,
ya que ninguna ruina, o incluso ningún edificio,
podría soportar el peso del drama que vendría a continuación.
Cualquiera que esperase que María Estuardo se desmoronaría y confesaría entre lágrimas
la había juzgado erróneamente.
Con todo en su contra,
recurrió a algo que en su larga y desastrosa carrera
que la hacía decidida y desconcertantemente majestuosa,
como si estuviera por encima de esta vil charada.
Desde el momento de su arresto al de su ejecución,
jugó todas sus cartas hasta el final.
Como pecadora, soy totalmente consciente de haber ofendido a mi creador.
Y le ruego que me perdone.
Pero como reina y soberana,
no soy consciente de ninguna ofensa por la que tenga que rendir cuentas
a nadie en este tribunal.
Su segunda táctica fue mentir como una posesa,
negando todo conocimiento de la trama de Babbington,
aunque pisaba terreno mucho más firme cuando acusó a Walsingham
de haber organizado el montaje para deshacerse de ella.
Isabel no veía las cosas de la misma manera.
Escribió a María como si la Reina de los Escoceses
fuera una invitada desagradecida que se había llevado las toallas de la casa.
Planeabais tomar mi vida y arruinar mi Reino con derramamiento de sangre.
Yo nunca tuve tal actitud contra vos.
Al contrario, os he mantenido y preservado vuestra vida
con el mismo cuidado con el que guardo de la mía.
El 15 de Octubre de 1586, empezó el juicio formal.
En un típico gesto, mitad súplica, mitad amenaza,
María advirtió a sus acusadores de que miraran en sus conciencias.
"Recordad", dijo, "que el teatro del mundo"
"es mayor que el reino de Inglaterra."
Fue para esa audiencia mundial y a través de los tiempos,
que aparecía ahora en el escenario principal.
María entró andando con dificultad en la habitación, enfermiza,
vestida de pies a cabeza como una glamurosa Madre Superiora,
envuelta en terciopelo *** y una toquilla blanca en la cabeza.
Sin abogado, se dirigió a los pesos pesados
del Gabinete que estaban ante ella.
No hay ninguno, creo, entre vosotros,
que aun siendo el hombre más inteligente de la tierra,
fuera capaz de defenderse a sí mismo
si estuviera en mi lugar.
Por supuesto, daba igual lo que dijera.
El juicio continuó en Londres sin ella
y decidió rápidamente su condena.
Durante toda su vida adulta, a Isabel la había obsesionado
su fascinante y exasperante prima
que parecía personificar todos los clichés sobre las mujeres
que Isabel había rechazado.
Ahora tenía la valiosa oportunidad de quitarse a "Madre" María de encima.
El Parlamento estaba impaciente por deshacerse de ella,
la gente aullaba pidiendo su sangre.
Y aún así, de alguna manera, Isabel no acababa de decidirse a hacerlo.
No era sentimentalismo por María, es que estaba asustada;
asustada de que ante el mundo pareciera que era ella la que había empuñado el hacha.
Esto es lo que a Isabel le quitaba el sueño,
la atormentadora cuestión de que si matando a María
estaba resolviendo sus problemas o invitándolos.
El 1 de febrero de 1587, Isabel finalmente firmó
la orden de ejecución de María.
Todo el caos, miseria, imprudentes aventuras, precipitadas conspiraciones,
patéticos desengaños, histriónicos ataques de autocompasión, huidas y rescates,
la habían llevado a este momento supremo.
Iba a convertirse en una mártir católica.
Cuando se le dijo que iba a ser ejecutada a la mañana siguiente
por un lloroso cortesano escocés, le dijo que se alegrara,
"Ya que el final de los problemas de María Estuardo," dijo, "ha llegado por fin."
Lleva este mensaje por mí y di a mis amigos que morí
como una mujer fiel a mi religión
y como una verdadera mujer escocesa y una verdadera mujer francesa.
Cuando se desvistió para el verdugo,
el recatado vestido *** cayó revelando un corpiño carmesí
el sangriento color de una mártir.
Le cubrieron los ojos con un pañuelo de seda blanco,
bordado en oro,
y permaneció con tan tremenda quietud sobre el tronco
que el verdugo se puso nervioso.
El primer golpe hizo un profundo corte detrás de la cabeza,
el segundo la cortó salvo por un hilillo de carne que quedó colgando.
Incluso ahora, María conseguía permanecer en el centro de la escena.
Durante los 15 minutos posteriores al último golpe de hacha,
los labios de la cabeza cortada, aseguraron los testigos,
siguieron moviéndose como en una plegaria silenciosa.
Cuando el verdugo, probablemente queriendo morirse a estas alturas,
agarró la cabeza para mostrarla a los espectadores,
cometió el error de agarrarla por la masa de rizos color caoba...
que no eran más que una peluca.
Para horror general, la calavera de María, con el pelo gris cortado casi al ras,
cayó y rodó por el suelo.
En ese momento un aullido terrible
se oyó proveniente del sangriento corpiño carmesí.
El perro de María tuvo que ser arrancado de los restos de su dueña.
Intentaron una y otra vez apartarlo de la sangre coagulada.
Lo consiguieron, pero el perro rehusó comer y languideció hasta morir.
Otro mártir más en la patética y trágica vida de María.
Quizás el perro fue el primero que lloró su muerte,
pero desde luego que no iba a ser el último.
Entre los que lloraron su muerte, asombrosamente, estaba la Reina Isabel,
en profunda negación de lo que había hecho.
(HOMBRE) Cuando se enteró, su gesto cambió, le faltaban las palabras
y con enorme tristeza de alguna manera se vio sorprendida,
de hasta qué punto se dejó llevar por el dolor,
vistiendo un manto de tristeza y derramando abundantes lágrimas.
Puede que parte de la angustia de Isabel fuera auténtico remordimiento,
parte de ella era puro miedo; y tenía razón para preocuparse.
Antes incluso de la ejecución, el Rey Felipe de España
había acelerado sus planes para la "empresa" de Inglaterra,
y con María ahora muerta, no iba a haber quien le parase.
De repente, la Inglaterra isabelina parecía muy pequeña y vulnerable.
Esta era la peor pesadilla de Isabel, una invasión católica a gran escala,
y ahora Felipe iba a lanzar una.
Los admirantes españoles, sin embargos, eran profundamente pesimistas.
Sabían que los barcos ingleses tenían una gran ventaja en velocidad y maniobrabilidad.
El milagro no fue que Inglaterra se salvara
sino que los españoles llegaran a estar tan cerca de conseguirlo.
Sólo unas pocas millas del Canal
y una dirección del viento desfavorable marcaron la diferencia.
El tiempo, como de costumbre, jugaba a favor de Inglaterra.
Pero estuvo cerca.
Los ingleses tenían motivos para estar asustados en el verano y otoño de 1588.
¿Y qué es lo que haces cuando lloras y tienes miedo? Llamas a tu Mamá.
Así es como, cortesía de Robert Dudley, muriéndose de cáncer ahora,
pero aún el gran promotor de los espectáculos de Isabel,
así es como se apareció a las tropas en el campamento de Tillbury:
la madre por fin, la madre virgen de Inglaterra
y la clase de madre que quieres tener a tu lado,
una madre vestida con una coraza de acero.
Todo lo que Isabel había aprendido en su vida se materializó en Tilbury.
La personificación del carisma, una explosión de oratoria,
y, quizás lo más importante, lo que todas las madres instintivamente saben,
que no hay nada como estar ahí.
Y el 8 y 9 de Agosto, estuvo ahí de verdad,
llegando en un carruaje dorado escoltada por 2000 soldados embelesados.
Y lo que dio a la multitud expectante fue oro puro,
el primer gran discurso dado por una reina, registrado en la historia.
Aquí es donde el evento real ocurrió en 1588,
no en altamar, sino en una tribuna improvisada en Tilbury.
Mi pueblo amado: he venido entre vosotros, no para mi recreación y placer,
sino estando resuelta en el centro y el calor de la batalla,
a vivir y a morir entre todos vosotros, a rendirme a mi Dios y a mi reino,
y por mi pueblo, mi honor y mi sangre correrán en el polvo.
Sé que tengo el cuerpo de una mujer débil,
pero tengo el corazón y el estómago de un rey, un rey de Inglaterra además,
y tomo repugnante desprecio a que España o cualquier príncipe de Europa,
se atreva a invadir las fronteras de mi reino
en cuyo deshonor yo misma tomaré las armas.
Mucha retórica y bombo, pero bombo por Inglaterra, y eso marcó la diferencia.
Igual que la retórica de Churchill marcó la diferencia en 1940.
Instintivamente, la Reina sabía qué era lo que su gente quería oír.
"Miren," les dijo, "puede que sea una diosa pero también soy de carne y hueso,
"carne y hueso de ustedes. Por muy duro que sea el camino, yo lo andaré con ustedes."
Eso marcó la diferencia entre terror y determinación
y eso es para lo que tenemos reinas.
Eso no se podía superar e Isabel no pudo.
La euforia de 1588 duró muy poco.
En los últimos años del siglo de los Tudor,
una hambruna azotó el país provocando disturbios.
Asesinos y mendigos merodeaban por los caminos.
Los irlandeses, salvajes según muchos, se vieron empujados a una guerra de 9 años.
Para la Reina, la distancia entre la mitología de su cuerpo incorruptible
y la marchita realidad se hacía cada vez más obvia.
Inevitablemente se empezó a pensar en su sucesión.
Todo el mundo sabía que sería Jacobo, hijo de María, Reina de los Escoceses.
Al final, ¿era María, Reina de los Escoceses, la madre,
la que había triunfado desde la tumba sobre su rival Isabel?
Isabel tenía un consuelo, Jacobo había sido educado como protestante,
obligado a repudiar a su propia madre después de su caída en desgracia.
Pero aún así, era el hijo de María, el fruto de su vientre, no del de Isabel.
Cuando Isabel murió en 1603,
casi medio siglo después de aquel día bajo el roble
suavemente como una manzana cayendo de un árbol, alguien dijo,
y despojaron su cuerpo de sus últimas ropas
se vio que todavía cubrían los contornos de una virgen:
cintura de avispa, estrechas caderas, largos miembros.
Era un cuerpo que, según algunos, no había cumplido el propósito
para el que Dios lo había creado, que era unirse a un marido,
criar su semilla y darle posteridad a él y al país.
No había hecho nada de esto.
Pero nadie pensó que hubiera fallado a su gente.
Había sido diferente, eso es todo.
Cuando el anillo que unía a Isabel con su país
le fue quitado del dedo, fue llevado 400 millas al norte hasta Escocia.
Ahora simbolizaría un nuevo matrimonio, uno entre dos naciones.
Isabel y María Estuardo nunca se encontraron.
Tuvo que ser Jacobo el que uniría finalmente a las dos mujeres,
más cerca en la muerte de lo que nunca estuvieron en vida.
Un viejo y maravilloso chiste circulaba alrededor de 1560,
y es que todos sus problemas se solucionarían
si María e Isabel pudieran casarse entre ellas.
Y en un sentido lo hicieron.
Ya que al menos, juntas, pagando un precio terrible y con mucho dolor,
habían tenido un bebé.
Era una cosita pequeña con un gran nombre, Magna Britannia: Gran Bretaña.
Traducido por Fry para wWw. Asia-Team. Tv