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Una de las cosas más asombrosas de los trabajos que Einstein publicó en 1905 es que cubriesen
tantos campos de la física: después de esclarecer la naturaleza cuántica de la luz, al explicar
el efecto fotoeléctrico en marzo, en abril centró su atención en algo aparentemente más mundano:
las partículas suspendidas en un fluido.
En particular, si te fijas en las diminutas partículas que flotan en el agua, o en las motas de polvo en el aire,
verás que se agitan de una manera muy extraña y aleatoria. En realidad, parece extraña y aleatoria
a menos que creas que el aire y el agua también están compuestos por partículas todavía más pequeñas
llamadas átomos o moléculas, que rebotan unas con otras siguiendo unas reglas muy sencillas.
Es lo que se llama movimiento browniano, aunque el botánico Brown no fuese quien
lo descubrió. Como tampoco Einstein fue el primero en describirlo matemáticamente,
pero sí fue él quien llegó a la conclusión de que la descripción matemática del movimiento browniano pone de manifiesto
la existencia de los átomos, incluso aunque no se puedan ver directamente. A continuación, dedujo ingeniosamente
cuál debía ser el tamaño de los átomos, a partir de la amplitud del movimiento de las partículas brownianas.
Es como medir el tamaño de un pingüino viendo únicamente cómo se balancean los icebergs.
¡Eso sí que es frío y calculador!