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YA VEIS, ATENIENSES, qué aparato se despliega, qué ejército se forma en batalla, ya veis
a determinados hombres solicitar en la plaza pública la abolición de las leyes y de las
costumbres de Atenas. En cuanto a mí, me presento lleno de confianza en los dioses,
en las leyes y en vosotros; porque ante vosotros la intriga no prevalecerá sobre las leyes
ni sobre la justicia. Quisiera, atenienses, que el Consejo de los
Quinientos, que las Asambleas del pueblo, fuesen regularmente regidas por aquellos que
las presiden, y que la legislación de Solón, acerca de la disciplina de los oradores, recobrase
su imperio. Así, el ciudadano más avezado por la edad,
subiendo el primero a la tribuna, podría sin tumulto, sin turbación, dictar con su
experiencia el acuerdo más útil a la República; en pos, otros que lo desearan emitirían sólo
su opinión, a su vez y según su edad, sobre cada cuestión. Veo en esto el medio de gobernar
muy bien el Estado y de hacer vanas las acusaciones. Pero desde que todas las antiguas leyes han
sido rotas; desde que unos proponen sin escrúpulos proposiciones, en tanto que otros, colocados
en la Presidencia, no por la suerte, sino por las intrigas, las convierten en decretos,
y, pensando que es la administración pública su patrimonio, amenazan perseguir como traidor
a todo miembro del Consejo que, legalmente llamado a la Presidencia, proclamase con fidelidad
vuestros votos; desde que esclavizando a todos los ciudadanos y arrogándose todos los poderes,
han aniquilado la jurisprudencia con arreglo a las leyes, y juzgan con pasión allí donde
es preciso aplicar vuestros decretos; desde todos estos desórdenes, esta proclama, la
más hermosa, la más prudente de todas, está muda: ¿qué ciudadano de más de cincuenta
años quiere arengar al pueblo; ¿Qué otro ateniense a su vez quiere usar de la palabra?
Y ya nadie puede reprimir la licencia de los oradores, ni leyes, ni pritaneos, ni proedros,
ni la tribu que preside; es decir, la décima parte de la nación. XXXXXX
Sólo nos queda en estos días de ruina para la patria un poder: el derecho de perseguir
al autor de toda proposición ilegal. Si renunciáis a él, si permitís que se os arrebate, os
predigo que abandonaréis la Constitución a merced de algunos hombres.
Lo sabéis, atenienses; hay en los pueblos tres clases de gobierno; monarquía, oligarquía
y democracia. Las dos primeras se rigen por la voluntad de los jefes; la democracia por
las leyes que a sí propia se da. Tened por seguro que cuando uno de vosotros sube al
tribunal para juzgar una infracción de la ley, trata de su propia libertad. El legislador
ha escrito a la cabeza del juramento de los jueces: Decidiré con arreglo a las leyes.
Pensaba que el culto de las leyes es la salvaguardia del poder popular. De este espíritu animados,
perseguid al que ataca la ley por medio de un decreto; no creáis ligeras faltas lo que
es un crimen enorme; no os dejéis arrebatar por nadie el derecho de castigar; rechazad
las peticiones de esos generales que, desde hace algún tiempo, trabajan de acuerdo con
ciertos oradores en la ruina de nuestro gobierno, y los ruegos de esos extranjeros que los prevaricadores
presentan para escapar a la acción de los tribunales. Ninguno de vosotros dejaría de
avergonzarse si en un día de batalla abandonase las filas; pues bien, hoy, ¡centinelas avanzados
de la democracia!, avergonzaos de abandonar el puesto que la ley os señala. Preciso es
recordaros que todos los ciudadanos, los unos presentes y atentos a este juicio, otros ausentes
por causa de sus ocupaciones, han dejado en nuestras manos el cuidado de los negocios
públicos y os han confiado la Constitución. Consultad nuestro respeto hacia ella, el recuerdo
de nuestro juramento y de las leyes; y si convenzo a Ctesifonte de que ha propuesto
un decreto contrario a las leyes, contrario a la verdad, contrario al bien público, ¡anulad,
atenienses, esas culpables proposiciones!, ¡afirmad nuestra democracia! ¡Castigad a
aquellos cuyas leyes fueron contrarias a la legislación, a la patria y a vuestro bienestar!
Si me escucháis animados de esos sentimientos, vuestra sentencia seguramente se ajustará
a la justicia, a vuestro juramento, a vuestros intereses personales así como a los de la
República. Creo haber presentado el conjunto de la acusación:
voy a hablar brevemente acerca de las leyes relativas a las cuentas que Ctesifonte ha
violado en su decreto. Se ha visto en épocas anteriores a algunos de nuestros primeros
magistrados, administradores de rentas, ganar durante una administración venal a los oradores
del Consejo y del pueblo, y prepararse con tiempo contra la liquidación de sus cargos
por medio de elogios y de proclamaciones. De ahí que en el examen de las cuentas haya
grandes dudas para los acusadores y mayores aún para los jueces. Muchos deudores, convencidos
de flagrante delito, escapan a la justicia, y así debía ser. Los jueces se avergonzarían
de que el mismo magistrado, en la misma ciudad, tal vez en el mismo año proclamado en los
juegos públicos, honrado por la nación con una corona de oro por su virtud y por su integridad,
saliese poco después de los tribunales castigado como ladrón. Entonces se ven obligados a
ajustar su decisión, no a la magnitud del crimen, sino al honor del pueblo.
Notando este abuso, un revisor de las leyes (nomotetas) establece una muy sabia, la de
prohibir formalmente la coronación de los responsables a cuentas no rendidas aún. No
obstante esta prudente precaución del magistrado, las palabras han sido más poderosas que las
leyes; porque entre los que hacen coronar a esos hombres los hay moderados, si es que
la moderación es posible en la ilegalidad. Al menos arrojan sobre su vergüenza un ligero
velo, añadiendo estas palabras: Se le corona después que haya rendido sus cuentas. No
por eso se sirve menos a la República, pues se prejuzgan las cuentas concediendo coronas
y elogios; tan sólo el autor de ese decreto demuestra que no infringe la ley sin cierto
pudor. Ctesifonte, ¡atenienses!, saltando por encima de la ley, suprimiendo la cláusula
especiosa, antes de las cuentas concede a Demóstenes una corona.
Razonando de otra manera dirán: «El empleo para el cual ha sido elegido no es un cargo;
es un servicio». A este lenguaje opongo vuestra ley, ley hecha por vosotros para destruir
esos miserables subterfugios, y que dice en términos precisos: Aquellos a quienes el
pueblo concede cargos (bajo esta denominación comprende el legislador todos los empleos
conferidos por elección popular); los propuestos para las obras públicas (encargados para
la reparación de los muros, y Demóstenes ha sido propuesto para las más importantes
de esas obras); todos aquellos que tienen el manejo de los fondos públicos por más
de treinta días y que toman la presidencia de un tribunal (todo intendente de trabajos
preside un tribunal), ¿qué les ordena la ley? ¿Qué llenen una comisión? No, en manera
alguna, sino que ejerzan un cargo; que presenten sus cuentas.
Así, pues, lo que se llama comisión, el legislador lo denomina cargo, y vuestro deber
es, atenienses, recordarles esa ley, oponerla a su impudicia, contestarles que rechazáis
al sofista criminal que espera destruir las leyes con palabras, y que según mejor hable
el autor de un decreto ilegal, con más motivo incurrirá en la ira del pueblo. Porque es
preciso, atenienses, que hablen el mismo lenguaje el orador y la ley. Si están de acuerdo,
dad vuestros sufragios a esa ley, negadlos al desvergonzado charlatán.
En cuanto al argumento que Demóstenes califica de invencible, quiero responderle en algunas
palabras: «Si, dirá, yo era director de las fortificaciones; pero he hecho un donativo
de cien minas a los fondos públicos, he llevado a cabo trabajos mayores. ¿Qué cuentas tengo
que dar? ¿Debe uno darlas de un beneficio?» subterfugio. Escuchad mi justa respuesta:
En esta antigua y grande ciudad, nadie es irresponsable, en lo que se relaciona con
la cosa pública. Lo demostraré en seguida con asombrosos ejemplos. Los sacerdotes y
las sacerdotisas, que ofrecen por vosotros dones y plegarias a los dioses, rinden cuentas,
según la ley, en corporación y particularmente, como individuos y como familias, tales como
los eumolpidas, los cericeas y otros. La ley exige cuentas a los armadores de naves, que
lejos de manejar dinero de la República, lejos de distraer, para leves gastos, una
parte considerable de vuestras rentas, y de vanagloriarse que os dan, cuando tan sólo
os devuelven, han sacrificado su patriotismo a la ambición de serviros fielmente. ¿Qué
digo? Los más altos Cuerpos del Estado se humillan ante las decisiones de los Tribunales.
La ley ordena al Areópago que rinda cuentas. Sí, ese respetable Consejo, juez soberano
en los más arduos asuntos, está sometido por la ley a vuestra jurisdicción. ¡Cómo!
¿Los miembros del Areópago no serán jamás coronados? No, la tradición lo prohíbe.
¿Son, pues, insensibles al estímulo de la gloria? Muy sensibles, por el contrario; poco
es para ellos rechazar la injusticia; una falta ligera, entre ellos es severamente castigada:
¡comparadla con los excesos de vuestros oradores! El Consejo de los Quinientos es también responsable,
según la ley, a la cual inspira tan poca confianza el responsable, que dice: El responsable
de cuentas, no podrá ausentarse. ¡Por Hércules! ¿A causa de haber sido magistrado no podré
ausentarme? No, por miedo de que huyas, concusionario o traidor. Está también prohibido al responsable
consagrar su fortuna, hacer ofrendas piadosas, testar, adoptar y otras varias prohibiciones.
En una palabra, el legislador retiene sus bienes hasta tanto que haya rendido sus cuentas
al Estado. Sea así: pero ved ahí a un hombre que, sin haber tomado nada del Tesoro, sin
haber gastado nada, ha ejercido un cargo en el gobierno. Este también será llamado a
rendir cuentas. Pero, sin ingresos, sin gastos, ¿qué cuenta podrá rendir? La ley nos dará
la respuesta; aprendeos de memoria sus palabras: Aunque nada haya recibido, nada haya gastado
del público Erario. Así, pues, ningún empleo hay en esta ciudad que esté exento de la
fiscalización y el examen. Pero si Demóstenes dice, con aire triunfante,
que no se le pueden pedir cuentas de un donativo voluntario, respondedle: "No debías dejar
que el heraldo de las cuentas hiciese al pueblo este antiguo y legal llamamiento: ¿Quién
quiere acusar? Permite a todos, en Atenas, que se discutan ante ti tus liberalidades,
y que sostengan que para la reparación de los muros, has recibido mucho, y gastado poco:
porque la ciudad te había dado 10 talentos. No arranques el Boletín de la mano de los
jueces; no te anticipes a las leyes, sino obedécelas: he aquí lo que afirma la democracia."
Mis adversarios se apoyan en frívolos pretextos. Ahora probaré que Demóstenes es realmente
responsable, que nombrado para los gastos del teatro, no ha presentado ni liquidado
las cuentas de estos dos cargos. Escribano: lee bajo qué arconte, en qué mes, en qué
día, en qué Asamblea, fue Demóstenes elegido cajero de los espectáculos; así resultará
probado que solo estaba a la mitad del ejercicio de su cargo, cuando Ctesifonte le concedió
una corona. (Lee. Datos.) Aun cuando yo no probara más que esto, Ctesifonte
sería condenado: vedlo convencido, no por mi acusación, sino por los registros públicos.
Antes, atenienses, había un veedor elegido por la ciudad, el cual a cada pritanía exponía
al pueblo el estado de sus rentas. Vuestra confianza en Eubolo os hizo reunir, sobre
los depositarios del teatro, los cargos de veedor, de receptor de los arsenales de las
vías públicas, de las canteras; en una palabra, de casi toda la administración.
No hay en mis palabras ni acusación ni censura; tan solo quiero demostrar que el legislador
prohíbe las coronaciones antes de haber rendido cuentas los ciudadanos de los cargos más
ínfimos; y que Ctesifonte no ha vacilado en conceder una corona a Demóstenes, investido
de todos los cargos a la vez. En efecto, en la época del decreto, era reparador de los
muros, gerente de los intereses públicos, imponía multas como los demás magistrados
y presidía un tribunal. Para probarlo, mis testigos serán los mismos: Demóstenes y
Ctesifonte. Bajo el arconte Querondas, ante el pueblo reunido, Demóstenes propuso por
un decreto la convocación de las tribus, y ordenó por otro decreto se eligiese en
cada tribu inspectores para los trabajos de las fortificaciones. Acuerdos muy prudentes,
que ofrecían a la República hombres responsables de los gastos.
«Sea así, replica enseguida el orador redomado; pero yo no fui nombrado reparador de los muros,
ni por la suerte ni por el pueblo»; y él y Ctesifonte disertan sobre esto largamente.
Mi respuesta, clara, precisa, va a desvanecer enseguida ese artificio; pero antes hagamos
una breve observación. Tenemos, atenienses, tres clases de magistrados: ante todo, los
elegidos por la suerte o por el pueblo; después cualquiera que tenga una gestión financiera
por más de treinta días, y los administradores de obras públicas. La tercera clase la designa
la ley en esta forma: Si además otros, por una elección especial, presiden los Tribunales,
llenarán sus cargos después del examen jurídico. Excluid los magistrados elegidos por el pueblo
y los nombrados por suerte; debemos reconocer como magistrados elegidos especialmente, aquellos
de las tribus a quienes sacan de su seno para confiarles la gestión financiera. Esto tiene
lugar cuando, como ahora, se impone alguna obra a las tribus, sean fosos que excavar,
sean terrenos en que construir. Recordar todo lo que precede: el legislador
manda al elegido de una tribu que ejerza su cargo después del examen jurídico; la tribu
pandionida ha designado para el cargo de restaurador de los muros a Demóstenes, quien, a este
efecto, ha cobrado de las cajas públicas cerca de diez talentos. Otra ley prohíbe
coronar a un magistrado que no haya rendido cuentas, y vosotros habéis jurado juzgar
con arreglo a las leyes; ahora bien, a uno que no ha rendido cuentas, pretende un orador
conceder una corona, sin añadir: Después de haber rendido y comprobado sus cuentas.
He probado la ilegalidad por el testimonio de las leyes, de los decretos y de mis adversarios.
¿Es posible rodear de mayor luz ese atentado contra la legislación?
Voy a demostrar ahora que el decreto es también ilegal en cuanto a la proclamación de la
recompensa. En efecto, la ley ordena en términos bien claros la proclamación en el Consejo,
si es el Consejo quien corona, y si es el pueblo, en la Asamblea del pueblo, y jamás
en otra parte. Léase la ley. (Se lee.) Tal es la ley, ¡oh atenienses!, ley excelente.
Su autor pensaba que sienta mal al orador el ostentarse a los ojos de los extranjeros
y que satisfecho de los honores recibidos en su ciudad de la mano del pueblo, no debía
especular sobre las proclamaciones. Así lo quiso el legislador; pero Ctesifonte
¿qué quiere? Léase su decreto. (Léese.) Ya le oís, ¡oh, atenienses!, según el legislador,
la proclamación será en el Cynx, ante el pueblo convocado y la corona dada por el pueblo;
pero en otra parte, ¡jamás! Según Ctesifonte, que atropella a las leyes y cambia hasta el
lugar, designando el teatro y no la Asamblea de los ciudadanos, sino en la época de las
tragedias nuevas; no ante el pueblo solo, sino en presencia de los helenos, para que
sepan, como nosotros, qué clase de hombre coronamos.
Después de esta agresión contra las leyes, concluirá, de acuerdo con Demóstenes, por
suspenderlas; maniobra que quiero desenmascarar, para que no caigáis en ese lazo. ¿Negarán
que la ley prohíbe proclamar fuera de la Asamblea del pueblo la corona dada por el
pueblo? No podrán; pero pretextarán un reglamento de las fiestas de Baco, y citando solo una
parte para alucinaros, producirán una ley totalmente extraña a la causa. Dirán: «La
República tiene dos leyes sobre las proclamaciones: una prohíbe proclamar al ciudadano coronado
por el pueblo en otra parte que en una Asamblea popular; otra, al contrario, permite hacer
la proclamación en el teatro, durante las tragedias, si el pueblo lo ordena; con arreglo
a esta ha redactado Ctesifonte su decreto.» Para disipar estas palabras, voy a hacer hablar
a las leyes. Si el hecho es cierto, si en vuestro gobierno se desliza el enorme abuso
de dejar las leyes abolidas inscritas entre las leyes vivas; si sobre una misma materia
tenemos dos leyes contradictorias, ¿qué se dirá de una República en que la misma
acción se ordena y se prohíbe a la vez? Pero no es así, y ¡ojalá nunca lleguéis
a semejante confusión! Ha sido previsto por el legislador que fundó nuestra democracia.
Ha dado a los tesmotetas la orden formal de revisar cada año las leyes en el lugar público
en que se depositan; de buscar, de examinar con cuidado si las hay contradictorias o abrogadas,
o más de una sobre el mismo asunto. Si las encuentran las deben transcribir en las tablas
y colocarlas en las estatuas de los Epónimos. Se convocará al pueblo y la Asamblea votará
la anulación de una ley y mantendrá en vigor la otra, a fin de que no haya más que una
sola sobre cada materia. Así, pues, atenienses, si como afirman mis
adversarios, dos leyes rigiesen acerca de las proclamaciones, inevitablemente los magistrados
lo habrían notado y vosotros hubierais abrogado una de las leyes contradictorias. Nada de
esto se ha hecho; convictos están, pues, hasta la evidencia de que afirman una falsedad,
un imposible. ¿De dónde han deducido esa falsedad? Os
lo diré después de recordar los motivos de las leyes acerca de las proclamaciones
en el teatro. En la presentación de las tragedias, algunas gentes divulgaban, sin el consentimiento
del pueblo, que recibirían una corona, los unos de su pueblo, los otros de su tribu;
otros, recomendando la reserva, daban libertad a sus esclavos, haciendo testigos a todos
los helenos de una emancipación. Otros, más censurables aún, advenedizos de ciudades
extranjeras, venían a hacer proclamar que el pueblo, por ejemplo, de Rodas, de Chío,
o de cualquier otro, les coronaba por su virtud y su lealtad. ¿Qué sucedía entonces? Que
de una parte, espectadores y actores se conturbaban; que de otra el ciudadano proclamado en la
escena, era más glorificado que aquel a quien la República coronaba. Para este, el sitio
prescrito era la Asamblea, puesto que estaba prohibido proclamar en otra parte; aquel hacía
resonar su nombre al oído de todos los helenos. El primero tenía un decreto y vuestra adhesión;
para el segundo no había decreto. Testigo de estos desórdenes un magistrado, propone
una ley que nada tiene de común con la relativa a las coronas concedidas por el pueblo, que
no la destruye, pues los tumultos tenían lugar, no en la Asamblea, sino en el teatro;
que no ataca a la antigua legislación, sino que establece sobre las coronas concedidas
sin vuestra anuencia por las tribus, o a los extranjeros y sobre la libertad concedida
a los esclavos. Cierra expresamente el teatro a esas emancipaciones y a la proclamación
de las coronas de las tribus, o de otros, bajo pena de degradación cívica. Puesto
que la ley designa el Consejo o la Asamblea del pueblo para la proclamación de las coronas
del Consejo o del pueblo; puesto que prohíbe el proclamar las de las tribus durante las
tragedias, para que por medio de proclamaciones mendigadas no se usurpe una ficticia gloria;
puesto que prohíbe toda proclamación no autorizada por el Consejo, el pueblo, una
tribu o una ciudad: descartado esto, ¿qué queda para el teatro? Tan solo las coronas
extranjeras. He aquí una prueba sorprendente que hallamos en las mismas leyes: La corona
de oro proclamada en la ciudad, sobre la escena, las leyes la consagran a Minerva, la arrebatan
a quien la ha recibido. ¿Quién de vosotros se atrevería a acusar de avaro al pueblo
de Atenas? ¿Sería posible que hubiese, no ya en una ciudad, sino en un simple particular,
bajeza tal para arrancar, después de proclamada, la recompensa concedida y consagrada a su
vez? Pero como esa corona viene de fuera, se le ofrece a los Dioses, sin duda para evitar
que corrompa los corazones, elevando la benevolencia del extranjero sobre la patria. Por el contrario,
la corona proclamada en la Asamblea del pueblo, jamás es consagrada; se concede en propiedad
al ciudadano coronado, y hasta a sus descendientes, como un monumento que debe perpetuar en sus
almas el fuego del patriotismo. El legislador añade que para proclamar en el teatro una
corona extranjera, es preciso un decreto del pueblo. Así, la ciudad que quiera coronar
a uno de nuestros conciudadanos, solicitará por sus embajadores nuestro permiso y el ciudadano
proclamado sentirá mayor reconocimiento hacia vosotros que autorizáis ese honor, que hacia
aquellos de quienes obtiene la corona. Escuchad las leyes que prueban la verdad de mis palabras.
(Léense.) Ahora, que digan mis adversarios que, según
los términos de la ley, es lícito coronar en el teatro con tal que el pueblo lo consienta.
Sí, responderéis vosotros, si es una ciudad extranjera la que corona; pero si es el pueblo
de Atenas, el lugar de la ceremonia está fijado: está prohibido realizarla fuera de
la Asamblea de Atenas. Emplea el día en comentar estas palabras: «jamás en otra parte»,
y no lograrás probar la legalidad de tu decreto. Réstame la parte de la acusación que considero
principal: hablo del motivo sobre el que se funda la petición de la corona. El decreto
dice: El heraldo proclamará en el teatro, en presencia de los helenos, que el pueblo
ateniense corona a Demóstenes por su virtud, su lealtad y (he aquí lo más fuerte) porque
no cesa de procurar, con sus palabras y sus acciones, el mayor bienestar al pueblo. Como
acusador, debo demostrar que esos elogios dados a Demóstenes son otras tantas falsedades,
que jamás ni con sus palabras ni con sus actos ha servido bien la causa del pueblo.
Si lo pruebo, Ctesifonte será justamente condenado, porque todas las leyes prohíben
insertar falsedades en los documentos públicos. El defensor deberá sostener lo contrario.
Vosotros, atenienses, pesaréis nuestras pruebas. Tal es el papel de cada uno de nosotros.
Materia sería de un largo discurso el explorar la vida de Demóstenes. ¿A qué repetir hoy
lo que le ocurrió después del proceso intentado por él, ante el Areópago, contra Demomelo
de Peania, su primo hermano, por heridas graves? ¿A qué fin recordar esas famosas cicatrices
de su cabeza? ¿Hablaré de su conducta con Cefiote, comandante de los bajeles que navegaban
hacia el Helesponto? Demóstenes, trierarca en el bajel que conducía a aquel general,
se sentaba con él a la misma mesa, hacía los mismos sacrificios, las mismas libaciones:
honor debido a una amistad de familia; pues bien, no dudó en pedir su condenación en
una causa de muerte. ¿Narraré su aventura con Midias; los bofetones que recibió; las
treinta minas en las cuales vendió su injuria y la condena pronunciada por el pueblo contra
Midias en el templo de Baco? Pasaré rápidamente sobre estos hechos y otros parecidos, no por
moderar el debate, sino porque pudierais reprocharme de decir verdades de antiguo y por todos conocidas.
¡Cómo Ctesifonte, cuyas infamias son notorias hasta el punto de que su acusador, sin incurrir
en calumnias puede citar hechos probados, ¿merecerá ser condecorado con una corona
de oro, o más bien duramente castigado? Y tú, que osas decretar el desprecio de la
ley, ¿desafiarás impunemente a los Tribunales, o satisfarás la justa venganza de la patria?
Acerca de los crímenes públicos de Demóstenes, procuraré explicarme más claramente. Sé
que cuando use de la palabra, dividirá en cuatro períodos su administración. La primera
época comienza, según me han dicho, con nuestras guerras con Filipo, a propósito
de Anfípolis, y la termina con la paz y la alianza que Filócrates de Agnonto propuso,
de acuerdo con él, como lo probaré. La segunda época abrazará el intervalo que hay entre
esa paz, hasta el día en que ese charlatán, destruyendo el reposo de Atenas, hizo decretar
la guerra. Se extenderá la tercera época desde el comienzo de las hostilidades hasta
el desastre de Queronea; la cuarta época comprenderá los tiempos y los sucesos contemporáneos.
Dícese que, después de esa enumeración, me interpelará, me conminará para que diga
sobre cuál de esas épocas se funda mi acusación, en qué tiempo le acuso de no haber gobernado
de la manera más favorable al pueblo. Si rehúso responder; si, envolviéndome la cabeza
con el manto huyo, anuncia que me perseguirá, descubrirá mi rostro, me arrastrará a la
tribuna, y me obligará a hablar. ¡Pues bien! Evitémosle ese violento esfuerzo, abramos
los ojos de los jueces a la luz de la verdad, apresurémonos a contestar. Ante este Tribunal,
ante los ciudadanos que rodean este recinto, ante todos los helenos cuya curiosidad excita
este juicio, ante la más numerosa multitud que se recuerda haya jamás acudido a un proceso
político, Demóstenes, he aquí mi respuesta: ¡Acuso a esas cuatro épocas en la forma
en que las divides! ¡Las acuso todas! Y si place a los dioses, si los jueces nos escuchan
con imparcialidad, si logro recordar todo cuanto de ti sé, espero demostrar plenamente
que la salvación de Atenas fue obra de los Inmortales, y de algunos funcionarios humanos
y moderados, y que todas las calamidades fueron originadas por Demóstenes. Según el plan
a que debes sujetarte, pasaré sucesivamente de una época a otra, hasta nuestra actual
situación. Me ocuparé de la paz que tú y Filócrates
habéis propuesto. Hubierais podido, atenienses, hacer esa paz de acuerdo con todos los helenos
si ciertos hombres os hubieran permitido esperar la vuelta de las diputaciones enviadas entonces
por vosotros a la Grecia, para llamarla a una Liga en un Congreso nacional, contra Filipo;
y con el tiempo habríais podido recobrar la preeminencia, contando con el voto de ese
pueblo. Esas ventajas las habéis perdido por Demóstenes, por Filócrates, por la venalidad
de esos dos conspiradores asalariados. Si a primera vista algunos de mis oyentes dudan,
examinemos los hechos, como pudiéramos examinar una cuenta financiera; que a veces a este
examen llevamos injustificadas prevenciones y, no obstante, realizados los cálculos,
nadie ante ellos duda. La misma atención solicito de vosotros hoy. Algunos abrigáis
la antigua preocupación de que jamás Demóstenes, cómplice de Filócrates, ha hablado en favor
de Filipo; pero si me oís recordar brevemente las circunstancias y citar el decreto redactado
por Demóstenes y Filócrates; si la verdad, abrumadora como los números, convence a esos
hombres de haber presentado proposiciones en favor de la primera paz y de la primera
alianza, de haber prodigado a Filipo y a sus aliados las más vergonzosas adulaciones,
impedido al pueblo terminar la paz en una dieta general de la Grecia, entregado al príncipe
macedonio a Kersoblepto, rey de Tracia, nuestro amigo, nuestro compañero de armas; si pruebo
claramente todos esos delitos, os dirigiré una modesta súplica: concededme, por los
Dioses que, en la primera época, la administración de Demóstenes no ha sido honrada.
Filócrates hizo un decreto que permitía a Filipo enviar aquí un heraldo y diputados
para tratar de la paz y de la alianza. Ese decreto fue denunciado como contrario a las
leyes. El día del juicio llega; Licino, acusador, pide la condena; Filócrates se defiende;
Demóstenes le secunda y el acusado es absuelto. Pasa el tiempo y Temístocles es nombrado
arconte. Entonces Demóstenes entra en el Consejo, gracias al oro y a la intriga, para
poner al servicio de Filócrates todas sus palabras, todas sus acciones, como los sucesos
lo han demostrado. En efecto, Filócrates hizo pasar un segundo decreto ordenando la
elección de diez diputados que debían ir a rogar a Filipo que enviase aquí a sus plenipotenciarios
para la paz. Demóstenes fue elegido. A su vuelta, ardiente partidario de la paz, confirma
el informe de sus colegas y él solo en el Consejo propone ultimar las negociaciones
con el heraldo y los enviados del Príncipe. Esto era seguir las huellas de Filócrates.
El uno había autorizado la embajada: el otro trata con los embajadores. Redoblad vuestra
atención para lo que voy a decir. Más tarde cambia la escena: vuestros diputados,
perseguidos por las calumnias de Demóstenes, permanecen extraños a las negociaciones,
que son llevadas a cabo bajo la dirección de Demóstenes y de Filócrates, coligados
en la embajada, coligados en sus decretos. ¡Y qué decretos! Por el primero no debíais
esperar los emisarios enviados para suscitar enemigos a Filipo: debíais hacer una paz
ateniense y no una paz griega. El segundo os impulsaba, no tan solo a terminar la guerra,
sino a uniros a ese Príncipe, a fin de que los pueblos, aún fieles a vuestra democracia,
cayesen en hondo desaliento al ver que, llamándolos a las armas, decretabais por vuestra cuenta
la paz y la alianza. La tercera determinación excluía del tratado a Kersoblepto: con el
rey de Tracia no habrá alianza ni paz: contra él ya se levantan banderas.
El que solicitaba estas ventajas ¿era culpable? No; antes de los juramentos, antes de la ratificación
podía, sin cometer un crimen, trabajar en pro de sus intereses. Pero los traidores,
que le vendían las fuerzas de la patria, merecían toda nuestra ira. Ese anti-Alejandro,
ese antiguo enemigo de Filipo, títulos que Demóstenes se ha dado; ese hombre que me
echa en cara la amistad con el rey de Macedonia, es el que con sus actos ha arrebatado a la
República las ventajas que le daban las circunstancias. Decreta que los pritaneos reunirán una Asamblea
para el día de los sacrificios, preludio de los juegos en honor de Esculapio, día
sagrado, ¡cosa inaudita! Y ¿y bajo qué pretexto? A fin, dice, de que a la llegada
de los diputados macedónicos, el pueblo delibere rápidamente acerca de las proposiciones de
Filipo. Así, pues, convocatoria prematura para una embajada que aún no había llegado,
pérdida calculada de los momentos favorables, conclusión precipitada; ¡todo para una paz
en la cual Grecia sería excluida, y que era preciso terminar antes de la llegada de vuestros
diputados! Los embajadores de Filipo llegan, en tanto los vuestros recorren el país sublevando
a los helenos contra Filipo. Entonces, Demóstenes decreta, sin oposición, que deliberéis no
tan solo sobre la paz, sino sobre la alianza, sin esperar a vuestros diputados. (Léense
los decretos.) Así, atenienses, después de las fiestas
de Baco, sesión de las Asambleas; y en la primera, lectura de la determinación común
a todos los aliados, que resumiré en pocas palabras. Sus autores acordaron que vuestra
deliberación se reducirá a la paz: la palabra alianza no había sido pronunciada, no por
olvido, sino porque ellos mismos creían la paz más necesaria que honrosa. Oponiendo
un contraveneno a la venalidad de Demóstenes, añadieron sabiamente que todo Estado griego
podía, en el término de tres meses, inscribirse con Atenas en la misma columna y participar
de los juramentos y de los tratados. Esto era asegurar dos ventajas muy grandes: una,
la de proporcionar a los helenos tiempo suficiente para sus embajadas; otra, conquistarnos su
benevolencia por medio de un Congreso y no exponernos, rota la paz, a combatir solos
y desarmados; desdicha en la cual nos ha precipitado Demóstenes. (Léese la decisión relativa
a los aliados.) Apoyé, lo confieso, esa proposición, como
todos los que en la primera Asamblea hablaron. El pueblo se retiró llevando la convicción
de que se hacía la paz; que en cuanto a la alianza, convendría menos el deliberar, en
razón del llamamiento hecho a los helenos, pero que la paz comprendía toda la Grecia.
Pasa una noche; al día siguiente, nueva reunión. Demóstenes corre a la tribuna, se instala
en ella, rechaza a todos los oradores. “Las proposiciones de ayer, dice, son ilusorias
sin la adhesión de los embajadores de Filipo. No conozco paz sin alianza. No, añade (recuerdo
su lenguaje; la palabra era tan salvaje como el orador), no hay que arrancar la alianza
de la paz, ni esperar la lentitud de los helenos: es necesaria una paz o una guerra puramente
ateniense.” Al terminar, llama a Antípater a la tribuna y le dirige una pregunta concertada
de antemano y cuya respuesta era perjudicial a la patria. Este acuerdo triunfa al fin,
mantenido por las violentas palabras de Demóstenes y por la proposición de Filócrates.
Faltaba abandonar a Kersoblepto y a la Tracia. Esto lo hicieron al fin el 6 de la tercera
década de Elabefolion, antes que Demóstenes partiese para su segunda embajada para recibir
los juramentos. Sí, el anti-Alejandro, el anti-Filipo, el orador altivo en Atenas, ha
cumplido dos misiones voluntarias en Macedonia; ¡y es él quien ordena cubrir de lodo a los
macedonios! Ese intruso en el Consejo, en la Asamblea abandonó a Kersoblepto, de acuerdo
con Filócrates, porque deslizó esta cláusula fraudulenta en un decreto que Demóstenes
os ha arrancado por sorpresa: “Los agentes de los aliados prestarán juramento el mismo
día en manos de los enviados de Filipo.” Ahora bien; ningún agente de Kersoblepto
se hallaba aquí; la orden de hacer jurar a los ministros presentes, apartaba de los
juramentos al Príncipe, que carecía de representación. Para probarlo, que se lean los nombres del
autor del decreto y del presidente que lo hizo votar. (Léense.)
Atenienses, ¡qué hermosa institución son los archivos del Estado! Inmutables, no se
doblegan ante las metamorfosis políticas; merced a ellos puede el pueblo leer, cuando
le place, en el alma de los hombres que, envejecidos en el crimen, toman máscaras de virtud.
Recorramos ahora las vergonzosas adulaciones de Demóstenes. Durante el año en que formó
parte del Consejo, jamás, atenienses, se le vio llamar a ningún diputado a los puestos
de honor: por la primera y única vez se le ve invitar a los de Filipo: ofréceles blandos
cojines; hace tender en torno de ellos tapices de púrpura; desde que amanece les acompaña
al teatro; ¡innobles adulaciones por las cuales le silban! A su partida para Tebas,
alquila para ellos dos tiros de mulas, les acompaña hasta esta ciudad exponiendo al
escarnio la nuestra. Pues bien, ese mismo adulador, atenienses,
ese cortesano, tiene noticia el primero de la muerte de Filipo por los espías de Caridemo,
y finge un sueño enviado por el cielo. No es de Caridemo de quien el impostor recibió
la noticia, sino de Júpiter y de Minerva. Estas divinidades, a quien el impostor ofende
con sus perjurios, acuden a revelarle en sueños los sucesos futuros. Era el séptimo día
después de la muerte de su hija, y antes de llorarla, antes de rendirle los últimos
deberes, coronado de flores y vestido de blanco ofrece sacrificios y viola todas las leyes.
¡Y acababas de perder a la primera, a la única criatura que te daba el dulce nombre
de padre! No insulto a tu infortunio; estudio tan solo en esa prueba tu carácter. Atenienses:
el que no ama a sus hijos, el mal padre no podrá ser un buen guía para el pueblo. Sin
entrañas para los seres más queridos, por su propia sangre, ¿os amaría a vosotros
que le sois extraños? Mal magistrado; perverso en su casa, no mostró en Macedonia ni honor
ni virtud; ha cambiado de lugar, no de costumbres. Pero hétenos ya en la segunda época. ¿De
qué procede esta metamorfosis? ¿Por qué Filócrates, el cómplice de Demóstenes,
es desterrado como enemigo del Estado, en tanto Demóstenes se levanta de pronto para
acusar a sus colegas? ¿Cómo, al fin, ese hombre execrable nos ha hundido en toda clase
de calamidades? Esto merece principalmente vuestra atención.
Desde que Filipo franqueó las Termópilas y destruyó inopinadamente las ciudades de
la Fócida; desde que elevó muy alto el poderío de Tebas; desde que llenos de espanto recogisteis
vuestros muebles de los campos y amenazasteis con los más graves castigos a los negociadores
de la paz, sobre todo, Filócrates y Demóstenes, diputados y autores de los decretos; desde
que la falta de armonía separó a estos dos hombres por motivos conocidos; en el trastorno
repentino, conservando su natural perversidad, su cobardía, su odio hacia un cómplice mejor
pagado, Demóstenes pensó que declararse acusador de Filipo y de sus colegas sería
perder infaliblemente a Filócrates, poner en peligro a los otros, ganar para sí propio
la consideración de un amigo fiel del pueblo, él, ¡el perverso, el traidor a la amistad!
Comprendiendo sus intenciones los enemigos del público reposo, se apresuraron a llamarlo
a la tribuna, proclamándole el único incorruptible. Entonces vino aquí, arrojó semillas de guerra
y de discordia. Ved ahí al hombre, atenienses, que puso en descubierto a Serrhium, a Doriskos,
a Myrtiske, a Ganos y a Ganis, plazas cuyos nombres nos eran desconocidos. ¡Fogoso intrigante!
“Si Filipo no envía diputados, Filipo, dice, desprecia a nuestra República; si los
envía, son espías y no diputados.” ¿Nos da a Haloneso? “No lo recibáis como un
donativo, sino como una restitución”, exclama ese fabricante de palabras. En fin, coronando
a aquellos que contra la fe debida a los tratados, habían invadido, con Aristodemo, la Tesalia
y Magnesia, rompe la paz y atrae sobre nosotros la guerra con todas sus calamidades.
- Sí, pero por la alianza de Tebas y la Eubea, he elevado sobre nuestras fronteras (tales
son sus palabras) una muralla de acero y de diamante–. Al contrario, atenienses, con
ello nos ha inferido tres graves heridas. Apresúrome a pasar a esa famosa Liga tebana;
pero, para proceder con orden, hablemos antes de la Eubea.
Habéis sido ofendidos a menudo y frecuentemente, atenienses, por Mnesarco de Caleis, padre
de Callías y de Taurosthene, a los cuales este hombre, audazmente venal, confiere nuestros
derechos de ciudadanía, y por Themisón de Eretria, que nos ha arrebatado a Oropos en
plena paz. Pero estos ultrajes fueron espontáneamente olvidados cuando los tebanos descendieron
a la Eubea para avasallarla. En cinco días socorristeis a la Eubea con nuestros bajeles
y nuestro ejército; en menos de treinta redujisteis a los tebanos a una capitulación. Dueños
de la isla devolvisteis a sus habitantes sus ciudades y sus libertades; era esta justísima
y leal devolución de un depósito; sentíais que su confianza os imponía el perdón como
un deber. Los calcicianos no igualaron el reconocimiento
al beneficio. Desde el momento en que volvisteis a Eubea para socorrer a Plutarco, fingieron
ser vuestros amigos; pero apenas llegamos a Tamines y franqueamos el monte Cotileo,
ese Callías, preconizado por Demóstenes a quien daba un salario, viendo a nuestro
ejército encerrado en un desfiladero, del cual solo victorioso podía salir, sin esperanzas
de socorro ni por mar ni por tierra, reunió tropas en toda la Eubea y pidió un refuerzo
a Filipo. Su hermano Taurosthene, que hoy sonriendo nos estrecha a todos la mano, condujo
mercenarios de la Fócida, y ambos cayeron sobre nuestros ejércitos pensando aplastarnos.
Entonces, si los dioses no hubiesen salvado a vuestro ejército; si todos, jinetes y soldados,
no se hubieran conducido como valientes; si el brillante éxito alcanzado cerca del hipódromo
de Tamines no desarmara al enemigo, Atenas habría corrido el riesgo de la deshonra,
porque en la guerra el mal mayor no es la derrota; pero contra un adversario indigno,
la derrota es necesariamente una doble desgracia. Os reconciliasteis, no obstante, con esos
pérfidos. El calcidiano Callías obtuvo su perdón; pero bien pronto la lógica recobró
su imperio. Bajo el pretexto de reunir en Calcis un Congreso eubeo, arma a la Eubea
entera contra vosotros, y se abre camino a la tiranía; esperando el apoyo de Filipo
corre a Macedonia, sigue los pasos del Príncipe, figura entre sus favoritos. Después le ofende,
huye y se arroja en los brazos de los tebanos. Abandónales también; más varió en sus
vueltas y revueltas que el río Euripo, cuyas orillas habita; incurre en la ira de Tebas
y de Filipo. No sabiendo qué partido tomar, sabiendo que ya se arman contra él, solo
ve un recurso supremo: que Atenas reciba sus juramentos, le llame su aliado, le defienda
contra un ataque indudable si vosotros no servís de obstáculo. Combinado este plan
envía aquí a Glauceto, Empedon y Diodoro, cargados de vanas esperanzas para el pueblo,
y de oro para Demóstenes y sus secuaces. Compraba así tres ventajas a la vez: ante
todo la certeza de vuestra alianza, pues si resentidos por sus antiguas perfidias, se
la rehusabais, no tenía más remedio que refugiarse en Calcis y dejarse prender o morir,
que tan grandes eran las fuerzas desplegadas contra él por Filipo y los tebanos. En segundo
lugar, el salario que llegaba a las manos de aquel, que, con su decreto sobre la alianza,
dispensaba a los calcidianos de tomar parte en las conferencias de Atenas. En fin, Callías
se hacía exceptuar del pago del subsidio. De todos estos proyectos ninguno fracasó.
Ese Demóstenes, que se llama el azote de los tiranos, ese fiel consejero del pueblo,
según Ctesifonte, vendió los intereses de la República.
Dijo en el tratado que estábamos obligados a socorrer a Calcis; ¿y qué nos daba en
cambio? ¡Palabras! Añadía que Calcis, en caso de ataque, nos socorrería a su vez.
Vendió la obligación de pagar un tributo que debía ser el nervio de la guerra. Veló
con los nombres más pomposos las más viles intrigas y os adormeció con estas palabras:
“Atenas debe, dijo, ante todo, proteger a todos los helenos que se hallen en peligro,
y no ser sus aliados sino después de haber sido sus bienhechores.”
Era poco el crimen de haber traficado con tan grandes intereses, dispensando los subsidios;
lo que os voy a decir parecerá todavía más repugnante. La insolencia y la avaricia de
Callías, la venalidad de Demóstenes, ese héroe de Ctesifonte, llegaron a tal extremo,
que en vuestra presencia, con vuestro conocimiento, ante vuestros ojos, ocultaron las contribuciones
de Oreos y de Eretria, en junto diez talentos, y después de haber despedido a los representantes
de esas ciudades, los reunieron de nuevo en Calcis, a lo que se llamaba la Dieta de Eubea;
¿por qué medios, por medio de qué maniobras? Esto merece ser oído.
Llegado aquí, no por medio de representantes, sino en persona, Callías marcha a la Asamblea
y pronuncia una arenga preparada por Demóstenes. Dice que llega del Peloponeso; que ha impuesto
una contribución de cien talentos para la expedición contra Filipo; especifica la cantidad
que cada pueblo debe pagar: la Acaya y la Megarida sesenta talentos; todas las ciudades
de la Eubea cuarenta. Con esos fondos tendréis una escuadra y un ejército. Muchos otros
helenos quieren traer sus contingentes; así, pues, no careceréis ni de soldados ni de
dinero. “Esto, añade, es de todos conocido; otras
negociaciones me ocupan, pero son secretas y solo sabidas de algunos atenienses.” Al
terminar nombra a Demóstenes, le llama, invoca su testimonio. Avanza este gravemente, prodiga
elogios a Callías, se da aires de hombre enterado, y dice que quiere daros cuenta de
sus embajadas en el Peloponeso y en la Acarnania. He aquí en substancia su informe:
“He hecho contribuir a esas dos comarcas para la guerra contra Filipo; con ese subsidio,
pagaremos cien bajeles ligeros, 10.000 infantes y 1.000 jinetes; además tendréis las milicias
de cada ciudad, más de 1.000 soldados del Peloponeso y otros tantos de la Acarnania;
el mando os será conferido; la ejecución no se dilatará mucho, puesto que en todas
las ciudades se ha anunciado públicamente una reunión general de sus agentes en Atenas
para la luna llena.” Este hombre, como veis, procede de una manera
original. Un charlatán ordinario evitaría, cuando mintiese, la precisión y la claridad,
por temor de ser confundido. Demóstenes, por el contrario, da vuelo a sus imposturas,
miente jurando antes, con horribles imprecaciones sobre sí mismo; anuncia atrevidamente lo
que él sabe bien que no se ha de verificar jamás, calcula la época, cita por sus nombres
a personas a quienes nunca vio, engaña a su auditorio echándoselas de franco; malvado
doblemente odioso por su perversidad y por la falsificación constante de la honradez.
Después de su discurso da a leer al escribano un decreto más largo que la Ilíada, más
vacío que sus arengas y que su vida, pero lleno de ***éricas esperanzas y de ejércitos
que jamás debían reunirse. Cuando os ha hecho perder ya la huella de sus fraudes y
esperáis el cumplimiento de sus promesas, de pronto se repliega, lanza la proposición
de elegir diputados que rueguen a los eretrios (súplica realmente necesaria) que den los
cinco talentos de impuestos, no a vosotros sino a Callías: quiere que otra embajada
vaya a rogar a los oritanos que no reconozcan otros amigos ni otros enemigos que los nuestros.
En fin, se descubre cuando añade a todos los fraudes contenidos en su proposición:
“Los diputados pedirán a los oritanos que paguen sus cinco talentos, no a nosotros sino
a Callías.” Lo que digo es cierto. Lee ese decreto, pero suprime las frases pomposas,
la enumeración de los trirremes y todo ese charlatanismo, para fijarte en el secreto
robo del impuro malvado que, según Ctesifonte, no se propone otro fin en sus acciones que
el interés del pueblo de Atenas. (Decreto.) Así, pues, escuadras, ejércitos, época
fijada, he ahí sus palabras: robo de diez talentos, ¡he ahí lo hecho!
Añadamos que Demóstenes recibió por esa proposición un salario de tres talentos,
a saber: un talento de Calcis, por Callías, un talento de Eretna, por Clitarco, ¡por
un tirano! Y en fin, un talento de Oreos. Este último hizo que se descubriera todo,
porque los oretanos, pueblo soberano, nada hacían sin un decreto. Arruinados, agotados
por la guerra contra Filipo, enviaron a Demóstenes a Inosideo, hijo de Carígeno, en otro tiempo
poderoso entre ellos, para solicitar la condonación de su talento, con la promesa de erigirle
una estatua de bronce en su ciudad. Demóstenes responde que nada tiene que hacer con ese
pedazo de bronce y exige la suma por medio de Callías. Así, apremiada la indigente
ciudad, le hipotecó sus rentas y le pagó como interés de un culpable salario, una
dracma mensual por cada mina, hasta el pago del capital. Léase el decreto del pueblo
que esto prueba. (Decreto.) Ese decreto, ¡atenienses!, es la vergüenza
de la República, la prueba manifiesta de las prevaricaciones de Demóstenes, la más
brillante acusación contra Ctesifonte. No; tan desvergonzado mercenario no puede ser
buen ciudadano, cualquiera cosa que diga Ctesifonte en su atrevida proposición.
Y aquí comienza la tercera época, el período más funesto: entonces Demóstenes perdió
a la República y a la Grecia, profanando el templo de Delfos, haciendo decretar una
alianza injusta y desigual con los tebanos. Hablemos antes de sus ultrajes a los dioses.
Atenienses: hay una llanura llamada Cirrha, un puerto denominado hoy día Puerto de las
Imprecaciones. Este país fue un tiempo habitado por los cirrheos y los cravalidas, razas sin
freno, que forzaron el templo de Delfos, mancharon las santas ofrendas y ultrajaron a los Anfictiones.
Más indignados aún que los otros miembros de esta Asamblea, nuestros antepasados preguntaron
al oráculo qué castigo debían sufrir los profanadores: “¡Guerra a los cirrheos y
a los cravelidas!, respondió el oráculo. ¡Guerra de día y de noche! Llevad a esos
pueblos el hierro, el fuego, la esclavitud; consagrad a Apolo, a Diana, a Latona, a Minerva,
sus tierras completamente abandonadas; no trabajéis en ellas ni consintáis que otros
trabajen.” Conforme a esta respuesta y según consejo del ateniense Solón, aquel hábil
legislador y poeta filósofo, los anfictiones decidieron armar a los pueblos para lanzarlos
contra los hombres proscritos por los oráculos. Reunidas en bastantes número las tropas,
vendieron y desterraron a los habitantes, cegaron los puertos, arrasaron la ciudad,
consagraron el suelo, según la orden del oráculo, y juraron solemnemente prohibir
a ellos mismos y a los demás, toda clase de trabajos en los campos consagrados, defender
al dios y a la tierra sagrada con sus armas, sus manos, sus pies y todas sus potencias.
Pero era poco aún el juramento y lo afirmaron con esta imprecación: “Si hubiera algún
infractor de este juramento particular, ciudad o pueblo, ¡maldito sea por Apolo, por Diana,
por Latona y por Minerva! ¡Rehúsele la tierra sus frutos! ¡Que sus mujeres paran monstruos!
¡Que sus ganados no engendren conforme a la naturaleza! ¡Que sean vencidos en la guerra,
en los Tribunales, en las Asambleas! ¡Que sean exterminados ellos, sus casas y su raza!
¡Que jamás sacrifiquen santamente a Apolo, a Latona, a Diana y a Minerva y que sus ofrendas
sean rechazadas!” Se va a leer el oráculo. Escuchad la imprecación;
acordaos del juramento de los anfictiones, el juramento de vuestros antepasados. (Léese.)
A pesar de los juramentos, de ese anatema, de esos oráculos todavía escritos en nuestras
tablas, los locrios de Anfisa y sus jefes, hombres sin ley, han cultivado la llanura,
reconstruido y habilitado el puerto de las Imprecaciones, exigido un tributo a los navegantes
y comprado a algunos oradores enviados a Delfos y entre ellos a Demóstenes. Sí, el orador
que elegisteis en el Consejo anfictiónico, vendió su silencio a los locrios por mil
dracmas. Además le prometieron enviarle siempre a Atenas todos los años, veinte minas de
ese dinero maldito, para que fuese aquí el celoso protector de los anfisianos. Desde
ese crimen, más que nunca, todo particular, todo príncipe, toda República que con él
trató, fueron víctimas de irreparables infortunios. Ved cómo los Dioses y la Fortuna han triunfado
de la sacrílega Anfisa. Bajo el arconte Teofrasóo, siendo hieromnemo Diogneto de Anafiste, elegisteis
pilágoras al famoso Midias, Trasicles y a mí el tercero. Los otros anfictiones se reunieron.
Los que querían mostrarse benévolos hacia nuestra República, nos advirtieron que los
anfisianos, servilmente sometidos a sus amos los tebanos, proponían se decretase contra
el pueblo ateniense una multa de cincuenta talentos, por haber suspendido en el nuevo
templo, antes de su consagración, escudos de oro con inscripción: Los atenienses sobre
los medos y los tebanos combatiendo contra los helenos.
El hieromnemo me envió llamar y me rogó fuese al Consejo a defender a nuestra República:
este era ya mi pensamiento. Obligado por la ausencia de mis colegas, entro y hablo: de
pronto, un insolente anfisiano, hombre grosero, quizá inspirado por un genio malo, lanza
violentas vociferaciones: “Ante todo, ¡oh helenos!, dice, si no estuvieseis locos, en
estos sitios no pronunciaríais ni siquiera el nombre de los atenienses; los arrojaríais
del templo como malditos”. Al mismo tiempo recuerda nuestra alianza con la Fócida, obra
de Crobilos, y exhala contra Atenas otras mil injurias, que no pude oír sin indignación,
cuyo recuerdo me enciende aún. Nunca en mi vida he sentido cólera semejante. Suprimo
una gran parte de mi respuesta, pero tuve el pensamiento de recordar las profanaciones
de Anfisa, y desde el sitio en que me hallaba, señalando la llanura de Cirrha, dominada
por el templo desde donde se la ve por completo: “Representantes de la Grecia, exclamé,
¿veis esos campos consagrados a los dioses?, los locrios los cultivan. ¡Esas fábricas,
esos establos, ellos los han construido! ¡Ese puerto de maldición, ellos lo han restablecido!
¿Son necesarios testigos? Bien sabéis por vosotros mismos que han levantado impuestos,
y percibido dinero sobre una comarca consagrada.” Y al propio tiempo hice leer el oráculo,
el juramento de nuestros antepasados, el anatema y protesté, diciendo: “Yo, fiel a este
juramento, por la salvación de Atenas, de mis hijos, de mi casa, de mí mismo, defenderé
la tierra sagrada con mis manos, con mis pies, con mi voz, con todas mis fuerzas. Vosotros,
¡oh anfictiones!, pensad en vosotros mismos. El sacrificio ha comenzado, las víctimas
están en el altar; vais a invocar el favor de los Dioses sobre vosotros y sobre la nación.
Pero pensad esto: ¿cómo vuestra voz, vuestros ojos, vuestros corazones, osarán rogarles,
si dejáis impunes a los malditos a quienes han rechazado? Porque la imprecación designa
claramente, sin equívocos, las penas que deben sufrir los profanadores y quienes consienten
la profanación.” Después de este discurso, del cual solo cito
un rasgo, salí de la Asamblea. Hubo grandes gritos, gran tumulto entre los anfictiones.
Ya no se trató de nuestros escudos, sino del castigo de los locrios. Habiendo avanzado
mucho el día, el heraldo pregona que todos los habitantes de Delfos de más de dieciséis
años, libres o esclavos, vayan al levantarse el sol a la plaza de las Víctimas, armados
de hoces y de azadones; añade que el hieromnemo y los Pilágoras acudan también en ayuda
del dios y de la tierra sagrada, bajo pena, contra la ciudad representada, de ser excluida
del templo y envuelta en la imprecación. Al día siguiente acuden, pues, a la cita;
descendemos a la llanura de Cirrha, una vez destruido el puerto, quemadas las casas, nos
retiramos. Entre tanto los anfisios, que habitan a sesenta estadios de Delfos, caen en grandes
masas bien armados sobre nosotros y de no haber ganado la ciudad, nuestras vidas habrían
estado en peligro. Al día siguiente Cotifos, encargado de contar
los votos, convoca una Asamblea general; es decir, no tan solo los hieromnemos y los pilágoras,
sino también todos los que participan en los sacrificios y consultan al oráculo. Allí
se levantaron mil quejas contra Anfisa, mil elogios para Atenas. Para terminar, decrétase
que antes de la sesión del día siguiente, los hieromnemos acudirían en día fijo a
las Termópilas, provistos de la sentencia de los locrios por su crimen contra los Dioses,
la tierra sagrada y los anfictiones. El escribano va a leernos el decreto. (Decreto.)
Presentamos una decisión, primero al Consejo, después al pueblo reunido. Fueron aprobados
nuestros actos, y Atenas entera proyectó una piadosa reparación. Fiel a sus compromisos
con los de Anfisa, Demóstenes se opuso; yo lo confundí ante vosotros. No pudiendo engañar
abiertamente a la República, nuestro hombre marcha al Consejo, hace retirar a los particulares
y lleva al pueblo un proyecto de acuerdo redactado por algún ignorante seducido. ¡El intrigante
convierte ese acto en decreto nacional con la sanción popular, cuando ya se levantaba
la sesión, cuando la muchedumbre se retiraba, cuando yo había salido, yo que jamás lo
habría sospechado! Ese decreto dice, en resumen, que el hieromnemo de Atenas y todos los pilágoras
irán a las Termópilas y a Delfos en las épocas fijadas por nuestros antepasados;
palabras especiosas que ocultaban un resultado abominable: nuestra exclusión de la sesión
que la necesidad obligaba a abrir antes del término ordinario. Otra cláusula del decreto,
todavía más clara y perniciosa, prohíbe a los representantes atenienses tener en adelante
nada de común con los miembros de la Dieta, ni debates, ni actos, ni determinaciones.
¡Nada de común! ¿Qué quiere decir esto? ¿Haré hablar a la verdad o a la adulación?
¡La verdad! Porque la costumbre de adularos ha perdido a Atenas. Pues bien, ¡eso era
imponeros el olvido de los juramentos de vuestros padres, el olvido del anatema, el olvido de
un oráculo divino! Nos quedamos, pues, aquí encadenados por
ese decreto. Los otros anfictiones se reunieron en las Termópilas, excepto los de una sola
ciudad que no nombraré (¡así su desastre no se renueve en ningún pueblo de la Grecia!).
La Dieta decretó una expedición contra Anfisa y eligió general a Cotifos de Farsalia, presidente
del escrutinio. Filipo se encontraba, no en Macedonia, ni en Grecia, sino en el fondo
de la Escitia; y ¡osará decir Demóstenes que yo lo lanzaba contra los helenos! En esta
primera campaña los vencedores trataron a Anfisa con muchos miramientos. No castigaron
sus atentados sino con una multa que debían pagar al dios en un plazo determinado. Desterraron
a los anatematizados y a los autores de las profanaciones. Pero como ese pueblo, no pagando
su sagrada deuda, volvía a los impíos del destierro, y desterraba a los piadosos a quienes
la Dieta había vuelto a su patria, tomáronse de nuevo las armas contra él antes que Filipo
hubiese vuelto de la Escitia, cuando los dioses nos ofrecían en esta guerra santa un mando
que Demóstenes había vendido. Pero esos mismos dioses ¿no nos lo han advertido?
¿podrían enviarnos mayores prodigios, a menos de hablar el lenguaje humano? No; nunca
he visto ciudad alguna más protegida por los Inmortales, ni más arruinada por algunos
charlatanes. ¿No era un aviso suficiente ese prodigio que se presenció en la celebración
de los Misterios con la muerte de los iniciados? ¿No nos aconsejó Amniado que enviásemos
emisarios a Delfos para consultar al cielo? ¿No fue Demóstenes quien se opuso con esta
frase: el oráculo filipiza, hombre groseramente impío, harto del libertinaje que le habéis
dejado gozar? Y también osó decir: “Filipo no ha entrado en el Ática porque los sacrificios
le han sido contrarios”. ¿Qué suplicio no mereces, destructor de la Grecia? Si el
vencedor es detenido por tristes presagios en la frontera de los vencidos, tú que nada
supiste prever, tú que lanzaste nuestras tropas antes que el cielo hablase, ¿qué
se te debe dar por las calamidades de la patria: una corona o el destierro?
¡Ah! ¡Cuántos sucesos extraños, inesperados, en nuestros días! No, no hemos vivido la
vida ordinaria de los hombres; hemos nacido para asombro de la posteridad. El monarca
de los persas que abrió el monte Athos, que encadenó el Helesponto, que pidió a los
helenos la tierra y el agua, que en sus cartas osaba llamarse el dominador de todas las naciones
del Poniente y de la Aurora, ¿combatía por el imperio del mundo? No, combate para defender
su vida. ¿No vemos en posesión de su gloria y del mundo en la guerra contra Persia, a
los mismos que han libertado el templo de Delfos? Y Tebas, Tebas, ciudad vecina nuestra,
¿no ha sido en un día barrida del suelo de la Grecia? ¡Justo castigo de un pueblo
que en la causa común había adoptado el partido de nuestros enemigos y a quien los
Dioses destruyeron tan solo por haber tocado el botín sacrílego los infortunados lacedemonios
que en otro tiempo aspiraban a la supremacía en Grecia, se arrastra en el séquito de Alejandro,
muestra el espectáculo de sus miserias, se entrega a su merced ellos y su patria, y esperan
su sentencia de la piedad de un vencedor ofendido! Nuestra Atenas, en fin, el asilo común de
los helenos, adonde las embajadas de la Grecia venían a implorar vuestra protección, ¡Atenas
no lucha ya por la preeminencia, sino tan solo por la posesión del suelo de la patria!
Estas catástrofes datan de la fecha en que Demóstenes entró en la administración de
los intereses públicos. Gran sentido encierra el pensamiento de Hesíodo en esta materia.
El poeta aconseja en sus versos, porque si la infancia aprende las máximas de los poetas,
la edad madura las aplica: “De los delirios y de los perversos proyectos
de un solo hombre, una ciudad recoge a menudo los amargos frutos. Su pueblo es devastado;
el hambre y la peste acuden para secundar la venganza de los cielos... Sus soldados,
sus murallas ya no existen, y las olas, ante los ojos del rey de los cielos, devoran a
sus escuadras.” Romped el ritmo poético y buscad tan solo
la idea: no oís a Hesíodo, sino a un oráculo contra la política de Demóstenes, política
funesta que lo ha devorado todo: escuadras, ejércitos, Repúblicas.
¡No; ni Frinondas, ni Euribates, ni ninguno de esos antiguos malvados le igualaron nunca
en imposturas y en truhanería! ¡Oh tierra! ¡Oh Dioses! ¡Oh genios! ¡Y vosotros, mortales,
amigos de la verdad, osáis decir que la alianza de los tebanos, surgió no de las circunstancias,
no de los temores que les asediaban, no de vuestra gloria, sino de las arengas de un
Demóstenes! No obstante, ¡cuántos otros antes que él, estrechamente unidos con ese
pueblo, habían sido embajadores en Tebas! El general Trasíbulo, cuyo crédito no tuvo
rival en esta ciudad; Leodamas de Acarnia, cuya elocuencia tenía tanta fuerza y mayores
bellezas que la de Demóstenes; Archidemo de Pela, negociador de poderosa palabra, cuyo
celo por Tebas ha ocasionado tantas tempestades; el demagogo Aristofón de Atzenia, acusado
de tener sentimientos beocios, y el orador Periandro de Anaflisto, que aún vive. Pues
bien, ninguno de estos logró atraernos la alianza de Tebas. Sé la causa, pero ese pueblo
es desgraciado, y la callo. Cuando Filipo les arrebató a Nicea para entregar esa plaza
a los tesalios; cuando después de haber alejado la guerra de la Beocia, la volvió a llevar,
a través de la Fócida, ante los muros de Tebas; cuando, en fin, dueño de Elatea, la
fortificó y guarneció de tropas: entonces, viendo el peligro a sus puertas, los tebanos
nos llamaron, y vosotros os pusisteis en marcha, entrasteis en Tebas, jinetes y soldados, armados,
prontos a combatir, antes que ese hombre hubiese escrito una palabra acerca de la alianza.
¿Quién os hizo penetrar en esa ciudad? Fue el espanto público, la necesidad de una confederación;
no fue Demóstenes. Demóstenes, en sus negociaciones, os ha causado tres enormes daños. He aquí
el primero: Filipo os llamaba sus enemigos, pero su rencor
hacia Tebas era más positivo; el suceso que lo había probado me dispensa de otras pruebas.
Demóstenes os ha ocultado tan importante disposición de ánimo, y haciendo creer que
la alianza era obra, no de las circunstancias, sino de sus embajadas: “No discutáis, decía
al pueblo, las condiciones de ese tratado: demasiado dichosos seremos si lo terminamos.”
Entregó la Beocia entera a los tebanos, consignando en un decreto que si alguna ciudad se separaba
de ellos, Atenas socorrería a los beocios de Tebas: bellaquería en las palabras, y
en los hechos alteraciones que le son familiares. ¡Como si la Beocia, oprimida en realidad,
debiérase aliviar con las palabras de un Demóstenes, y no irritarse con sus propios
dolores! ¡Enseguida, os cargará con dos terceras partes de los gastos de la guerra,
aunque alejados del peligro, no gravando más que con una tercera parte a los tebanos, repartición
por la cual fue asalariado! En cuanto al mando lo hizo común en el mar, no obstante que
los gastos pesaban sobre vosotros solos: el de tierra lo entregó por completo a los tebanos,
hasta el punto de que durante la guerra que siguió vuestro general Estratocles no fue
dueño de deliberar sobre la salvación de sus soldados. Y no le acuso en medio del silencio
de los demás: lo que digo, todos lo censuran; ¡y vosotros que lo sabéis no os indignáis!
Sí, tal es vuestro ánimo respecto a Demóstenes. La costumbre os hace mirar con indiferencia
sus crímenes. Preciso es cambiar, atenienses; preciso es que os indignéis, y castiguéis
si deseáis salvar la República, los restos de la República.
El segundo daño que os ha causado, más grave aún, es el de haber llevado a Tebas, a la
ciudadela, el asiento del consejo y de la democracia ateniense, estipulando en favor
de los jefes beocios la participación en todos los asuntos de Atenas. Con este engaño
se hizo tan poderoso, que de lo alto de la tribuna, aseguraba que sin que le concedieseis
misión alguna, él iría por donde tuviese a bien en calidad de embajador vuestro. ¿Osa
contradecirle un general? Tratando a nuestros jefes como esclavos, y acostumbrando al silencio
a la oposición, amenaza con hacer decretar la preeminencia de la tribuna sobre la espada;
“porque, añadía, yo os he prestado más servicios en la tribuna, que los generales
bajo las tiendas de campaña.” ¡Y en las tropas extranjeras ha robado el sueldo de
las plazas vacantes! ¡Ha saqueado una caja militar y vendido diez mil de esas tropas
auxiliares de los anfisanos! A pesar de mis protestas, a pesar de mis vehementes quejas
en las Asambleas, nos arrebató esas tropas, y después emprendió campañas en que la
República quedó desguarnecida. ¡Ah!, ¿cuáles podrían ser los deseos de Filipo, sino combatir
separadamente, aquí a las tropas atenienses, cerca de Anfisa las bandas extranjeras, y
caer enseguida sobre los helenos desanimados por tan terrible golpe? ¡Y el autor de tantos
males, Demóstenes, no se da por satisfecho con la impunidad; si no se le concede una
corona de oro, se indigna! No le basta ser proclamado entre vosotros; ¡si su nombre
no es saludado por la Grecia entera, está descontento! ¡Tan cierto es que un ánimo
perverso, del poder usurpado hace instrumento de públicas calamidades!
Pero su tercer atentado es el más horroroso. Filipo no despreciaba a los griegos; sabía
aquel príncipe insensato que iba a aventurar, en un momento, toda su fortuna en los azares
de una batalla. También deseaba la paz y se disponía a enviarnos una embajada. Por
otra parte los magistrados de Tebas mostrábanse temerosos ante el próximo peligro; miedo
bien fundado, porque se aconsejaban, no en un cobarde charlatán, desertor de su puesto,
sino en la guerra de la Fócida, guerra de diez años, lección de perpetua memoria.
Viendo Demóstenes esta disposición de ánimo, sospechó que los beotarcas iban a hacer solos
la paz, y recibir, sin contar con él, el oro de Macedonia. Entonces este hombre, que
se hubiera considerado digno de la muerte si no hubiese acudido al botín, acudió de
un salto al seno del pueblo reunido. Nadie se decidió allí ni por la guerra ni por
la paz; pero él, esperando que los jefes beocios le trajeran una parte del ignominioso
salario, jura por Minerva, ¡oh Fidias!, ¿quisieras hacer cómplice a esta diosa de la rapacidad
de un Demóstenes?, y jura coger por los cabellos y arrastrar a una prisión a quien quiera
que hablase de paz con Filipo: imitador fiel de ese Clefonte que en la guerra con Lacedemonia
arruinó, según se dice, a la República. Sin embargo, los magistrados de Tebas no le
prestan oído, y para que votaseis la paz, hacen volver a los soldados que habían ya
partido. Entonces acaba de perder la cabeza; lánzase a la tribuna, llama a los beotarcas
traidores a la nación, y declara, él que nunca vio cara a cara al enemigo, que os va
a hacer decretar una embajada a Tebas, para solicitar el paso contra Filipo. Vencidos
por la vergüenza de parecer, en efecto, traidores a la Grecia, esos magistrados renuncian a
la paz y apresuran los preparativos de la guerra.
Y aquí es justo conceder un recuerdo a los valientes que, a pesar del aspecto amenazador
de las víctimas inmoladas, a pesar de los siniestros presagios, precipitó Demóstenes
en un peligro manifiesto, y a quienes ese desertor fugitivo osó hollar en su tumba
consagrándoles el elogio de su valor. ¡Oh, tú, el más incapaz de los hombres para una
acción viril, el más atrevido en palabras! ¿Te atreverás a afirmar ante conciudadanos
que te deben conceder una corona por los desastres causados a la República? Y si lo dice, atenienses,
¿lo sufriréis? ¡Ah!, transportaos de este tribunal al teatro; ved avanzar al heraldo,
oíd la proclamación que va a hacer en virtud del decreto; después preguntad si los parientes
de tantos muertos verterán más lágrimas que sobre esos héroes infortunados, sobre
la ingratitud de la patria. ¿Hay un solo heleno, un solo hombre educado en la libertad,
que no gimiera al recuerdo de una ceremonia que en otro tiempo tenía lugar en el teatro,
en los mismos días, antes de esas mismas tragedias, cuando Atenas tenía mejores jefes
y mejores leyes? Avanzaba el heraldo y presentando a los huérfanos cuyos padres habían muerto
en la guerra, adolescentes adornados con armaduras completas, pronunciaba estas palabras, tan
hermosas y admiradas: “He ahí a los hijos de los valientes que han perecido en los combates.
El pueblo los ha criado hasta su pubertad; y ahora los arma, los envía bajo la protección
de la fortuna a sus particulares tareas, y les invita a los puestos de honor.” Así
hablaba entonces el heraldo; pero hoy, cuando presente a aquel que ha hecho huérfanos a
esos niños, ¿qué palabra pronunciará? En vano recitará todas las disposiciones
del derecho, pues la odiosa verdad no enmudecerá; a la voz del heraldo opondrá su voz: “¡Este
hombre, si es que esto es un hombre, exclamará, es coronado por el pueblo de Atenas por su
virtud, él, el más vicioso y mal ciudadano!, ¡no por su noble carácter, siendo un cobarde
desertor!” ¡Por Júpiter! ¡por todos los dioses! Os conjuro ¡oh atenienses!, para
que no levantéis sobre la escena de Dionisios un trofeo a vuestra deshonra; no mostréis
a todos los griegos el pueblo de Minerva delirante; no recordéis sus irreparables miserias a
los tebanos, por él fugitivos y por vosotros amparados; ¡infelices que han perdido templos,
hijos, tumbas de sus mayores por la venalidad de Demóstenes y por el oro del gran rey!
Puesto que no habéis visto su desastre, imagináoslo; representaos una ciudad asaltada, sus muros
derruidos, sus casas incendiadas, madres y niños reducidos a la esclavitud, ancianos
y ancianas perdiendo la libertad en los últimos días de su vida, bañados en lágrimas, implorando
vuestro auxilio, exhalando su cólera, no contra los ejecutores, sino contra los autores
de tan cruel venganza, suplicándoos con moribunda voz que no coronéis al azote de la Grecia
y que os libréis del genio fatal que sigue a ese hombre funesto. Porque nunca una ciudad,
nunca un ciudadano se sometió a los consejos de un Demóstenes impunemente. ¡Cuando una
nave de Salamina, sin culpa de su piloto, naufraga en el viaje, una ley prohíbe a ese
hombre el ejercicio de su profesión, con el fin de que nadie juegue con la vida de
un heleno, y a ese hombre, que ha hundido a Atenas y a la Grecia entera en el abismo,
le dejaréis empuñando el timón del Estado! Para venir a la cuarta época, es decir a
nuestra situación actual, quiero recordaros que Demóstenes ha abandonado su puesto, como
soldado y como ciudadano. Se embarcó en una de nuestras galeras y marchó a auxiliar a
los helenos. La inesperada salvación de nuestra ciudad volvió a traerlo. Temblaba el pobre
hombre los primeros días. Se acerca medio muerto a la tribuna y os pide la elección
de un guardián de la paz. Pero vosotros, que entonces no permitíais que se inscribiese
el nombre de Demóstenes en los decretos, nombrasteis a Nausicles, ¡y hoy Demóstenes
pide una corona! Muerto Filipo, nombrado rey Alejandro, comienza sus trapacerías, eleva
altares a Pausanias, compromete al Consejo con sacrificios a la dichosa noticia, llama
a Alejandro un adolescente, afirma con audacia que no se moverá de su Macedonia, dichoso
con pasearse por Pella y examinar las entrañas de las víctimas. “Esto no es una simple
conjetura, es la firme convicción de que el valor es el precio de la sangre.” Así
hablaba quien no tiene sangre en las venas, y que medía a Alejandro, no por la talla
de Alejandro, sino por su propia bajeza. Los tesalios habían resuelto marchar sobre Atenas;
el jovenzuelo, en el primer arranque de su justa cólera, había acometido a Tebas; Demóstenes,
entonces embajador elegido por vosotros, en medio del Citerion vuelve grupas y huye, inútil
en la paz, inútil en la guerra. Y para colmo de maldad, a vosotros que le perdonabais,
que rehusabais someterlo al juicio de un Congreso de los helenos, a vosotros ha hecho traición,
si lo que se dice es cierto. Según el informe, muy verosímil, de la tripulación
de la galera paraliana y de los ciudadanos enviados a Alejandro, existe un natural de
Platea, llamado Aristion, hijo de Aristóbulo; alguno de vosotros le conoce. Este joven,
notable por su belleza, habita hace largo tiempo en casa de Demóstenes. ¿Qué hace
allí? Esto se presta al equívoco y no puedo hablar decentemente de ello. He oído decir
que, ignorándose su nacimiento y su vida, entró en la corte de Alejandro y fue admitido
en su trato familiar. Por su medio, Demóstenes hizo llegar cartas al Príncipe, recobró
alguna seguridad, y logró reconciliarse con él a fuerza de adulaciones. Y ved cómo está
de acuerdo esta imputación con los hechos. Demóstenes miraba a Alejandro como enemigo,
según asegura, presentáronsele tres ocasiones de demostrarlo y no aprovechó ninguna.
Alejandro, apenas entronizado, pasó al Asia sin haber puesto en orden los asuntos de su
reino. El rey de Persia, tan rico en bajeles, en dinero y en soldados, apremiado por el
peligro, habría acogido con ardor nuestra alianza. ¿Pronunciaste entonces, Demóstenes,
algún discurso? ¿Redactaste un solo decreto? Supongamos, si quieres, que tuviste miedo,
que has cedido a tu natural cobarde; ¿debía esperar esto la patria de un orador en la
ocasión decisiva? Cuando Darío se presentó con todas sus fuerzas,
y Alejandro, bloqueado en la Cilicia, desprovisto de todo, como tú decías, debía ser aplastado
bien pronto (son tus palabras) por la caballería persa; cuando Atenas no era bastante grande
para contener tu insolencia, y llevabas en el extremo de tus dedos esas famosas cartas,
mostrando mi abatido rostro, llamándome la víctima de los cuernos dorados, ya coronada
para caer al primer desastre de Alejandro, ¡tampoco entonces nada hiciste! ¿Para qué
circunstancias más favorables te reservabas? Pero pasemos adelante y lleguemos a hechos
más recientes. Los lacedemonios y las tropas extranjeras
habían vencido y destruido al ejército enemigo cerca de Korragos. Su partido se había engrosado
con la Elida, la Acaya entera, menos Pellene; toda la Arcadia, excepto Megalópolis, entonces
sitiada y que se esperaba de un momento a otro ver reducida. Alejandro, hacia el polo
Ártico, había casi franqueado los últimos límites de la tierra habitada. Antípater
reunía lentamente sus tropas; el porvenir era incierto. Muéstranos, Demóstenes, lo
que hiciste, lo que dijiste entonces. ¿Quieres la tribuna? Te la cedo. ¡Habla a tu gusto!...
¡Callas! Compadezco tu turbación. Lo que has dicho voy a repetirlo. ¿Habréis olvidado,
atenienses, estas odiosas palabras que subsisten impasibles como el hierro: “Vendimian a
la República, exclamaba, podan a la democracia, cortan los nervios de los asuntos públicos;
estamos comprimidos, embanastados; hay gentes que nos clavan agujas por detrás.” ¿De
quién son, bestia maligna, esas monstruosidades de la palabra? Después, tronando en la tribuna,
haciendo ostentación de tu cólera contra Alejandro: “Confieso, decías, que he sublevado
a Laconia; confieso haber lanzado a la rebelión a los perrebos y a los tesalios.” ¡Tú,
agitar a un pueblo! ¡Tú, aproximarte, no digo a una ciudad, sino a una casa donde hubiera
un peligro! Que distribuyan dinero en alguna parte y se te verá en tu puesto; pero jamás
realizarás una acción varonil. Si la fortuna nos favorece con alguna victoria, te apoderarás
de ella, allí inscribirás tu nombre; y luego, el menor peligro, huirás, y cuando nos hallemos
más tranquilos y seguros, pedirás recompensas y coronas de oro.
— Sea en buena hora; pero es celoso demócrata. — ¡Oh!, si os fiáis de sus buenas palabras,
continuará engañándoos; examinad su carácter, consultad la verdad y la ilusión cesará.
Ved cómo debéis juzgarle. Examinaré lo que constituye al buen demócrata, al prudente
republicano; y colocaré enfrente el retrato del mal ciudadano, del partidario de la oligarquía.
Comparad enseguida, y ved de qué lado se coloca Demóstenes, no por su lenguaje, sino
por su vida. Unánimes estaréis, a mi ver, acerca de las
cualidades que debe poseer un buen demócrata. Ante todo será hombre libre por parte de
padre y de madre, pues la desgracia de su nacimiento le hará enemigo de las leyes,
que son la salvaguardia del poder popular. Después sus abuelos deben haber prestado
algunos servicios al pueblo; cuando menos será preciso que no hayan sido sus enemigos
para que no venguen en el Estado sus odios de familia. En tercer lugar, será modesto
y morigerado en su modo de vivir, puesto que los excesivos gastos le arrastrarán a venderse
traidoramente. En cuarto lugar, unirá al espíritu de rectitud el talento de la palabra;
¡es tan hermoso saber optar por en partido más útil, y persuadir por la cultura del
genio oratorio! Pero sin ese concierto de facultades, el buen sentido es preferible
a la elocuencia. En fin, poseerá un alma varonil que en los momentos críticos y en
la guerra no abandone la causa del pueblo. Las cualidades contrarias son las propias
de los partidarios de la oligarquía. Aplicadlas a Demóstenes con imparcialidad.
Tuvo por padre a Demóstenes de Peania, que no he de ocultar era un hombre libre. Pero
¿quién era su madre? ¿quién era su abuelo materno? Ahora lo veréis. Existió en otro
tiempo un llamado Gylon, natural de Cerámica. Este hombre entregó a Nimfea, fortaleza del
Ponto que nos pertenecía, a los enemigos. Condenado a muerte, evitó el suplicio huyendo
y refugiándose en el Bósforo. Allí recibió de los tiranos del país, como recompensa,
una posesión llamada Los Jardines; casó con una mujer rica que le llevó mucho oro,
¡pero era una escita! Tuvo dos hijas, que envió aquí con dotes considerables; casó
a una, no importa con quién, que no quiero atizar más rencores. Demóstenes el Peanio,
con desprecio de las leyes del Estado, casó con la otra que nos ha dado al embrollón
Demóstenes, a Demóstenes el sicofanta. Así, pues, por su abuelo materno, es ya enemigo
del pueblo, puesto que habéis condenado a muerte a uno de sus antepasados; por su madre
es un escita, un Bárbaro; solo por la lengua griego, e indigno por su perversidad de ser
ateniense. ¿Cuál ha sido su vida? Después de haber disipado locamente su patrimonio,
de trierarca pasó a escritorzuelo. Perseguido en este oficio por su reputación de perfidia,
y vendiendo sus arengas a los partidos contrarios, se lanzó a la tribuna. A pesar de sus enormes
rapiñas, en el Tesoro ne queda muy poco. El oro del rey de Persia afluye al abismo
de sus prodigalidades, pero no lo cegará; porque, ¿qué riquezas serán bastantes para
saciar a un alma depravada? Vive, no de sus rentas, sino de vuestros peligros. En cuanto
al saber y la elocuencia, ha nacido para decir bien y hacer mal. Ha abusado de tal suerte
de su cuerpo desde la infancia, que no quiero decir lo que ha hecho: desde hace mucho tiempo
sé que nos hacemos odiosos hablando con demasiada claridad de las torpezas de los demás. En
fin, ¿qué obtenéis de ese hombre?, hermosos discursos e infames acciones. Respecto a su
valor, permitidme dos palabras nada más. Si él negase su cobardía, si no la conocieseis
como él mismo, me detendría en este punto. ¡Pero él la ha confesado ante la Asamblea
del pueblo y vosotros estáis de ello convencidos! Réstame solo recordar las leyes relativas
a gentes de esa especie. Solón, antiguo legislador, creyó que debía someter al mismo castigo
al desertor y al cobarde. Quizá esto os sorprende. ¡Procesar los impulsos naturales! ¿Por qué?
Pues a fin de que cada uno de nosotros, temiendo las penas legales más que al enemigo, ofrezca
a la patria un intrépido defensor. Así es que el legislador priva de la aspersión lustral
y excluye de la plaza pública a los que no quieren llevar las armas, a los cobardes,
a los desertores; les rehúsa toda corona y les rechaza de los sacrificios ofrecidos
por la nación. ¡Y tú, Ctesifonte, intentas coronar a quien la ley veda la corona! Tu
decreto llama a la escena, durante las tragedias en el templo de Dioniso, a un indigno, cuya
cobardía ha entregado al enemigo nuestros templos. Temo apartaros del objeto de la discusión;
acordaos tan solo de esta regla de conducta: cuando Demóstenes se llame defensor del pueblo,
examinad, no sus arengas, sino su vida; no lo que dice ser, sino lo que es.
Puesto que os he hablado de coronas y de recompensas, os predigo, atenienses, que si no reprimís
esa profusión de honores prodigados al azar, no obtendréis ni el reconocimiento de aquellos
que las reciben, ni ventaja alguna para los intereses públicos. Los malvados no se corregirán
y a los buenos los lanzaréis al mayor desaliento. Si os preguntan: ¿qué época os parece más
gloriosa para Atenas, la de nuestros antepasados o la actual? La de nuestros antepasados, responderéis
unánimes. ¿Eran mejores entonces los hombres que hoy? Entonces eran distinguidos, hoy degenerados.
Las coronas, las recompensas, las proclamaciones, ¿eran más frecuentes? Estos honores eran
entonces raros, pero el nombre de la virtud, glorioso. Ahora la virtud se ha envilecido
y las coronas las prodiga la costumbre, no la reflexión. Según este paralelo, atenienses,
¿no es extraño que las recompensas sean ahora más numerosas y que entonces la patria
fuese más floreciente? Tratemos de explicar la causa.
¿Creéis que para ganar la corona en Olimpia o en otros juegos, desearían los atletas
ejercitarse en la lucha y en el pugilato, o en otros peligrosos combates, si se concediese
aquella, no al más digno, sino al más intrigante? Ni uno solo la querría. Pero como el premio
es raro, de difícil y gloriosa conquista; como la victoria es inmortal, hállanse hombres
que exponen su vida, sufren mil trabajos, afrontan mil peligros. ¡Pues bien! Vosotros
sois los jueces del campo en que combate la virtud cívica. Si dais las recompensas a
un pequeño número, a los más dignos, según las leyes, los rivales del patriotismo se
presentarán en gran número: si premiáis al primer ambicioso, corromperéis los más
nobles caracteres. ¿Quién os parece hombre de más corazón:
Temístocles, que mandaba nuestra escuadra cuando vencisteis a los persas en Salamina,
o Demóstenes el desertor; Milciades, vencedor de los Bárbaros en Maratón, o ese cobarde?
Pero, ¡oh dioses del Olimpo!, es una profanación el nombrar a esos grandes hombres al lado
de ese monstruo. Que cite en su arenga a uno solo de aquellos patriotas a quien se haya
coronado. ¿Ha sido ingrata Atenas? No, era magnánima, y sus ciudadanos, sin coronas,
eran dignos de Atenas. Fundaban su gloria, no en la letra muerta de un decreto, sino
en el recuerdo imperecedero de la patria. ¿Qué recompensas han recibido? Esto merece
especial mención. Había en aquellos tiempos algunos ciudadanos que, después de largos
trabajos, de grandes peligros, vencieron a los medos a orillas del Strymon. A su vuelta
pidieron un premio y el pueblo les concedió uno, magnífico para aquella época: tres
Hermes de piedra en el pórtico de los Mercurios, pero con prohibición de poner en ellos sus
nombres, a fin de que la consagración pareciera dirigida al pueblo, no a los generales. Juzgad
de ello por las inscripciones. Se ha grabado al pie de la primera estatua: “Grande ánimo
tenían los generosos guerreros que encadenaron el impotente furor de los altivos persas,
por medio del hambre devoradora, de la espada y del espanto.” En la segunda estatua: “A
sus valientes generales. Atenas reconocida. Anímese a sufrir por la patria. La futura
generación contemplando esta recompensa.” En la tercera estatua: “Menesteo en los
campos Frigios, digno compañero de los Atridas, forma a los combatientes, y sus rápidas victorias
ilustran a los atenienses. Tú cantaste, Homero, sus talentos y su fama, y dotaste a tus conciudadanos
con el arte que fija el triunfo.” ¿Dónde está aquí el nombre de los generales?
En ninguna parte, y en todas el nombre del pueblo. Entrad en el pórtico de los Cuadros,
porque los monumentos de todas nuestras grandes acciones rodean la plaza pública. Allí está
pintada la batalla de Maratón. ¿Quién era el general? Milcíades. No obstante, su nombre
no está allí. ¡Pues qué! ¿No pidió ese honor? Sí, pero el pueblo se lo negó y tan
solo le concedió que estuviese sentado en primera línea exhortando a sus soldados.
En el templo de Cibeles, cerca del Consejo, ved la recompensa concedida a los que devolvieron
al pueblo sus hogares. Arquipos de Celo, uno de los libertadores, propuso e hizo pasar
el decreto. Se les dieron mil dracmas para sacrificios y ofrendas; menos de diez dracmas
por cabeza, y en vez de una corona de oro, se les concedió una corona de oliva. Entonces
la corona de oliva era un grande honor; hoy la de oro está despreciada. Y esa distribución
no se hará a la casualidad. El Consejo buscará cuidadosamente a los que, después de haberse
arrojado en File, sostuvieron el sitio de los lacedemonios y de los trentinos, ¡y que
no huyeron como los cobardes fugitivos de Queronea! Pido, como prueba, la lectura del
decreto. (Decreto sobre las recompensas concedidas a los compañeros de Trasíbulo.)
Lee también la proposición de Ctesifonte en favor de Demóstenes, autor de las más
grandes calamidades. (Decreto.) Ese decreto anula el premio de los que llevaron
a cabo la restauración popular. ¡Si el uno es honroso, vergüenza para en otro! Si esos
valientes fueron dignamente coronados, vosotros coronáis a un indigno.
Dirá que soy injusto comparándole con los antepasados; que Filamón, el atleta, ha recibido
la corona olímpica por haber vencido, no al ilustre Glaucos, sino a los atletas contemporáneos.
¡Como si ignorase que en el pugilato solo se combaten los émulos, en tanto que el ciudadano
que aspira a una corona lucha con la misma virtud que la concede! Porque el heraldo no
debe mentir cuando hace una proclamación que toda la Grecia escucha. No vengas, pues,
a probarnos que has gobernado mejor que un Pateción; muéstranos tu virtud, tu ánimo,
y pide después al pueblo sus favores. Pero a fin de no distraer vuestra atención, se
va a leer la inscripción hecha en honor de los libertadores de File.
Inscripción: “¡Este pueblo, hijo de la Tierra, corona
la constancia y la intrepidez de los primeros cuyo brazo, con peligro de su vida, castigó
a sus tiranos y vengó a la patria!” Por haber destruido un poder enemigo, dice
el poeta, fueron honrados. Porque entonces esta verdad resonaba aún en todos los oídos;
la democracia ha sido abatida desde el momento en que algunas facciones han abolido los procesos
contra los autores de proposiciones ilegales. Así lo he oído decir a mi padre, que ha
muerto a los noventa y cinco años de edad, después de haber tomado parte en todos los
infortunios de la República, que me lo contaba en sus momentos de ocio. Después de la vuelta
del pueblo, decía, la acusación de ilegalidad llevada a los tribunales, era un asunto grave.
¿Qué hay, en efecto, más criminal que el hablar o el obrar contra la ley? Los jueces,
añadía, escuchaban de otra suerte que hoy. Más severos que el mismo acusador, ordenaban
a menudo la lectura repetida de las leyes y del decreto; condenaban no tan solo por
infracción de una ley entera, sino por la alteración de una sílaba. Ahora la Audiencia
es una bufonada. Léese el decreto del acusado; los jueces, como si oyesen una cosa indiferente
o una cancioncilla, piensan en otra cosa. Ya, gracias a las artimañas de Demóstenes,
acogéis en los tribunales su abuso vergonzoso, subversivo de nuestras reglas de procedimiento;
¡es el acusador quien se justifica, el acusado quien acusa! Y a veces, olvidando el negocio,
los jueces se ven obligados a pronunciar sentencias sobre otros asuntos. ¿Toca por casualidad
el acusado la cuestión? Pues es para decir, no que su proposición es conforme a las leyes,
sino que antes que él ha sido absuelto el autor de otro decreto parecido. De aquí,
bien lo sé, la orgullosa confianza de Ctesifonte. En otro tiempo, el famoso Aristofón de Atzenia
osaba, en medio de vosotros, vanagloriarse de haber sufrido como infractor de las leyes
setenta y cinco acusaciones. No así Céfalo, ese antiguo tan renombrado, ese celoso demócrata,
que por el contrario se gloriaba de haber propuesto más decretos que nadie, sin una
sola persecución por ilegalidad: ¡verdadero título de gloria!, porque entonces el autor
de una falta leve contra el Estado, hallaba acusadores, no tan solo en los adversarios
políticos, sino entre los mismos amigos. He aquí un ejemplo: Arquinos de Celo acusó
a Trasíbulo de Styria, vuelto con el de File, de haber presentado una proposición ilegal,
y le hizo condenar, no obstante sus recientes servicios. Los jueces no tuvieron nada en
cuenta, pensando que después de haberlos restablecido en su patria, Trasíbulo los
arrojaba de nuevo con una prescripción contraria a las leyes. ¡Cuánto han cambiado los tiempos!
Hábiles generales, ciudadanos alimentados en el Pritaneo, solicitan ahora la gracia
de los prevaricadores. Merecían ser contados por vosotros en el número de los ingratos.
Sí; aquel que colmado de honores en una democracia, en una ciudad, que conserva las leyes divinas,
osa proteger al autor de un decreto ilegal, destruye la República que tanto le ha honrado.
¿Sobre qué hablará el hombre justo y prudente que se interesa por un acusado? Helo aquí.
Divídese en tres partes el día en que una causa de ese género se ve en el tribunal:
la primera es para el acusador, las leyes y la democracia; la segunda, para el acusado
y los oradores de la defensa. Si el primer escrutinio no produce la absolución, la tercera
parte estará consagrada a fijar la pena, a satisfacer vuestra indignación. Solicitar
entonces es apartar vuestra cólera; pero solicitar desde la pregunta de culpabilidad,
es mendigar un perjurio, mendigar un ultraje a la ley, a la soberanía popular: demanda
culpable que no se acuerda sin cometer un crimen. Ordenad, pues, que se os deje emitir
vuestros primeros sufragios, según las leyes, y que no se interceda sino sobre la pena.
Poco importa, atenienses, que yo no diga: En los procesos por proposiciones ilegales
prohibid por una ley especial, al acusador y al acusado, el auxilio de los defensores.
En eso, en efecto, el derecho no es incierto; la legislación lo ha determinado. En arquitectura,
para juzgar si un muro está a plomo, se emplea el nivel; así, aquí tenemos como regla de
justicia estas tablas que veis conteniendo el decreto acusado, con las leyes enfrente.
Prueba Ctesifonte que esas leyes están de acuerdo, y después abandona la tribuna. ¿Por
qué recurrir a Demóstenes? Si franqueando de un salto la única apología legítima,
llamas en tu auxilio a un malvado, a un obrero de palabras; tiendes un lazo a tu auditorio,
hieres a la República, destruyes la democracia. ¿Dónde está el preservativo contra tamaños
artificios? Voy a decíroslo. Cuando Ctesifonte, en este lugar, pronuncie el exordio que se
le ha preparado y en seguida divague en vez de defenderse, advertidle sin ruido que tome
las tablas y confronte su decreto con las leyes. Si se hace el sordo, vosotros también
rehusad oírle, porque estáis aquí para escuchar la única defensa que la ley concede.
Si esquivando una justificación legítima, llama a Demóstenes, ¡ah!, sobre todo, no
admitáis a ese malvado, que pretende anular con palabras a las leyes. Que si Ctesifonte
lo pide, ninguno de vosotros grite el primero: Llama a Demóstenes. ¡Imprudente! Tu llamamiento
te ataca a ti mismo, ataca a las leyes, ataca a la libertad. Si os complace oír a ese hombre,
exigidle al menos que siga en la defensa el orden que se ha seguido en la acusación.
No he comenzado por descubrir la vida privada de Demóstenes, ni por citar ninguno de sus
crímenes públicos; y ciertamente que la materia es rica o yo soy el más estéril
de los oradores. Ante todo he expuesto las leyes que prohíben coronar a quien no ha
rendido cuentas; en seguida he convencido a Ctesifonte de haber concedido una corona
a Demóstenes sin restricción, sin la cláusula, después de rendir las cuentas: ¡profundo
desprecio hacia vosotros y a las leyes! He señalado de antemano sus subterfugios, le
los que os suplico guardéis memoria. En la segunda parte he citado las leyes que prohíben
expresamente proclamar fuera de la Asamblea popular al ciudadano coronado por el pueblo;
pero el acusado, no contento con violar la legislación sobre los que están en descubierto
de las cuentas, ha cambiado el tiempo, cambiado el lugar de la proclamación, designando,
no la plaza pública, sino el teatro; no una reunión de atenienses, sino la solemnidad
de las tragedias. En fin, he hablado de Demóstenes como hombre, y mucho de Demóstenes como administrador
culpable. Tal es el plan que debéis prescribir a su
apología; responda ante todo sobre la ley de las cuentas, en seguida sobre la de las
proclamaciones, y en fin, este es el punto capital, pruebe que es digno de la corona:
si os ruega que le dejéis libre en su marcha, prometiendo ocuparse al final de la imputación
sobre la ilegalidad, no se lo concedáis; no veáis en su ruego otra cosa que un ardid
de defensor: falto de sólidas razones, querrá apartaros de la acusación. En las luchas
gimnásticas, veis a los atletas disputarse el terreno; asimismo combatid en defensa del
orden de la contestación; no le permitáis salvar la cuestión de ilegalidad; espiadle,
reducidle a los límites de la causa y guardad todas las salidas.
¿Qué sucederá si no le escucháis así? Entrará en escena, como sutil tramposo, como
malvado audaz, como verdugo de la República. El miserable llora con mayor facilidad que
otros ríen, y comete un perjurio sin escrúpulos. No me sorprendería que, en lugar de lágrimas,
derramase sus injurias sobre los ciudadanos que se reúnen en este recinto y exclamara:
“Cerca de la tribuna del acusador veis a los partidarios de la oligarquía, a los demócratas
cerca del acusado.” Palabras facciosas, a las que debéis replicar:
“Demóstenes: si hubieran sido a ti semejantes aquellos que volvieron al pueblo de la emigración,
jamás la democracia hubiera sido reestablecida. Pero esos grandes ciudadanos levantaron el
Estado, por tantas tempestades destruido, con esta palabra generosa y bella: amnistía.
Y tú abres de nuevo nuestras heridas, más cuidadoso del éxito de tus diarias arengas,
que de la salvación de la patria”. Cuando el perjuro busque el apoyo de sus juramentos,
recordadle que si falta frecuentemente a su palabra e invoca al cielo ante los hombres,
debe poder lo que no puede Demóstenes: cambiar, o de dioses o de auditorio. Pero cuando con
los ojos llorosos y la voz sollozante, exclame: ”¿Dónde refugiarme, atenienses? Desterrado
de la República, no tengo asilo a que acogerme”, respondedle: “¿Y el pueblo, Demóstenes,
dónde se refugiará? ¿Dónde hallará dinero y aliados? ¿Qué recursos le has proporcionado?
Desertor de la ciudad, el Pireo es más que tu habitación un paso abierto a tu huída.
Para el viaje del cobarde las provisiones están prontas: el oro del gran rey y los
frutos de una magistratura venal. Después de todo, ¿por qué esas lágrimas, esos acentos
lamentables? ¿No es a Ctesifonte a quien se acusa? Tú no arriesgas ni tu fortuna,
ni tu vida, ni el título de ciudadano”. ¿Cuál es el objeto de tan penosos cuidados?
¡Coronas de oro, proclamaciones en el teatro, en contra de las leyes! Si el pueblo, delirante,
olvidando sus anteriores infortunios, acordase concederle esa corona, él debiera presentarse
y decir: “¡Atenienses! Acepto la corona, pero por lo que hace al momento de la proclamación,
la rechazo. No, los mismos sucesos por los cuales la patria se cubre la cabeza llorando
no deben servir para colocar públicamente una corona sobre la mía.” Esto diría un
hombre sinceramente virtuoso; pero tú, hablarás como un criminal que finge la virtud. ¡Por
Hércules! No temáis, atenienses, que Demóstenes, intrépido guerrero, héroe magnánimo, frustrado
el premio del valor, se dé la muerte al entrar en su casa; se ríe de vuestra estimación;
con procesos ha hecho pagar sus heridas; ha liquidado las bofetadas de Midias que aún
tiene sobre la mejilla. Porque ese hombre lleva, no una cabeza, sido un capital.
Acerca del autor del decreto diré dos palabras, suprimiendo muchas cosas, a fin de experimentar
si, sin hallaros prevenidos, sabéis conocer una perversidad profunda. He aquí un rasgo
que es común a ambos y que es preciso conozcáis. Paséanse por la plaza pública, juzgándose
con justicia y hablando el uno del otro muy sinceramente, Ctesifonte dice que no teme
nada por sí mismo; espera pasar por imbécil, pero tiembla por la venalidad de Demóstenes,
por su cobarde timidez. Oyendo a Demóstenes, cuando se examina, grande es su confianza;
pero los vicios y el infame comercio de Ctesifonte le hacen estremecer. Jueces de dos hombres
que mutuamente se condenan, ¿podéis absolverlos? En cuanto a las invectivas que Demóstenes
me dirigirá, quiero responder de antemano brevemente. Sé que dirá: “He sostenido
con firmeza a la República; Esquines la ha cubierto de heridas.” Filipo, Alejandro,
serán mis crímenes: de todo cuanto nos han hecho yo seré responsable. Porque para ese
audaz charlatán, es poco el censurar mis discursos, mis actos públicos: a fin de que
nada escape a sus calumnias, atacará mi reposo, acusará mi silencio; me reprochará hasta
mis amistades con la juventud de los gimnasios. Arrojará lo odioso en este proceso desde
sus comienzos, diciendo que lo he intentado, no en interés de Atenas, sino para ostentar
a los ojos de Alejandro mi ira contra él. Sé también, ¡oh Júpiter!, que me preguntará
por qué ataco el conjunto de su administración, cuando no lo he perseguido por ningún detalle,
porque he vivido alejado largo tiempo de los negocios públicos hasta ahora.
Atenienses: jamás he envidiado las ocupaciones de Demóstenes, y nunca me he avergonzado
de las mías. Los discursos que he pronunciado ante vosotros, no los niego; pero si pudieran
parecerse a los suyos, me creería digno de muerte. Mi silencio ha sido efecto de mi modesta
vida. Satisfecho con poco, no he deseado enriquecerme con la deshonra. Hablo y callo con reflexiva
determinación, no impulsado al capricho de ávidas concupiscencias. Pero tú, se te paga,
eres mudo; una vez disipado el oro, gritas. Hablas, no a voluntad, sido a las órdenes
de quien te compra. He aquí por qué aventuras sin pudor afirmaciones, acerca de las cuales
se te convence enseguida de impostura. Así, pues, esta acusación emprendida en tu sentir
por complacer a Alejandro, antes de tu sueño a propósito de Pausanias, antes de tus nocturnos
coloquios con Minerva, con Juno. ¿Cómo había de haber hecho la corte a Alejandro, por anticipación,
yo que no he soñado como Demóstenes? Me criticas porque solo raras veces subo a la
tribuna; ¿crees que ignoramos que ese pensamiento te lo ha sugerido, no la libertad popular,
sino un gobierno bien diferente? En la oligarquía no acusa quien quiere, sino quien domina;
en la democracia acusa aquel que quiere acusar y cuando lo quiere. Hablar de tiempo en tiempo
caracteriza al ciudadano atento a las circunstancias y amigo del pueblo; hablar todos los días
es un oficio, una tarea de mercenario. ¡No te he acusado aún! ¡No has estado bajo
el peso de la pena debida al crimen! ¡Ah! Cuando te ocultas detrás de semejantes objeciones,
supones olvidadizo a tu auditorio o te engañas con tus propios sofismas. Tal vez esperas
que los años que se han deslizado desde que arranqué el velo a tus sacrilegios a propósito
de Anfisa, tus culpables ganancias en los asuntos de la Eubea, los han borrado de la
memora del pueblo; pero tus rapiñas en la intendencia de la Marina, ¿qué transcurso
de tiempo sería capaz de hacerlas olvidar? Habías propuesto una ley para el armamento
de trescientos bajeles; habías comprometido a los atenienses a confiarte los gastos, y
te convencí de haber borrado del rol a los trierarcas de sesenta y cinco naves ligeras;
es decir, de haber hecho desaparecer una escuadra ateniense más fuerte que la que venció en
Naxos, en Polli y a los lacedemonios. Pero a fuerza de recriminaciones, te atrincheraste
tan bien contra la venganza de las leyes, que el peligro pasó, de la cabeza del culpable,
a la de los acusadores. Mezclaste en tus acusaciones y calumnias a Filipo y a Alejandro, acusando
a algunos ciudadanos de encadenar la fortuna de Atenas; siempre prometiendo un dichoso
porvenir. La víspera del día en que debía perseguirte como criminal contra el Estado,
¿no paraste el golpe arrestando a Anaxinos el Oritano que traficaba por Olimpia? Después
de aplicarle el tormento, ¿no escribiste con tu propia mano la sentencia de muerte?
En su casa te alojabas en Oreos; en su mesa has comido, has bebido, has hecho libaciones
a los dioses; le dabas la mano como prenda de amistad y de hospitalidad; ¡y fuiste su
asesino! Y cuando lo probé a la faz de toda Atenas, cuando te llamé asesino de tu huésped,
lejos de negar esta horrible impiedad, diste una respuesta contra la cual el pueblo y los
extranjeros lanzaron un grito de horror: “Prefiero, dijiste, la sal de la ciudad a la de una mesa
hospitalaria.” Callo esas cartas supuestas, esas prisiones de pretendidos espías, esas
torturas por crímenes imaginarios, como si yo quisiera, con algunos conspiradores, destruir
al Estado. Y debe enseguida preguntarme qué pensaría de un médico que no habiendo ordenado
nada a su enfermo durante toda la enfermedad, viniese después de su muerte, en las ceremonias
del noveno día, a enumerar ante los parientes los remedios que hubieran curado al muerto.
Vuelve el argumento contra ti mismo: ¿qué pensar de un orador que, capaz tan solo de
engañar al pueblo, vendiese las ocasiones de salvarlo, cerrase la boca de las gentes
honradas con sus calumnias, que después de haber huido en la guerra y envuelto a la República
en males incurables, autor de tantas calamidades sin la menor compensación, exigiera coronas
para su virtud y preguntase a aquellos a quienes el sicofante había alejado de los negocios
públicos cuando la salvación era posible, por qué no evitaron esas prevaricaciones?
Como última respuesta te dirían: Después de la batalla nos ha faltado tiempo para pensar
en tu castigo; como embajadores tratamos de curar las llagas de la patria. Pero no contento
con la impunidad, solicitas recompensas, entregas a Atenas al escarnio de toda la Grecia: ¡entonces
me levanto y te acuso! De todo cuanto dirá Demóstenes, he aquí,
¡oh dioses del Olimpo!, lo que me indigna más. Debe compararme a las sirenas. Así
como ellas matan a los que ceden al encanto de su melodía tristemente famosa, así, dirá,
el arte y el talento oratorio de Esquines causa la pérdida de su auditorio. Atenienses:
creo que nadie puede hablar de mí en esos términos; la acusación que no se apoya en
ningún hecho, solo sirve de vergüenza para su autor. Y esto, si fuese rigurosamente exacto,
no serviría a Demóstenes, sino a un general que, grande por sus servicios, pero desprovisto
de elocuencia, envidiase ese talento a sus adversarios, porque sintiéndose incapaz de
narrar sus hazañas, vería al acusador llevar su habilidad al extremo de atribuirse delante
de los jueces imaginarios servicios. Pero que un ser lleno de palabras, y de palabras
amargas y artificiosas, quiera recomendarse por la sencillez de su lenguaje y por la grandeza
de sus hechos, ¿quién lo sufrirá con calma? Quitarle la lengua, sería quitarle los agujeros
a una flauta, aniquilarlo. Busco con asombro, atenienses, por qué motivo
rechazaríais la acusación. ¿Será porque el decreto está de acuerdo con las leyes?
Nunca hubo proposición más ilegal. ¿Por qué su autor no merece ser castigado? Si
Ctesifonte es absuelto, renunciad a toda investigación sobre la vida de los ciudadanos. ¡Oh dolor!
¡En este mismo día consagrado a las coronas extranjeras, donde en otro tiempo el teatro
estaba cubierto de coronas de oro concedidas al pueblo de Atenas por la Grecia, la funesta
política de Demóstenes os despoja de todos los honores, y Demóstenes es coronado! Si
uno de esos poetas cuyas tragedias se representan en nuestras fiestas, imaginase a Tersites
coronado por los helenos, os indignaríais, porque Homero lo pinta como un cobarde, como
un calumniador: ¡y esperáis no ser silbados por toda la Grecia coronando al moderno Tersites!
Vuestros padres consagraban al pueblo la gloria de las brillantes empresas; Ctesifonte quiere,
por el contrario, que libréis a Demóstenes de su infamia para envolver con ella a la
nación. Os llamáis dichosos, atenienses, y lo sois
y lo merecéis. Vuestra sentencia, ¿os va a declarar engañados por la fortuna y bien
servidos por Demóstenes? Para colmo del absurdo, en este mismo tribunal en donde herís con
muerte civil al concusionario, ¿coronaréis a aquel de quien sabéis que ha vendido su
magistratura? Si en las fiestas de Baco los jueces conceden injustamente el premio de
la danza, lo castigáis; y vosotros, jueces de la legalidad, jueces de la virtud cívica,
vosotros distribuiréis las recompensas, no según las leyes, no a los dignos, sino a
un intrigante. Al salir de este Tribunal el magistrado culpable habrá enervado su autoridad
y fortificado a un declamador. Porque el último de los ciudadanos de una democracia es rey
por las leyes y por su voto; y abandonarlos a otro, es abdicar. Su juramento de juez le
persigue encarnizadamente; su crimen consiste en haberlo infringido, y este favor, después
de todo, queda desconocido para el agraciado porque la votación es secreta.
Vuestra imprudencia, ¡oh atenienses!, paréceme a la vez dichosa y temeraria. No puedo aprobar
que en las circunstancias presentes, pueblo, abandones a algunos hombres todos los poderes
democráticos; pero si de ello no ha resultado un montón de oradores audaces y perversos,
demos gracias a nuestra fortuna. En otro tiempo la República ha amamantado a esos hombres
funestos que destruyeron tan fácilmente el poder de un pueblo prendado de adulaciones,
tiranos impuestos, no por el miedo, sino por la confianza. Cuéntanse algunos entre los
treinta tiranos que degollaron sin juicio legal a más de mil quinientos ciudadanos,
prohibiendo a sus amigos y a sus parientes que se aproximasen a su séquito y a sus tumbas.
¡Y no sabréis nunca poner a vuestros pies a esos políticos, humillar con el destierro
a esos hombres soberbios! ¿Habéis olvidado que la opresión de los Tribunales fue siempre
el preludio de la tiranía? De buen grado discutiré ante vosotros con
el acusado los servicios en que pretende fundar la coronación de Demóstenes. Si alegas,
Ctesifonte, que ha ceñido nuestras murallas de buenos fosos, te admiraré: la gloria de
haber llevado a cabo esa hermosa obra está por encima del crimen de haberla hecho necesaria.
Por una empalizada, por haber destruido las tumbas, ¿pedirá un buen administrador una
recompensa? No, sino por grandes servicios prestados a la patria. Si abordas el segundo
motivo, si osas afirmar que Demóstenes es un hombre de bien, siempre fiel al pueblo
en sus obras y en sus palabras, borra esas frases de tu enfático decreto: atente a los
hechos y prueba tu proposición. Anfisa y Eubea han comprado a Demóstenes; pero pasemos
adelante. El rey de Persia, un poco antes de la invasión
de Alejandro en el Asia, escribió al pueblo una carta insultante, digna de un bárbaro.
Después de algunos rasgos groseros, añadía: “No os daré dinero; no me lo pidáis, pues
no lo obtendréis.” Sorprendido por los peligros que ahora le rodean, ese mismo príncipe,
sin que Atenas le pidiese nada, envió trescientos talentos, que prudentemente no quiso admitir.
¿Qué nos traía ese oro? El temor, la necesidad de aliados. Pues bien, las mismas causas nos
unieron a los tebanos. Tú, que sin cesar nos aturdes con el nombre
de Tebas y con su funesta alianza, nada dices de los sesenta y seis talentos que has tomado
del regio donativo. Por falta de dinero, por falta de cinco talentos, los soldados extranjeros
no entregaron la ciudadela a los tebanos. Toda la Arcadia estaba en marcha, sus jefes
prontos a prestar socorro; con el auxilio de nueve talentos la empresa no hubiese naufragado.
¡Y, entre tanto, el poderoso Demóstenes vive en voluptuosa opulencia! ¡Para él,
los tesoros del gran rey! ¡Para vosotros los peligros!
Notad la desvergüenza de esos dos hombres. Si Ctesifonte osa llamar a Demóstenes a la
tribuna y este viene a hacer su propio elogio, sus palabras os pesarán aún más que sus
obras. ¡A cuántos ciudadanos virtuosos, cuyos servicios nos constan, no sufriríamos
su propio elogio! ¡Y un miserable, oprobio de Atenas, podrá hacer su panegírico y lo
soportaremos! Si algún buen sentido te queda, renuncia, Ctesifonte, a ese artificio y defiéndete
tú mismo. Porque no puedes alegar la falta de ingenio. Tú, que has aceptado recientemente
una embajada para Cleopatra, para la hija de Filipo, con el fin de consolarla de la
muerte de Alejandro, rey de los Molosos, no podrás decir hoy que no sabes hablar. ¡Cómo!
¡Has podido mitigar el dolor de una reina extranjera, y no sabrás defender tu decreto
que se te ha pagado tan bien! Pregunta a los jueces si conocen a Cabrias, a Ifícrates,
a Timoteo, y por qué les han dado coronas y elevado estatuas. Todos te replicarán:
“A Cabrias por su victoria naval cerca de Naxos, a Ifícrates por la destrucción de
la famosa cohorte lacedemonia, a Timoteo por la salvación de Corcira; a otros muchos por
numerosos y heroicos hechos de armas.” Pregúntales por qué recompensarán a Demóstenes: ¡porque
es un alma venal, un cobarde, un desertor! En vez de honraros, ¿no sería esto, atenienses,
vuestra deshonra y la de aquellos que por vosotros perecieron en los combates? ¿No
los oís gemir a la vista del traidor coronado? ¡Por qué!, la madera, la piedra, el hierro,
la materia inanimada, si al caer dan la muerte, es apartada de nuestro territorio, sepultamos
separada del cuerpo la mano del suicida; ¡y el autor de esa última y fatal expedición,
el asesino de nuestros guerreros, Demóstenes, será colmado de honores! Eso es ultrajar
a los muertos; es desalentar a los vivos, que verán al fin de una carrera de virtud
la muerte y el olvido. Si os piden los jóvenes un modelo que seguir,
¿qué decidiréis? Porque, ya lo sabéis, palestras, escuelas, ciencias, bellas artes
contribuyen menos en la educación que las proclamaciones públicas. ¿Coronaréis en
el teatro, por su virtud, a un malvado? El espectáculo corromperá al joven ciudadano.
¿Castigáis a un infame, a un desenfrenado, a un Ctesifonte? Será para ellos elocuente
lección. El autor de una determinación injusta y vergonzosa, al volver a su casa, si trata
de aleccionar a su hijo, este no le escuchará, y con razón. Decidid, pues, no tan solo como
jueces, sino como responsables ante todos los ciudadanos ausentes. ¡Vergüenza para
vosotros si se os compara, no a vuestros antepasados, sino al cobarde Demóstenes!
¿Cómo escapar a esa ignominia? Desconfiando de esos hombres que ocultan su perfidia bajo
el nombre de amigos. El título de celoso demócrata es un alto premio, que ordinariamente
obtienen por medio de palabras aquellos que más lejos están de serlo por sus acciones.
Así, cuando encontréis un orador ambicioso de coronas extranjeras, de proclamaciones
hechas entre todos los helenos, imitad a las leyes que exigen pruebas para una renta; que
os pruebe la regularidad de su vida, la prudencia de su carácter. A quien no lo pruebe, no
le ratifiquéis los elogios concedidos; así velaréis sobre la mermada autoridad popular.
¡Ah!, ¿no os parece extraño que con desprecio del Consejo y del pueblo, los particulares
reciban cartas y embajadas de las primeras potencias de Europa y Asia? Sí, ese crimen,
castigado con la muerte por nuestras leyes, lejos de negarlo algunos ciudadanos, se vanaglorian
de cometerlo. Comunícanse sus despachos. Los unos os dicen: fijad sobre nosotros los
ojos; somos los guardianes de la democracia; los otros: recompensadnos, puesto que hemos
salvado al Estado. No obstante, encorvado bajo sus infortunios, el pueblo, viejo delirante,
se contenta con el nombre de su poder, y resigna en otros la realidad del mismo. Así, sin
resolver nada, abandona la Asamblea, como se sale de un festín pagado por todos, repartiéndose
los restos. Pero ved si soy yo quien está falto de razón.
Un ciudadano (contrístame el recordar tan frecuentemente nuestras desgracias), un simple
ciudadano, por haber intentado tan solo pasar a Samos, fue castigado de muerte por el Areópago,
como traidor a la patria. Otro se había refugiado en Rodas y por mostrarse débil en medio de
nuestras alarmas, fue acusado de delito contra el Estado. Dividiéronse los votos; con uno
solo de más, hubiese sufrido la muerte o el destierro. Comparemos el presente con el
pasado. ¡Un orador causante de todos nuestros males, ha huido de su puesto en el combate,
ha huido de la ciudad, y reclama coronas! ¿No rechazaréis a ese hombre funesto, azote
de la Grecia? ¿No os apoderaréis de ese pirata, cuyas expediciones oratorias devastan
la República? Pensad en las circunstancias en que vais a
juzgar: dentro de pocos días se verifican los juegos Píticos y la Asamblea de la Grecia.
Atenas se encuentra comprometida por los actuales resultados de la política de Demóstenes.
Si lo coronáis os creerán cómplices de los infractores de la paz general; castigadle
y rehabilitaréis a nuestra patria. Pensad, pues, al deliberar, que se trata,
no de una ciudad extranjera, sino de la vuestra. No prodiguéis los honores, distribuidlos
con tino y poned coronas sobre las cabezas más dignas. Consultad vuestros ojos como
vuestros oídos; ved quiénes han de ser aquí los intercesores de Demóstenes. ¿Quiénes
son? ¿Los amigos de su juventud? ¿Sus compañeros de caza o de gimnasio? ¡Por Júpiter!, no
en perseguir la caza, no en fortalecer su cuerpo, ha pasado el tiempo: preparar trampas
contra los ricos; he aquí el objeto de sus largos estudios.
¿Qué pensaréis de sus maldades cuando diga: como embajador he arrancado a Bizancio de
las manos de Filipo; como orador he sublevado la Acarnania, he subyugado a los tebanos?
Imagina que los atenienses serán lo bastante simples para creerlo: ¡como si en él tuviesen
a la diosa de la Persuasión, y no a un calumniador! Mas cuando al fin de su discurso llame, para
defenderle, a los cómplices de su corrupción, ved al pie de esta tribuna, en que os hablo,
dispuestos a rechazar su audacia, a los bienhechores de la República. Solón, que rodeó a nuestra
libertad con las más hermosas instituciones; Solón, filósofo y gran legislador, os ruega,
con su natural dulzura, que no prefiráis las frases de un Demóstenes a vuestros juramentos
y a vuestras leyes. Arístides, que organizó las contribuciones de la Grecia, y cuyos hijos
huérfanos fueron dotados por el pueblo, se indigna ante el envilecimiento de la justicia
y exclama: “¡Pensad en vuestros padres; Armios de Zelia había traído a Grecia el
oro de los medos, viajero acogido por ellos; enviado del pueblo ateniense, solo escapó
de la muerte para ser desterrado de todas las comarcas de su dominación; y Demóstenes,
que no ha traído simplemente el oro de Asia, sino que lo ha recibido por sus traiciones,
que aún lo posee, ¡vais, sin sonrojaros, a ceñirle la frente con áurea corona!”
Temístocles, en fin, y los muertos de Maratón, de Platea y las tumbas de nuestros abuelos,
¿creéis que no gemirán, si el hombre que, según confesión propia, ha servido a los
bárbaros contra los helenos, es coronado? En cuanto a mí, ¡oh Tierra!, ¡oh Sol!,
¡oh Virtud!, y tú, Inteligencia, Educación, por la cual distinguimos el bien y el mal,
ya he dicho que me he levantado y he socorrido a mi patria. Y si he hecho la acusación de
forma hermosa y apropiada a la trasgresión de la justicia, hablé como deseaba; pero
si de forma inferior, como era capaz. Vosotros, atenienses, en vista de las pruebas que he
aducido, de las que quizá he olvidado, pronunciad vuestra sentencia según la justicia y el
interés de la República.