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(Música)
(Aplausos)
Hace ahora 10 años de una llamada fatídica que cambió mi vida.
Estaba en Nueva York y estaba buscando piso.
Había decidido dejarlo todo, dejar mi carrera profesional como gaitera aquí
para perseguir un sueño, para perseguir un ideal.
Y el ideal era convertirme en pianista clásica, que era mi formación oficial,
y el ideal era hacer un doctorado en piano clásico.
Iba por las calles de Manhattan y de repente sonó el teléfono.
Llevaba allí apenas una semana buscando piso.
Y al teléfono, estaba mi hermana, que está hoy aquí.
Y ella dijo: "Cristina, papá está en la U.C.I., está inconsciente".
Y de repente, mi mundo se dio la vuelta. De repente, justo en el momento
que había decidido hacer borrón y cuenta nueva, persiguiendo
el sueño de mi vida y dejando una vida fácil como gaitera para emprender una vida
un pelín más difícil, de repente en ese momento todo cambió.
Y, de repente, en ese momento, no sabía qué hacer.
Estaba tan lejos, tenía miedo, estaba insegura y sobre todo me sentía
especialmente culpable. Estaba donde quería estar, pero no estaba
donde tenía que estar. Estaba fuera de mi tierra, estaba en otro lugar.
Y ahí, en ese momento, mientras estaba tomando la decisión,
y con apenas dos semanas en Nueva York, mi padre, sin avisar, se murió y se fue.
Y ahí emprendí el que realmente fue el viaje de mi vida.
Volví a Galicia, intenté recomponerme, intenté empezar de cero,
y sobre todo repensar qué es lo que quería hacer.
Ahí sí que quería estar cerca de los míos, así que volví a teñir mi pelo de verde,
volví a coger la maleta, y volví a hacer festivales, romerías y todo lo que se suponía
que una gaitera a finales de los '90 tenía que estar haciendo.
Tenía además la ilusión o la superstición, como buena gallega,
de que si tomaba la decisión de volver a marcharme a Nueva York
en el momento que aterrizase, sería mi madre la que se pondría mala
y la que se iría.
Y fue precisamente ella, como buena gallega, y como buena gallega, fuerte
como buena viuda mujer gallega fuerte, la que me cogió del brazo
con mucha fuerza y me dijo: "Cristina, ¿tú no tenías un sueño?
Tu padre ya no va a volver".
Y, entonces, me fui y comencé de nuevo.
(Música)
(Aplausos)
Me llamo Cristina Pato y soy gaitera profesional.
Y aunque tenga un doctorado en piano y dé clases en la universidad,
y emprenda eventos culturales en mi tierra, por lo único que se me conoce
es por ser gaitera, por ser gallega y por ser mujer.
Me ha costado 15 años de carrera y una decisión drástica
para entender que tenía que asumir la responsabilidad
de todo lo que mi profesión me traía. Y tenía que asumir la responsabilidad
de tener un talento.
Empecé con la gaita cuando tenía 4 años, porque mis hermanas
empezaron antes que yo, soy la pequeña de 4,
ellas empezaron con el piano cuando yo tenía 5 años.
Y mi madre, como siempre, sabia gallega ella,
decidió que tener una formación oficial clásica
era muy importante para nuestro futuro.
Así que crecí a medio camino, entre el mundo de la música clásica
con el pelo recogido y unas gafas, y el mundo de la música tradicional gallega
y después el folk, con el pelo verde y una batería detrás.
Y todo lo que había en el medio pues es lo que cualquier joven
va escuchando por el camino, desde Shostakóvich hasta los Ramones,
hasta los Red Hot Chili Peppers o Amalia Rodríguez.
En 1999, saqué mi primer disco, "Tolemia",
tenía 18 años, y el disco de repente funcionó muy bien.
Y de repente todo aquello intangible que es hacer un disco
y crear un poquito de música, se convirtió en algo tangible
que me mantuvo durante años.
Por si acaso, como mi madre decía, "Tú sigue estudiándole, niña".
Seguí estudiando y me saqué la titulación superior de piano
y de música de cámara.
En el año 2002, saqué "Xilento", mi 2º disco en solitario.
Por supuesto, no funcionó tan bien como el primero,
pero bueno, me daba para mantenerme muy bien
y, por si acaso, me hice un máster en artes digitales
en la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona.
Y de repente, en el año 2003, se me cruzó un cable.
Y dije: "Ostias, puedes estar así toda la vida,
pero no hay nada que realmente me apasiona ahora mismo".
Y en el '99, cuando había sacado "Tolemia", había dejado de lado
toda aquella vida como pianista, que también me había robado
la adolescencia.
En ese 2003, fue el año de la fatídica llamada.
Fui, volví, fui, volví, estuve en el medio
y dos años después, me encontré a mí misma
tomando la decisión de no seguir un camino que estaba creado,
que era el de la pianista clásica, sino que tenía que inventar el mío propio.
Y empecé a explorar. Y allí, en Nueva York,
a través de encuentros, fortuitos muchas veces,
o casualidades de la vida, apareció una figura
que me cambió mi visión del mundo de la música clásica,
y del mundo de la música tradicional.
Él fue Osvaldo Golijov, compositor en aquel momento
de las bandas sonoras, por ejemplo, de Francis Ford Coppola.
Y en aquel momento era un compositor judío-argentino,
residente en EE.UU., trabajando para la Chicago Symphony.
Y de repente, aparezco yo allí, con la gaita
y con una de las mejores orquestas del mundo,
como es la Chicago Symphony, haciendo una obra de Golijov.
Y ahí empecé otra vez a ver que todas las cosas
están mucho más conectadas de lo que nosotros creemos,
y que hay más cosas que nos unen en el mundo de los lenguajes
y en el mundo de las culturas que cosas que nos separan.
Y a través de Osvaldo Golijov conocí a Yo Yo Ma.
Y Yo Yo Ma, a quien hoy considero mi mentor
también, otra vez le dio la vuelta a mi cabeza y con él empecé a trabajar
en su proyecto "The Silk Road Ensemble", que es un colectivo de artistas
de más de 20 países que pretenden explorar
las conexiones entre las artes, la educación, la tecnología y los negocios.
Y todo eso, usando los valores más básicos que la actividad musical comparte.
¿Cuáles son esos valores? La colaboración, la flexibilidad, la pasión,
la disciplina... Y, para mí, los dos más importantes:
la generosidad y la curiosidad.
A través del trabajo con Yo Yo Ma, me di cuenta de que los artistas
somos mucho más que lo que nos subimos al escenario y lo que podemos mostraros
cuando estamos aquí.
Que esto tendría que ser sólo la punta del iceberg
de todas las cosas que van pasando por debajo,
en esos planos de educación, en esos planos de los negocios.
y en esos planos de seguir explorando y no tener miedo al fracaso
para reinventarse.
En ese camino de seguir explorando y de estar en una ciudad
como Nueva York, en la que todos somos de fuera
y en la que todos traemos nuestras raíces, empecé a trabajar con músicos
del jazz neoyorquino.
Curiosamente, ninguno de ellos había nacido en Nueva York,
pero todos eran neoyorquinos.
Víctor Prieto, Emilio Solla, Paquito D'Rivera,
todos ellos me ayudaron a ver que la libertad de expresión
no tiene nada que ver con el lenguaje.
Y, si el primer lenguaje musical que yo había aprendido
era con la gaita gallega, ¿por qué no me iba a permitir hacer,
con la gaita gallega, lo que se me pasaba por la cabeza?
Y ahí empezó mi nueva vía.
El mundo del jazz, que estaba como a medio camino
entre el mundo de la música clásica y el mundo de la música tradicional.
Para mí, hay una frase de T.S. Eliot que dice que nunca cesaremos de explorar,
y que al final de nuestra exploración será volver al punto de partida
y conocer el lugar por primera vez.
Eso es lo que me ayudó...
Para mí, volver a Nueva York después de haber ido y vuelto...
Vivir en el limbo me ayudaba a tener perspectiva.
Vivir entre dos culturas completamente diferentes,
entre dos instrumentos que ocupaban partes de mi cerebro diferentes,
me ha ayudado a ver que todo está conectado,
y sobre todo a entender que las raíces van contigo.
Da igual donde estés y quien seas.
En tu forma de hablar y en tu manera de expresarte,
en tu manera de comunicar, y, en mi caso, en mi instrumento,
en la gaita gallega.
Y las raíces, si se van conmigo, enraízan de nuevo
en el lugar que haya escogido para vivir.
Y de esa nueva raíz sale algo que está conectado con tu pasado,
pero que también está mirando hacia el futuro
y que también se empapa de todo lo que pasa alrededor.
Hoy por hoy, que llevo ya 9 años viviendo en Nueva York
y me siento como el hombre marginal del que hablaba Robert Park,
el que no vive en ninguna parte y está siempre en el medio,
me siento muy orgullosa de entender que el cielo es el límite,
como dicen los americanos, y que siempre hay tierra
para echar raíces.
Y si no es aquí, es fuera. Y si no es en casa de mi madre
es en el Village de Nueva York.
Pero los límites los ponemos nosotros.