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Si miran el mundo
ciertamente parece que la Tierra es plana.
El suelo bajo sus pies
es estable e inmóvil
y las estrellas y el sol circundan la Tierra.
Hace cientos de años,
se desarrollaron elaboradas teorías
basadas en estas observaciones de sentido común
para explicar y predecir el alcance de los océanos
y el movimiento de los cuerpos celestes.
Cuando la ciencia demostró
que estas observaciones del sentido común
eran ilusiones,
y representó la Tierra y el Universo
de una forma completamente diferente,
la gente empezó a aceptar poco a poco
que el mundo no era lo que parecía.
Mediciones científicas
y sofisticados cálculos
han demostrado repetidamente que
lo que pensamos que es intuitivo, obvio y de sentido común
no puede ser tomado sin más por verdadero.
Por esa razón, las ciencias modernas
se han basado en la negación del sentido común
hasta que, al parecer, se trata de nosotros mismos:
cuando la ciencia confirma una manera particular
de pensar en nuestra mente y comportamiento,
o la representa de una manera inusual y nueva,
tendemos a ser escépticos
sobre que dicha ciencia merezca la pena
o que incluso sea posible.
Y, en lugar de ello, recurrimos a la intuición,
a las creencias previas, y, sí, al sentido común.
Por ejemplo, si les dijera
que la investigación científica ha demostrado que los opuestos se atraen,
¿no me dirían que no necesitamos una ciencia
que nos diga algo que ya sabemos?
Pero, ¿y si les dijera que
Dios los cría y ellos se juntan
según la investigación científica,
¿no dirían que no necesitamos una ciencia
que nos diga algo que ya sabemos?
O tal vez ya se hayan percatado,
por supuesto, de que estas 2 afirmaciones pueden ser verdades autoevidentes,
pero no pueden ser ambas ciertas a la vez
ya que son internamente inconsistentes.
La ciencia de la mente y del comportamiento
está repleta de tales ejemplos:
verdades autoevidentes que no pueden ser ciertas a la vez.
Sabemos, por ejemplo,
que 4 ojos ven más que 2
y sabemos que demasiados cocineros estropean el caldo.
La próxima vez que escuchen
un informe científico que arroja un resultado obvio,
recuerden que el resultado era igualmente obvio,
pero ha demostrado ser erróneo.
Resulta obvio de ello que somos individualistas severos.
¡Cierto, cierto, cierto!
Al nacer llegamos al periodo de dependencia más prolongado,
pero en la transición a la edad adulta, logramos autonomía,
e independencia para convertirnos en los reyes de la montaña,
capitanes de nuestro universo.
Es fácil pensar en nuestro cerebro,
cómo se encuentra en la profundidad de la caja craneal,
separado, aislado, protegido de los otros,
Cuando miramos fuera al mundo social
los otros individuos ciertamente
parecen distintos, independientes,
sin fuerzas que los mantengan unidos.
No es extraño que olvidemos
que somos miembros de una especie social,
nacemos dependientes de nuestros padres. Para que nuestra especie pueda sobrevivir,
estos infantes tienen que involucrar inmediatamente a sus padres
en un comportamiento protector y los padres deben hacerse cargo del cuidado
de su prole para alimentarla y protegerla.
Incluso ya de adultos, no somos unos especímenes particularmente espléndidos.
Otros animales pueden correr más rápido
ver y oler mejor,
y luchar de forma mucho más eficaz que nosotros.
Nuestra ventaja evolutiva
es nuestro cerebro y nuestra capacidad para comunicar,
planificar, razonar y trabajar juntos.
Nuestra supervivencia depende de nuestras habilidades colectivas,
no de nuestra mente individual.
Durante nuestra vida estamos conectados unos con otros,
a través de una miríada de fuerzas invisibles,
que, como la gravedad, son ubicuas y poderosas.
Al fin y al cabo, las especies sociales, por definición, crean estructuras que
se fusionan y se extienden más allá de un organismo,
estructuras que van desde parejas y familias
hasta escuelas, naciones y culturas.
Estas estructuras evolucionaron al mismo tiempo
que los mecanismos neuronales, hormonales y genéticos en que se apoyan
porque el comportamiento social consecuente
ayuda a estos organismos a sobrevivir,
reproducirse y dejar un legado genético.
Crecer hasta la edad adulta
para una especie social, incluyendo a los humanos,
no es convertirse en autónomos y solitarios,
es convertirse en un individuo de quien los otros puedan depender.
Lo sepamos o no, nuestro cerebro y nuestra biología
se han conformado para favorecer este resultado.
El biólogo evolucionista, David Sloan Wilson,
señala que si preguntan a la gente:
"¿Cuáles son las características de una buena persona?",
escucharán rasgos como amable, generoso, compasivo y empático.
Si preguntan a la gente cuáles son las características de una mala persona,
escucharán sobre rasgos como
cruel, avaricioso, explotador y egoísta.
Dicho de otra manera, los rasgos de una buena persona
muestran a alguien que se preocupa de sí mismo y de los demás,
mientras que una mala persona se preocupa solo de sí misma
a expensas de los demás.
A través de nuestra herencia biológica,
nuestro cerebro y nuestra biología han sido esculpidos para que nos inclinemos
hacia determinadas maneras de sentir, pensar y actuar.
Por ejemplo,
tenemos una serie de mecanismos biológicos
que capitalizan las señales aversivas para motivarnos a actuar
en formas que resultan esenciales para nuestra supervivencia.
El hambre, por ejemplo, lo desencadena el bajo nivel de azúcar en la sangre
y ello nos motiva a comer,
un importante sistema temprano de alertas para un organismo
que solía necesitar mucho más tiempo y esfuerzo para encontrar la comida
que ir a la puerta del refrigerador, a la despensa
o a restaurantes de comida rápida.
La sed es una señal de aversión,
que nos motiva a buscar agua potable
antes de caer víctimas de la deshidratación.
Y el dolor es un sistema aversivo que notifica de potenciales daños en los tejidos
y nos motiva a cuidar nuestro cuerpo físico.
Podrían pensar que la maquinaria de alerta biológica se detiene aquí,
pero hay más.
Aunque no resulte de sentido común, aunque no sea intuitivo,
el dolor y el rechazo de la soledad,
de sentirse aislado de quienes nos rodean,
también es parte de la maquinaria de alertas biológicas tempranas
que avisan de las amenazas y daños al cuerpo social,
que también necesitamos para sobrevivir y prosperar.
Prácticamente todos hemos sentido dolor físico
y casi todos hemos sentido
el dolor de la nostalgia del hogar,
la agonía del duelo por un ser querido,
el tormento de un amor no correspondido
y el dolor de ser dejados.
Todas estas son variaciones de la experiencia de la soledad.
Cuando empecé a estudiar los efectos de la soledad,
el cerebro y la biología hace un par de décadas,
la soledad era caracterizada como una enfermedad no crónica
sin cualidades redentoras.
Incluso se identificaba con la timidez y la depresión,
con ser solitario, una persona con habilidades sociales marginales.
Diversas mediciones científicas y sofisticados cálculos,
revelaron, para nuestra sorpresa, que todo esto eran mitos.
La ciencia y el sentido común, de nuevo, habían producido
2 representaciones muy diferentes de un fenómeno.
Y, con todo, si miran la forma en que cada vez más vivimos nuestras vidas,
verán en qué medida todavía damos por buenos
esos mitos sobre la soledad y los valores de autonomía e independencia.
Por ejemplo, si miran
el porcentaje de hogares unipersonales en 1940 en Estados Unidos,
era mucho menor al 15 %
del total de hogares por estado.
Avanzando hasta 1970,
había crecido hasta situarse entre el 15 % y el 20 %.
Seguimos hasta el año 2000
y ahora el porcentaje supera el 25 % en gran parte de los estados de EE.UU.
Y ese estado azul claro, Utah,
en el censo de 2010 se había vuelto de color azul oscuro.
La prevalencia de la soledad también está creciendo.
En los años 80, los investigadores han estimado que un 20 % de los estadounidenses
se sentían más solos que en cualquier otra época pasada.
Dos encuestas recientes de representatividad nacional indican
que este número se ha duplicado
y, sin embargo, no escuchamos a la gente decir que se sienten solos,
porque la soledad está estigmatizada.
El equivalente psicológico a ser un perdedor en la vida o ser una persona débil.
Y esto es realmente desafortunado,
porque significa que es más probable que neguemos sentirnos solos,
lo cual no tiene más sentido que negar que sentimos
hambre, sed o dolor.
Ahora sabemos que vivir en soledad es el mayor factor de riesgo
de extendida enfermedad y mortalidad.
Consideren un par de enfermedades de las que sabemos que ocasionan
muerte prematura.
La contaminación del aire aumenta la probabilidad de muerte temprana en un 5 %.
Vivir siendo obeso es, lo sabemos, un problema de salud pública nacional,
incrementa la probabilidad de muerte prematura en un 20 %.
El exceso de consumo de alcohol, en un 30 %.
Un análisis clínico reciente de unos 100 000 participantes
muestra que vivir en soledad aumenta la probabilidad
de muerte temprana en un 45 %.
No somos la única especie social y la investigación experimental
de animales sociales no humanos que viven aislados muestra
que también ellos sufren consecuencias psicológicas dañinas
y una esperanza de vida menguante.
A lo largo de nuestra historia como especie hemos sobrevivido y prosperado
haciendo causa común,
en parejas, familias y tribus, para la protección y asistencia mutua.
Pensamos en la soledad como una condición triste,
pero para especies sociales, situarse en los perímetros sociales,
no solo es triste, sino que es peligroso.
Los cerebros de las especies sociales, incluyendo la nuestra, han evolucionado
para responder a encontrarse en el perímetro social
entrando en modo de autopreservación.
Si aíslan a un roedor y luego lo ponen en un campo abierto
como estos puntos en la parte inferior de la imagen,
entra en lo que se llama la "revisión de depredador",
camina por el exterior más próximo sin aventurarse a alejarse a media distancia
donde escapar de un depredador aéreo sería mucho más difícil.
Cuando los humanos se sienten aislados,
lo hacen también, y no solo en una circunstancia infeliz,
sino también en una situación peligrosa.
Sus cerebros se colocan en modo de autopreservación.
En un estudio sobre imagen clínica del cerebro que llevamos a cabo,
mostramos a los individuos imágenes negativas
que no tenían relación con otras personas
o imágenes sociales negativas,
mientras estaban sentados en un escáner y los escaneábamos.
Lo que hallamos es que
cuanto más solo está el cerebro,
cuando se le presentaba una imagen social negativa,
esto es, en el entorno de la persona,
cuando ocurría algo socialmente negativo,
el cerebro dirigía mayor atención,
y actividad cortical visual, aquí en amarillo, como respuesta a esa imagen.
Ahora, si siguen esa imagen,
llegarán a esas 2 áreas azules:
eso es una unión parietal temporal.
Es un fragmento de tejido cerebral que tiene relevancia en la teoría de la mente,
en la lectura mental y en los procesos de mentalización,
en adoptar la perspectiva de otra persona y la empatía.
Es responsable del control de atención que se requiere para salir de la propia cabeza
y ponerse, al menos de forma figurada, en la cabeza de otra persona
de manera de poder adoptar su punto de vista.
Cuanto más solo está el cerebro,
cuando se representaba algo negativo en el contexto social,
menor la activación en esta región.
Es peligroso estar en el perímetro social.
Cuando sucede algo negativo en el entorno social,
el cerebro se focaliza en la autopreservación,
no en una preocupación de la otra persona.
La similitud en los efectos neuronales y del comportamiento por la filogenia
es un testimonio de la importancia del ambiente social
para las especies sociales.
Y estas profundas raíces evolutivas que inclinan el cerebro y la biología
hacia la autopreservación
sugieren también que mucho de lo que se desencadena
por obra del aislamiento social es un proceso no consciente.
Por ejemplo, cuando uno se siente aislado
siente esta motivación, este deseo, esta intención
de conectar de nuevo con otras personas.
Lo que no siente
es que el cerebro se ha puesto en hipervigilancia frente a amenazas sociales
y esta hipervigilancia significa que introduce
mecanismos deformadores intencionales, confirmatorios y distorsiones de la memoria
en términos de esas interacciones sociales.
Y si uno está buscando peligros,
es más probable que vea peligros,
existan o no,
lo cual quiere decir que es más probable
que uno tenga interacciones negativas.
Y esa vigilancia de estar constantemente buscando al siguiente enemigo
activa mecanismos neurobiológicos
que pueden degradar la salud y llevar a una mortalidad prematura.
La soledad aumenta la reacción de defensa
porque uno se focaliza en el propio bienestar
en lugar de tomar la posición o la perspectiva
de las personas con quienes interactúa.
La soledad aumenta los síntomas depresivos
lo cual tiene el extraño efecto de disminuir la probabilidad
de tener conflicto social.
Y las expresiones acústicas, posturales
y faciales de tristeza,
como las del niño en esta foto, sirven como señal
a los otros que están próximos para que reconecten con uno,
si desean hacerlo
de modo que es una llamada segura de conexión.
La soledad incrementa los niveles matutinos de cortisol,
una poderosa hormona de estrés,
la consecuencia de la preparación del cerebro
para otro día peligroso.
Y la soledad aumenta la respuesta prepotente,
lo cual significa que es es más probable
ser víctima de todo un repertorio de comportamientos impulsivos poco saludables.
Y el final del día
no pone el punto final al estado de gran alerta del cerebro.
Si es peligroso rechazar a bestias salvajes uno solo usando un palo,
imaginen lo peligroso que es dejar ese palo por la noche
cuando los depredadores están afuera al acecho
y uno está sin ese entorno social seguro alrededor.
También hemos descubierto que la soledad disminuye la salud del sueño,
aumenta el número de micro despertares,
incrementa la fragmentación del sueño
y con ello disminuye la desintoxicación de los días estresantes
durante la noche.
La soledad altera incluso la expresión genética en cuanto
a la biología inflamatoria para lidiar con los asaltos externos.
No hace mucho tiempo pensábamos en los genes como el teclado
con el que se tocaba la canción de la vida.
Esta investigación sugiere que
si los genes son las teclas del piano,
entonces el ambiente, incluyendo el entorno social,
es el pianista que decide cuáles teclas tocar y cuáles no.
En fin, si la soledad es peligrosa,
¿qué podemos hacer al respecto?
Si tenemos hambre
podemos ir al refrigerador y comer un tentempié.
Si tenemos sed,
podemos beber un vaso de agua.
Pero si estamos solos, no tenemos una despensa llena de amigos
con quienes conectar
y ninguna red social online
puede remplazar la caricia reconfortante de un amigo.
Primero, debemos reconocer cuál es la señal
y no negarla.
Segundo, debemos entender qué le hace a nuestro cerebro,
a nuestro cuerpo, a nuestro comportamiento.
Es peligroso,
en tanto miembro de una especie social, sentirse aislado.
Y nuestro cerebro se refugia colocándose en modo de autopreservación.
Ello comporta algunos efectos indeseados y desconocidos
en nuestros pensamientos y en nuestras acciones hacia los otros.
Sean conscientes de ellos, entiendan esos efectos
y tomen la responsabilidad de sus acciones hacia los otros.
Y, en tercer lugar, respondan.
Entendiendo que no es la cantidad de amigos,
sino la calidad de las relaciones lo que realmente importa.
Presten atención a los 3 componentes de la conexión.
Uno puede promover conexiones desarrollando un individuo
en quien confiar y que pueda confiar en uno.
Pueden promover conectividad relacional
simplemente compartiendo buenos momentos con amigos y con la familia.
A menudo cenamos felices de haber provisto alimento para la familia,
pero nos olvidamos de compartir con ellos un buen rato por el camino.
La conectividad colectiva puede promoverse entrando a formar
parte de algo más grande que uno mismo.
Si los obstáculos para la conexión parecen invencibles,
consideren hacerse voluntarios de una causa que disfruten.
Quizás ayudar a los necesitados, hacer de voluntario en un museo,
un zoológico, un club de deporte o en un evento TEDx.
O dedicar tiempo a hablar con personas mayores en un hogar para la tercera edad.
Compartir buenos momentos es una de las claves de la conexión.
Y no esperen, la próxima vez que se sientan enajenados, aislados o excluidos,
respondan a esa señal de aversión
como lo harían frente al hambre, la sed y el dolor
y ¡conéctense!
Gracias.
(Aplausos)