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EL HOMBRE QUE PLANTABA ÁRBOLES
Hace muchos años hice un largo viaje a pie por alturas
desconocidas para los turistas,
en esa vieja región de los Alpes que penetra en la Provenza.
Cuando emprendí mi viaje en este páramo,
eran tierras desnudas y monótonas,
de 1200 a 1300 metros de altitud.
Sólo crecía allí lavanda silvestre.
Atravesé la región en toda su extensión
y, tras tres días de marcha,
me encontré en un yermo
indescriptiblemente desolado.
Acampé cerca de lo que quedaba de un pueblo abandonado.
El agua se me acabó la víspera y necesitaba encontrar más.
Las casas aglomeradas, en ruinas,
parecían como un viejo nido de avispas,
me hacían pensar que una vez debió haber allí una fuente o un pozo.
Había en efecto una fuente,
pero estaba seca.
Las casas sin techo, roídas por el viento y la lluvia,
la pequeña capilla con el campanario derrumbado,
estaban dispuestas como las casas y capillas en los pueblos vivos,
pero toda vida había desaparecido.
Era un día de junio soleado y despejado,
pero, en estas tierras sin refugio y alzadas hacia el cielo,
el viento soplaba con una brutalidad insoportable.
Sus rugidos en las ruinas eran los de una fiera molestada mientras come.
Tuve que levantar campamento.
A las cinco horas de marcha
no había encontrado aún agua,
ni nada que me diera la esperanza de encontrarla.
Era por todos lados la misma sequedad,
las mismas hierbas leñosas.
A lo lejos creí ver
una pequeña silueta negra erguida. La tomé por la sombra de un árbol solitario.
Por si acaso, me dirigí hacia ella.
Era un pastor.
Unas treinta ovejas, sobre la tierra seca,
descansaban cerca de él.
Me hizo beber de su cantimplora.
Un poco más tarde, me condujo a su aprisco,
en una ondulación de la planicie.
Extraía su agua, excelente,
de un pozo natural muy profundo, sobre el que había instalado
un torno de mano rudimentario.
Este hombre hablaba poco.
Es típico de los solitarios,
pero parecía seguro de sí, y confiado en esta seguridad.
Era insólito en esta región despojada de todo.
No vivía en una cabaña sino en una verdadera casa de piedra.
Se veía bien cómo su trabajo personal
había detenido la ruina que había encontrado a su llegada.
Su techo era sólido e impermeable.
El viento sobre las tejas sonaba como el mar en la costa.
Sus cosas estaban en orden.
Los platos limpios, el suelo barrido,
el fusil aceitado,
la sopa hervía en el fuego.
Noté que estaba bien rasurado,
que sus botones estaban bien cosidos,
que su ropa estaba remendada con esa minuciosidad que hace invisibles los remiendos.
Compartió conmigo su sopa.
Cuando le ofrecí mi petaca
me dijo que no fumaba.
Su perro, silencioso como él,
era amable sin ser servil.
Había quedado entendido que yo pasaría la noche allí;
el pueblo más próximo estaba a casi dos días de camino.
Yo conocía bien el carácter de los escasos pueblos de esta región.
Había cuatro o cinco dispersos sobre las faldas de estas colinas,
entre sotos de robles blancos cada uno en un extremo de una carretera.
Eran habitados por leñadores que hacían carbón vegetal.
La vida era pobre. Las familias, apiñadas en un clima muy duro en verano
y en invierno. Exasperaba la lucha por sobrevivir el aislamiento.
El deseo continuo de escapar se convertía en una ambición enloquecedora.
Los hombres transportaban carbón a la ciudad y luego retornaban.
Los carácteres más estables se quebraban bajo esta perpetua presión.
Las mujeres hervían de rencor.
Había rivalidad por todo:
por la venta de carbón, por el banco en la iglesia,
por las virtudes que se peleaban entre ellas,
por los vicios que se peleaban entre ellos,
y por la mezcla de vicios y virtudes, sin descanso.
Y sobre todo estaba el viento, que irritaba los nervios sin tregua.
Había epidemias de suicidios y muchos casos de locura,
que casi siempre terminaban en asesinato.
El pastor, que no fumaba, fue por un pequeño saco y vació en la mesa una pila de bellotas.
Se puso a examinarlas, de una en una con atención, separando las buenas de las malas.
Yo fumaba mi pipa, me ofrecí a ayudarle
y me dijo que era trabajo suyo.
Viendo el cuidado con que realizaba su labor,
no insistí.
Ésa fue la única vez que hablamos.
Cuando hubo apartado una pila de bellotas,
las dividió en grupos de diez.
Al hacerlo, eliminó las más pequeñas y las agrietadas,
pues ahora las examinaba muy de cerca.
Cuando tuvo delante de sí cien bellotas perfectas, se detuvo y nos fuimos a acostar.
La compañía de este hombre infundía paz.
A la mañana siguiente, le pedí permiso para descansar allí todo el día.
Lo encontró muy natural, o, para ser más exacto,
me dio la impresión de que nada podría trastornarle.
El descanso no era absolutamente necesario,
pero yo estaba intrigado y quería saber más.
Hizo salir a su manada y la llevó a pastar.
Antes de partir,
remojó en un cubo de agua el saquito con las bellotas tan cuidadosamente elegidas y contadas.
Advertí que como bastón portaba una barra de hierro gruesa como un pulgar
y de un metro y medio de largo.
Haciendo que me paseaba, le seguí de lejos,
por un camino paralelo al suyo. Sus animales pastaban en el fondo de un valle.
Los dejó al cuidado del perro y comenzó a subir hacia mí.
Temí que viniera a reprocharme mi indiscreción,
pero no fue eso para nada:
Ese era su camino,
y me invitó a acompañarlo si no tenía nada mejor que hacer.
Ascendió un poco más a lo alto de la colina, unos 30 metros.
Allí comenzó a clavar la barra de hierro en la tierra,
hizo un agujero, puso una bellota
y lo rellenó.
Estaba plantando robles.
Le pregunté si la tierra le pertenecía.
Me respondió que no.
¿Sabía quiénes eran sus dueños? No lo sabía.
Suponía que era tierra comunal, tal vez propiedad de personas que no se preocupaban por ella.
Él no se preocupaba por saberlo.
Así que plantó sus cien bellotas, con cuidado infinito.
Después del almuerzo, volvió a escoger más bellotas.
Supongo que debo de haber insistido mucho con mis preguntas,
porque me contestó.
Desde hacía tres años, plantaba árboles en esa región desolada.
Había plantado cien mil. De éstos, veinte mil habían brotado.
De estos veinte mil, contaba aún con perder la mitad,
por culpa de los roedores o de lo que es imprevisible en los designios de la Providencia.
Quedaban diez mil robles que crecerían en ese paraje
donde antes no había nada.
Fue entonces cuando me pregunté su edad.
Tenía visiblemente más de cincuenta años.
Cincuenta y cinco,
me dijo.
Se llamaba Elzéard Bouffier.
Había tenido una granja en las planicies.
Había sido su vida. Había perdido a su único hijo,
luego a su mujer.
Se había retirado a la soledad,
se contentaba con vivir tranquilo, con sus ovejas y su perro.
Opinaba que esa tierra se moría por falta de árboles.
Agregó que,
no teniendo ocupaciones importantes,
se había propuesto remediar este estado de las cosas.
Yo era joven y pensaba en el futuro
sólo en lo que me afectaba a mí y mi búsqueda de felicidad.
Le dije que, en treinta años, esos diez mil robles serían magníficos.
Me respondió simplemente
que si Dios le daba vida,
en treinta años plantaría tantos otros
que estos diez mil serían como una gota de agua en el mar.
Estudiaba ya la reproducción de las hayas
y tenía junto a su casa un vivero de hayucos.
Los frutos de este plantío,
que protegía de sus ovejas con un alambrado,
eran hermosísimos.
Había pensado igualmente en
los abedules para lugares donde
había algo de humedad a pocos metros de la superficie.
Al día siguiente nos separamos.
Al año siguiente vino la Guerra del 14,
en la que me vi envuelto durante cinco años.
Un soldado de infantería apenas puede pensar en árboles.
Tras la desmovilización,
me encontré en posesión de una pequeña prima,
y con un gran deseo de aire puro.
Éste era mi único pensamiento
cuando retomé el camino de las tierras desérticas.
La región no había cambiado.
No obstante, más allá del pueblo muerto,
noté a lo lejos una especie de bruma gris
que recubría las colinas como un tapiz.
Desde el día anterior, volví a pensar
en el pastor que plantaba árboles.
"Diez mil robles -me dije-
precisan mucho espacio".
Había visto morir a tanta gente en cinco años que era fácil imaginar
también la muerte de Elzéard Bouffier.
En especial cuando, a los veinte,
uno considera a los hombres de cincuenta como viejos a los que sólo les queda morir.
No había muerto.
Había cambiado de oficio.
No tenía más que cuatro ovejas pero, en cambio, un centenar de colmenas.
Había dejado las ovejas, que ponían en peligro sus plantaciones de árboles.
La guerra no le estorbó.
Había continuado plantando.
Los robles de 1910 tenían ahora diez años y eran más altos que nosotros dos.
El espectáculo era impresionante.
Yo no tenía palabras y, como él no hablaba,
nos pasamos todo el día en silencio paseándonos por su bosque.
Tenía en tres secciones,
once kilómetros de largo y tres en la parte más ancha.
Cuando recordé que todo había salido
de las manos y el alma de ese hombre,
sin ayuda mecánica,
se comprende que los hombres
pueden ser tan eficaces como Dios en otras tareas que no sean la destrucción.
Él había seguido su sueño,
y las hayas que me llegaban al hombro,
expandiéndose hasta perderse de vista, lo testimoniaban.
Los robles eran tupidos y ya no estaban a merced de los roedores.
La Providencia, para destruir la obra creada,
hubiera necesitado un ciclón.
Me mostró bosques de abedules que tenían cinco años,
es decir de 1915, cuando yo combatía en Verdún.
Los situó en las hondonadas donde suponía,
con razón, que había humedad a flor de tierra.
Eran tiernos como adolescentes y bien diseñados.
La creación parecía haber actuado en una secuencia natural.
Él no se preocupaba, él proseguía obstinadamente su simple tarea.
Pero, al regresar al pueblo,
vi correr agua por arroyos que desde siempre habían estado secos.
Era el efecto de reacción más impresionante
que yo haya visto.
Esos arroyos secos habían llevado agua en edades muy lejanas.
Algunos de esos tristes pueblos, de los que he hablado al principio,
estaban construidos sobre antiguas villas romanas
donde los arqueólogos habían excavado y encontrado anzuelos,
allí donde en el siglo XX,
se necesitaban cisternas para tener un poco de agua.
El viento también había dispersado semillas.
Al mismo tiempo que el agua reaparecía,
reaparecían los sauces, los mimbres, los prados, los jardines, las flores
y un modo de vivir.
Pero la transformación era tan gradual
que se daba por sentado.
Los cazadores, que escalaban esas soledades persiguiendo liebres o jabalíes,
habían constatado el aumento de los arbolitos,
pero lo habían atribuido a un capricho de la naturaleza.
Es por ello que nadie había tocado la obra del pastor.
Si hubieran sospechado, hubieran interferido.
Él estaba fuera de sospecha.
¿Quién podría imaginar
en los pueblos o las autoridades una generosidad tan constante y magnífica?
Cada año a partir de 1920 hice una visita a Elzéard Bouffier.
Nunca le vi flaquear ni dudar.
Y Dios sabe que a menudo parecía que el mismo cielo estaba contra él.
Nunca intenté imaginar sus frustraciones,
pero para alcanzar un objetivo así es necesario superar muchos obstáculos.
Para obtener la victoria de tal pasión, ha debido luchar contra la desesperación.
Hay que recordar que este hombre excepcional trabajaba en soledad total;
tan total que, hacia el fin de su vida,
había perdido la costumbre de hablar.
O quizás, no veía la necesidad de hacerlo.
En 1933 recibió la visita de un guardabosques asombrado,
quien le notificó que había orden de no hacer fuegos
que hicieran peligrar el crecimiento de este bosque natural.
Era la primera vez, dijo aquel hombre ingenuo,
que veía que un bosque crecía solo.
En 1935 una delegación de autoridades
vino a examinar el “bosque natural”.
Había un alto funcionario de Aguas y Bosques,
un diputado y algunos técnicos.
Se hizo mucho discurso inútil.
Se decidió hacer algo.
Felizmente no se hizo nada, salvo la única cosa útil:
poner el bosque bajo la protección del Estado y prohibir las quemas de los carboneros.
Pues era imposible no admirar la belleza de esos jóvenes árboles.
y ejercieron su encanto sobre el diputado mismo.
Tenía un amigo entre los oficiales forestales de la delegación.
Le expliqué el misterio.
La semana siguiente salimos ambos en busca de Elzéard Bouffier.
Lo encontramos trabajando a veinte kilómetros del lugar de la inspección.
Aquel oficial no era mi amigo por nada;
Conocía el valor de las cosas.
Ofrecí huevos que había traído como presente.
Compartimos la comida entre los tres
y pasamos horas en contemplación muda del paisaje.
Por donde habíamos venido
había árboles de seis a siete metros de alto.
Me acordé del aspecto del lugar en 1913: desolado.
El trabajo apacible y regular, el vigoroso aire de montaña,
la frugalidad, y sobre todo, la serenidad del alma,
habían dado a este viejo una salud casi solemne.
Era un atleta de Dios.
Me pregunté cuántas hectáreas más cubriría aún de árboles.
Antes de partir mi amigo hizo una sugerencia
sobre especies apropiadas para el terreno.
No insistió.
"Por una buena razón -me dijo más tarde-,
porque este hombre sabe más que yo".
Al cabo de una hora de camino la idea le volvió y agregó:
"Él sabe más que nadie en el mundo.
Ha encontrado una maravillosa forma de ser feliz."
Gracias a este oficial no sólo el bosque,
sino también la felicidad de Bouffier fueron protegidos.
El mayor peligro que corrió la obra fue en la Guerra de 1939.
Los automóviles andaban aún con generadores de gas
Nunca había suficiente madera.
Se comenzó la tala de los robles de 1910,
pero esta región estaba tan mal comunicada
que la empresa no resultó rentable.
Fue abandonada.
El pastor no se enteró.
Estaba a treinta kilómetros, continuando apaciblemente su tarea,
ignorando la guerra del 39 como había ignorado la del 14.
Vi a Elzéard Bouffier por última vez en junio de 1945.
Tenía ochenta y siete años.
Retomé la ruta de la región estéril;
pero ahora, a pesar de los estragos de la guerra,
había un autobús entre el valle de Durance y la montaña.
Atribuí a este transporte relativamente rápido
el no reconocer los lugares de mis primeros viajes.
Necesité ver el nombre de un pueblo para concluir
de que estaba en la región antaño arruinada y desolada.
El autobús me dejó en Vergons.
En 1913, este poblado de diez o doce casas tenía tres habitantes.
Eran criaturas salvajes que vivían de poner trampas para animales.
Era gente sin esperanza.
Todo estaba cambiado, incluso el aire.
En lugar del antiguo viento seco y áspero,
soplaba una brisa suave cargada de aromas.
Un ruido semejante al agua llegaba de las montañas.
Era el viento a través del bosque.
Pero, aun más sorprendente,
escuché el sonido real de agua corriendo.
Vi que habían construido una fuente, que el agua fluía abundante,
y lo que más me conmovió:
alguien había plantado junto a ella un tilo, símbolo de renacimiento.
Vergons mostraba evidencias de ese trabajo que sólo la esperanza inspira.
La esperanza había vuelto.
Habían despejado las ruinas y derribado las paredes derruidas.
Las nuevas casas, aún frescas,
estaban rodeadas de jardines donde se mezclaban legumbres y flores
coles y rosales, puerros y dragones, apios y anémonas.
Era ahora un lugar donde uno querría vivir.
A partir de ahí, continué a pie.
La guerra estaba demasiado reciente para la expansión total de la vida,
pero Lázaro había salido de la tumba.
En las laderas bajas de la montaña
vi pequeños campos de cebada y centeno;
en lo profundo de los valles verdeaban algunas praderas.
Sólo ocho años nos separaban de esta época
y toda la región resplandecía de salud y prosperidad
Donde habían ruinas en 1913
se elevaban ahora granjas limpias, bien enlucidas,
pruebas de una vida feliz y confortable.
Los viejos cauces, alimentados por las lluvias y nieves que retenían los bosques,
volvían a correr.
Junto a cada granja,
una fuente desbordaba sobre los tapices de menta silvestre.
Los pueblos fueron reconstruidos poco a poco.
Gente que venía de las planicies, donde la tierra era cara,
se estableció, trayendo juventud, vida, espíritu de aventura.
Uno encontraba en los caminos hombres y mujeres sanos,
niños que reían, disfrutando de las fiestas campesinas.
Contando la antigua población,
muy cambiada desde que vivían mejor,
y los recién llegados,
más de diez mil personas debían su felicidad a Elzéard Bouffier.
Cuando pienso que un hombre solo, reducido a sus recursos físicos y morales,
se bastó para hacer del desierto una tierra de Canaán,
encuentro que, pese a todo, la condición humana es admirable.
Pero cuando considero la determinación apasionada,
la constante generosidad que hizo falta para lograr este resultado,
me lleno de admiración por ese viejo campesino inculto,
que supo completar esta tarea digna de Dios.
Elzéard Bouffier murió en paz en 1947, en el hospicio de Banon.