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Amanecía. En la posada Roca de Guía reinaba el silencio, un silencio triple.
El silencio más obvio era una calma inmensa y resonante, constituida por las cosas que faltaban.
Si hubiera habido una tormenta, las gotas de lluvia habrían golpeado y tamborileado
en la enredadera de selas de la fachada trasera de la posada. Los truenos habrían murmurado y retumbado
y habrían perseguido el silencio calle abajo como hacían con las hojas secas del otoño.
Si hubiera habido viajeros agitándose dormidos en sus habitaciones,
se habrían removido inquietos y habrían ahuyentado el silencio con sus quejidos, como hacían con
los sueños deshilachados y medio olvidados.
Si hubiera habido música… pero no, claro que no había música.
De hecho, no había ninguna de esas cosas, y por eso persistía el silencio.
En la posada Roca de Guía, un individuo moreno cerró con cuidado la puerta trasera.
Moviéndose en la oscuridad más absoluta, cruzó la cocina
y la taberna con sigilo y bajó por la escalera del sótano.
Con la facilidad que confiere una larga experiencia, evitó los tablones sueltos que pudieran crujir o suspirar bajo su peso.
Cada paso lento que daba solo producía un levísimo tap en el suelo. Su presencia
añadía un silencio, pequeño y furtivo, al otro silencio, resonante y mayor.
Era una especie de amalgama, un contrapunto. El tercer silencio no era fácil reconocerlo.
Si pasabas largo rato escuchando, quizá empezaras a notarlo en el frío del cristal de la ventana
y en las lisas paredes de yeso de la habitación del posadero. Estaba en el arcón oscuro que
había a los pies de una cama dura y estrecha. Y estaba en las manos del hombre allí tumbado,
inmóvil, atento a la pálida insinuación de la primera luz del amanecer.
El hombre tenía el pelo rojo como el fuego. Sus ojos eran oscuros y distantes, y yacía
con el aire de resignación de quien ha perdido hace ya mucho toda esperanza de conciliar el sueño.
La posada Roca de Guía era suya, y también era suyo el tercer silencio.
Así debía ser, pues ese era el mayor de los tres silencios,
y envolvía a los otros dos. Era profundo y ancho como el final del otoño.
Era grande y pesado como una gran roca alisada por la erosión de las aguas de un río.
Era un silencio paciente e impasible como el de las flores cortadas; el silencio de un hombre que espera la muerte.