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Estoy en el Macizo Guayanés, entre Venezuela y Brasil, ni más ni menos que en la selva
virgen más intacta que nos queda. A una hora por el río Canaracuni, me encuentro con los
sanema, pueblo nómada escindido de los yanomamis.
Cuando la caza se agota, los sanema, se mudan a otras regiones, donde encuentran más "compañía animal"
Construyen sus casas sobre paredes de palos o barro, las cubren con hojas de palma, y
el hogar lo ponen en el centro.
La caza es cosa de hombres: las mujeres se encargan de cultivar y recolectar plátanos y mandioca.
La raíz de la mandioca es un enorme tubérculo carnoso, que una vez extraído lavan y rallan
con un original invento: los restos del fuselaje de un DC-9, que se estrelló años atrás en el río.
Una vez rallada la meten en un canasto flexible llamado seucan, donde le extraen todo su jugo,
un jugo que contiene ácido hidrociánico, nada sabroso y harto venenoso
Ya está lista la tapioca para hacer el cazabe, que es como se llama este pan de la selva.
Es duro reconocerlo, pero quién no es adicto a algo...
Los sanema lo son al tabaco, pero prensando las hojas con ceniza. Tan "suculenta" pasta,
les sirve de complemento alimenticio en forma de sales minerales.
Este impactante look, se debe a que colocan la mascada entre el labio inferior y la encía.
"Temblad, temblad, animalillos" Los jóvenes yecuana, preparan sus cerbatanas para salir
de caza. Astillan tallos de palmera y de ellos sacan unos palillos en cuyo extremo enrollan algodón.
Los empapan en la savia del tunare, un árbol
venenoso capaz de acabar con la vida de un hombre en menos que canta un gallo.
Y si el gallo no canta, ya lo hacen ellos... ya que estos chavales imitan como nadie los
cantos de los pájaros, con la boca o con cualquier artilugio...
Así consiguen engañarlos, atraerlos... y empalarlos sin miramientos.
Horrorizada ante tal perspectiva venenosa, pongo pies en polvorosa.