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Allí se encontró con el científico alemán, B. P. Reko, quien resultó ser un nazi apasionado.
En este viaje Schultes descubrió que tenía que aprender mejor el español:
al tratar de conversar con una diminuta mujer azteca, le preguntó: «¿Cuántos anos tiene?».
Ella respondió: «Solamente uno».
Y más interesante aún: había otro equipo de estudiantes liderado por Bernard Bevin
cuyo hermano trabajaba en el gabinete de Churchill y con el servicio secreto británico
que también buscaba la identidad de esta curiosa planta.
Los dos equipos se encontraron, como en un guión de Indiana Jones, en una pequeña aldea de Oaxaca.
Schultes halló el hongo y luego escribió un tratado científico poco conocido
que sólo se publicó cuando Gordon Wasson, un banquero de los años cincuenta
empezó a investigar esta curiosa planta llamada teonanácatl.
Resultó ser un hongo. Wasson fue el primer extranjero de la historia en comer el hongo en su contexto sagrado.
Escribió un artículo para Life Magazine que un editor tituló: «En busca del hongo mágico»,
y el nombre pegó porque Timothy Leary tenía una suscripción a la revista. Así arrancó la fiebre psicodélica.
Pero Schultes, en este momento, ya iba rumbo al lugar que le había transformado el corazón: Colombia.
Llegó a Bogotá en el otoño de 1941, cuando la iglesia del parque Santander era el edificio más alto de la ciudad.
Subió a Monserrate detrás de unas monjas y descubrió
—el primero de los más de 30.000 descubrimientos que haría en Colombia—
una nueva especie de orquídea.
Después empezó una serie de expediciones extraordinarias
viajando con José Cuatrecasas para explorar los páramos de Santander
y luego dirigiéndose hacia el sur y hacia la tierra de los kamsá.
En el valle del Sibundoy, en su primer mes en el campo
descubrió cuatro nuevas especies de plantas alucinógenas.
Encontró una forma curiosa de datura que él llamó Methysticodendron amesianum
y que parecía ser un nuevo género; halló un valle con 1.600 árboles alucinógenos.
Trabajó con curanderos legendarios, como Salvador Chindoy.
De ahí viajó al alto Putumayo, hacia la tierra de los inganos,
quienes todas las mañanas cogen el bejuco y lo raspan para hacer una mezcla que ellos llaman yoco.
Schultes presintió que esta mezcla tenía cafeína
y al analizarla advirtió que estaba en lo cierto.
De hecho, un trago de yoco equivale a tomar unas veinticinco tazas de café.
Esta gente no hacía las cosas a medias.
Schultes continuó bajando por el río. Su tarea era encontrar las fuentes botánicas de la «muerte voladora»
Los científicos de la Universidad de McGill habían extraído el químico «d-tubocurare» del curare en 1943.
Y aunque este relajante muscular había revolucionado la cirugía, las fuentes botánicas no se conocían.
Ahora se sabe que más de noventa especies producen las sustancias venenosas con que se untan las flechas
pero el primer trabajo que le dieron a Schultes al salir de la universidad
fue viajar al Amazonas noroccidental y buscar la identidad de la «muerte voladora».
Los cofanes eran los grandes manipuladores de las plantas biodinámicas.
se intercambiaban a lo largo de centenares de kilómetros del Amazonas noroccidental.
Para Schultes, el hecho de haber estado con los cofanes en su primera experiencia fue extraordinario.
Luego de descubrir estas ictiotoxinas, barbascos curiosos, el yoco,
diversas plantas alucinógenas, la increíble «muerte voladora»
Schultes empezó el primero de sus viajes épicos por el Putumayo,
literalmente a la sombra de la Casa Arana. Subió por el Caraparaná, visitó El Encanto, La Chorrera
a la deriva, en la oscuridad, en un mundo que se había hecho conocer por una sola planta.
Fue en Mocoa, en 1941, donde la vida de Schultes cambió.
La planta en cuestión fue, por supuesto, el caucho, el «árbol llorón», la «sangre blanca» de la Amazonia.
Durante generaciones la gente había desarrollado una pequeña industria en la Amazonia brasileña,
pero todos estos productos tuvieron una falla crítica;
una capa de caucho se convertía en verano en una sustancia pegajosa,
los zapatos de caucho se agrietaban como porcelanas con el frío,
y solamente con el descubrimiento fortuito de la vulcanización en la mitad del siglo XIX, por Charles Goodyear,
el caucho pasó de ser una simple curiosidad a un componente vital de la sociedad industrializada.
En 1888, un veterinario irlandés inventó la llanta de caucho
para que su hijo pudiera ganar una carrera de triciclos en Belfast.
Siete años más tarde, en Francia, los hermanos Michelin inventaron la llanta para automóviles.
En 1898, había 50 fabricantes de automóviles en Estados Unidos.
Oldsmobile, el más grande, fabricó 425 carros.
Quince años después Henry Ford haría el primero de quince millones de automóviles modelos A y T.
Todos marchaban sobre llantas de caucho. Había una sola fuente: el Amazonas.
El destello de riqueza fue hipnotizante.
La ciudad de Manaos, en el corazón del comercio, fue el lugar donde más diamantes se consumían en el mundo en 1907.
Las mujeres mandaban la ropa sucia hasta Portugal para quitarle las manchas del agua turbia del Amazonas,
mientras los hombres les calmaban la sed a sus caballos con baldes llenos de champaña francesa.