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Clase #5 La Crisis del Siglo XX
La clase de esta noche sobre la crisis del s. XX va a ser un poco diferente en formato
en cuanto a que empezaremos directamente con una pieza musical
y, como de costumbre, quienes quieran ver la partitura
son bienvenidos a acompañarme.
¡Vaya manera de entrar al siglo XX!
Con una confianza resplandeciente,
de vuelta a 1908,
esta Rapsodia Española de Ravel ignora totalmente -o al menos no le preocupa-
que una crisis aguarde a la vuelta de la esquina,
una crisis de vida y muerte en la semántica musical.
Pero esta música no tiene alguna preocupación sobre el futuro
está inmensamente satisfecha consigo misma,
tiene una especie de fe infantil en que la tonalidad, de la que se nutre, es infinita;
que la tonalidad es inmortal,
mientras se siga actualizando
y se enriquezca con mejores y más grandes ambigüedades,
tanto fonológicas y sintácticas, como cromáticas y métricas.
Todas ellas están presentes en esa música,
todos esos escurridizos y seductores "esto o esto otro" que vimos
la vez pasada en Berlioz, Wagner y Debussy; están ahí y aún más.
Pero todo ese cromatismo itinerante, que hemos escuchado,
está aún contenido dentro de una estructura tonal,
y Ravel nos dice, a través de su música, que no ve ningún problema
en que continúe controlado y contenido para siempre
hasta el fin de los tiempos.
En otras palabras,
estamos a salvo:
apenas es 1908, aún queda por escribirse El Caballero de la Rosa,
algunas operas de Puccini,
y El Pájaro de Fuego,
y quien sabe que otras delicias similares.
La vida no es más que pura alegría.
Pero 1908, si se quiere saber la verdad,
no es para nada un tazón de cerezas.
Ni mucho menos,
hay algo más en el aire
una perturbación, una sensación premonitoria de que todo este presuntuoso optimismo
no durará –ni la tonalidad, ni la pintura figurativa,
ni la poesía sintáctica, ni, de hecho, el aparente interminable crecimiento
de la burguesía, o de la riqueza colonial, o del poder imperial.
Algunas mentes sensibles apuntalan a un colapso social,
una monstruosa guerra mundial.
Se percibe ya un prematuro parpadeo de fascismo:
El famoso Manifiesto del Futurismo de Marinetti está a punto de aparecer,
glorificando a la guerra, la máquina, la velocidad, el peligro
y haciendo un llamado a la destrucción del pasado y todas sus tradiciones,
incluyendo a la música.
Al mismo tiempo, al otro lado de la luna musical,
Mahler escribe su Novena Sinfonía, agonizando sobre
su renuente y prolongado adiós a la tonalidad.
Incluso Scriabin, en su Prometeo, está librando una batalla perdida
por contener sus propios y místicos cromatismos.
E incluso Sibelius
escribe una Cuarta Sinfonía repleta de dudas sin resolver y terrores.
Y estos preocupantes presentimientos son particularmente intensos en y alrededor de Viena
–la decadencia e hipocresía de este
"ya muy valseado" Imperio Austro-Hungaro–
son observados por el polemista vienés Karl Kraus.
(No sé si conozcan ese nombre, pero es uno
muy importante, deberían saberlo)
Son observados por Karl Kraus, en el absoluto reflejo de la degeneración de la lengua,
y los cuales son cruelmente expuestos a la dura luz de sus escritos críticos.
Si no conocen el nombre Karl Krauss, búsquenlo,
es una figura central,
en la primera década del siglo.
Y él sabe que es lo que viene.
Mahler también lo sabe, pero está a punto de morir
al lado de su amada música tonal.
Y hay un nuevo compositor,
de treinta y tantos años, que también sabe,
pero que vivirá para hacer algo al respecto.
Y su nombre es Arnold Schoenberg,
el cuál ya escribió una obra maestra,
Verklärte Nacht ("Noche Transfigurada")
donde estiró todas esas ambigüedades tonales wagnerianas,
que vimos la vez pasada, hasta el límite.
Los problemas presentados por Tristán e Isolda ahora han crecido
hasta un punto en el que necesitan de algún tipo de solución radical.
Las obras no sólo se volvieron cromáticamente incontrolables
sino rígidas y de tamaños colosales.
Al igual que los dinosaurios, se volvieron muy grandes.
Compositores como Reger y Pfitzner compiten contra el otro
por una especie de Óscar para la pieza más larga, la más densa, y la más
compleja del mundo.
Y Schoenberg también había hecho antes su intento con
una monstruosa obra super-wagneriana llamada Gurrelieder.
Y todos ellos, incluyendo a Mahler, fueron arrastrados por
la poderosa "ola del futuro" que Wagner, en su egomanía hiper-romántica,
había predecido e iniciado.
¿Pero que tan grande, tan cromáticamente ambiguo, tan sintácticamente repleto
se puede ser sin colapsar por el propio peso como los dinosaurios?
Había simplemente muchas notas, muchas voces internas, muchos significados.
Y esto fue lo que provocó la crisis en la ambigüedad.
Así que ahora, en 1908, Schoenberg ya está dejando la lucha
por preservar la tonalidad, por contener esos cromatismos post-wagnerianos.
En este mismo año está escribiendo su segundo cuarteto de cuerdas
que anuncia claramente el conflicto y su renuncia a la tonalidad.
En el último movimiento de este cuartero, recurre a la voz humana,
una soprano que canta las palabras proféticas de Stefan George:
Ich fühle Luft von anderem Planeten ("Siento el aire de otro planeta").
Y suena así.
Y después canta
Ich fühle Luft...
von anderem Planeten
y de hecho Schoenberg siente ese aire,
y nosotros también.
Este Opus 10 va a ser su última pieza tonal por muchos años.
Para el Opus 11, ya estamos respirando ese nuevo aire.
Escuchen
¿Sienten ese nuevo aire?
¿Lo respiran?
Esto es la atonalidad –por usar esa horrible palabra tan incomprendida.
No la atonalidad de la vieja escala tonal de Debussy, que estudiamos la vez pasada,
la cual –si recuerdan– es tonalidad contenida.
Esta atonalidad no está contenida, ni diatónicamente ni de alguna otra manera.
Para bien o para mal, ha nacido la música no-tonal.
Y la historia de la música ha sufrido un cambio radical.
Y en ese mismo año de 1908, pero muy lejos de todo esto
–un océano y un continente aparte, de hecho en Connecticut–
el comentario más contundente, la descripción más mordaz a la crisis tonal,
la hizo un desconocido y menospreciado compositor
de coros africanos llamado Charles Ives.
Que también sabía, y aunque no sabía nada sobre Schoenberg
o alguien de ese conflicto, él sabía que algo estaba pasando,
y lo proclamó a su modo medio-juguetón, místico y estrafalario a través de
su maravillosa pieza llamada "La pregunta sin respuesta".
Y esta música lo dice todo, mejor que mil palabras.
Por eso me gustaría que escuchen –y también vean–
esta representación casi gráfica del conflicto.
Por supuesto que la pregunta que Ives propone en su título no es estrictamente musical
porque él lo haya dicho, sino más bien una del tipo metafísico.
Permítanme citar parte de su prólogo para la pieza:
Las cuerdas tocan en pianissimo desde el principio al fin sin ningún cambio en el tempo.
Ellas representan "Los silencios de los druidas –que no saben, no ven ni oyen nada."
La trompeta entona "La perenne pregunta de la existencia",
que expone en el mismo tono de voz, cada vez.
Pero la búsqueda por "la respuesta invisible"
emprendida por las flautas y otros seres humanos
[típico humor sin sofisticaciones de Ives],
[esta búsqueda] se vuelve gradualmente más activa, rápida y ruidosa...
Estos "contestadores combatientes, conforme pasa el tiempo, parecen notar una inutilidad
y comienzan a burlarse de "la pregunta" –la contienda se acaba por el momento.
Después de que desaparecen, "la pregunta" es hecha por última vez,
y "los silencios" se escuchan más allá en "la tranquila soledad".
Una encantadora idea, ingenua y profunda a la vez.
Pero siempre he pensando en "La pregunta sin respuesta" no como en una metafísica
sino como una pregunta estrictamente musical, ¿a donde va la música de nuestro siglo?
Permítanme reinterpretar la pieza exclusivamente en términos musicales,
hay tres elementos orquestales implicados: el conjunto de cuerdas,
un solo de trompeta y un cuarteto de instrumentos de viento de madera.
Las cuerdas, tocan en pianissimo desde el principio al fin sin cambios, como dice Ives,
pero aún más importante que algo sobre druidas: tocan tríadas tonales puras.
Y en contra de este sostenido y lento fondo puramente diatónico,
la trompeta hace esporádicamente su pregunta:
una vaga frase no-tonal.
Y cada vez es respondida por el conjunto de vientos
de la misma manera vaga y amorfa.
La pregunta que se repite se mantiene más o menos igual pero la respuesta
se hace más y más ambigua y agitada
hasta que la respuesta final emerge como algo completamente sin sentido.
Pero desde el inicio hasta el final, las cuerdas han mantenido
imperturbable su tranquilidad diatónica
y cuando la trompeta hace su pregunta por última vez,
no hay otra respuesta que la de esas cuerdas
prolongándose tranquilamente en una tríada pura de sol mayor hasta la eternidad.
¿Será esa luminosa tríada final la respuesta?
¿Será eterna la tonalidad? ¿Inmortal?
Muchos lo pensaron así y algunos aún lo hacen,
y esa pregunta pende aún en el aire, sin resolver,
perturbando nuestra calma.
¿Ven como es que esta pieza claramente representa el dilema del nuevo siglo?
¿la dicotomía que definiría la forma de la vida musical desde entonces hasta hoy?
Por un lado, la tonalidad y claridad sintáctica;
en el otro, la atonalidad y confusión sintáctica,
tan simple como eso, aparentemente, pero no tan simple como veremos.
Los compositores tonales tendrán tentación de coquetear con la no-tonalidad y vice versa.
Y para embrollar esto aún más,
todos los compositores del s. XX sin importar que escindidos estén,
hagan lo que hagan, tienen la misma necesidad de una riqueza semántica nueva y más amplia
todos, sean tonales o no-tonales, estan motivados por lo mismo:
el poder de la expresividad, el impulso de expandir el habla metafórica de la música,
incluso si lo hacen por modos diametralmente opuestos, separando a la música.
Así podemos ver a esta separación del s. XX como un impulso en común,
parecido a como un río se divide en una bifurcación.
Por un lado, hay compositores tonales, guiados por Igor Stravinsky,
que buscaban extender las ambigüedades musicales hasta donde fuera posible
a través de constantes transformaciones, pero siempre
pero siempre permaneciendo entre los confines del sistema tonal;
y por el otro, compositores no-tonales, guiados por Schoenberg,
que buscaban su nueva habla metafórica a través de una gran
transformación convulsiva –esto es, transformando todo el sistema tonal
en un nuevo y distinto lenguaje poético.
Estos bandos aparentemente hostiles, con todo y sus antagonismos y disputas
sobre que lado realmente representaba "la música moderna", de hecho
compartían el mismo motivo: un mayor poder expresivo.
He estado leyendo recientemente un libro fascinante, vil y ampuloso
llamado Filosofía de la nueva música
por el sociólogo y esteticista alemán Theodor Adorno.
Es curioso que un libro con este título resulte ser
un doble ensayo precisamente sobre Schoenberg y Stravinsky,
reduciendo a "la música moderna" a esa específica dicotomía.
Por supuesto que el libro es tendencioso: Schoenberg es todo verdad y belleza,
y Stravinsky es todo maldad.
Sin embargo, Adorno confirma lo que he estado diciendo al señalar,
a su modo hegeliano, que la gran ruptura se debe concebir dialécticamente,
o como dice él, como antinomias lógicas de la misma crisis cultural.
Bien, para decirlo de modo simple,
Stravinsky y Schoenberg estaban tras lo mismo pero de maneras distintas.
Stravinsky intentó mantener el progreso musical
al llevar a las ambigüedades tonales y estructurales
hasta un punto sin retorno, como veremos en la próx. semana.
Schoenberg, previendo este punto de sin retorno,
y siguiendo el ejemplo del movimiento expresionista en las otras artes,
inició un rompimiento limpio y total de la tonalidad,
así como con las estructuras sintácticas basadas en la simetría.
Es interesante señalar que Schoenberg también fue un pintor talentoso
(este es uno de sus autorretratos),
y que en esos primeros años del siglo veinte
hacía el mismo tipo de experimentos en el lienzo
que en el pentagrama.
De hecho este cuadro en particular no es ni la mitad de expresionista
como un cuadro de Kokoschka hecho uno o dos años después,
pero es la única diapositiva que encontré para la ocasión.
Aún así ¿entienden a lo que me refiero, verdad?
Bueno, hemos hablado sobre algunos de esos experimentos musicales tempranos
en los Opus 10 y 11, en los que ocurrió la ruptura y se llegó a la libre atonalidad.
Pero el factor decisivo fue el Opus 21
–esa salvaje y estremecedora obra maestra del expresionismo
llamada Pierrot Lunaire.
Se trata de un ciclo de canciones sacadas de 21 poemas por Albert Giraud,
–tres veces siete poemas, como se les llama–
cantadas en alemán junto a un pequeño conjunto de instrumentos.
Conforme se desarrolla, Schoenberg no sólo se va por el precipicio tonalmente,
sino que introduce un nuevo enfoque ambiguo,
al que llama Sprechstimme ("voz hablada"),
en el que el ó la cantante no necesariamente canta.
Esto es, aunque se indica claramente cada nota vocal,
y una vez que la haya atacado, el/la cantante debe elevarla o dejarla caer,
como cuando se habla, lo cual produce algo entre cantar y hablar.
Esto se indica, como pueden ver,
por las cruces arriba de cada nota de la línea vocal, en la raíz de las notas.
En otras palabras, si se acuerdan, hace cuatro clases
sobre nuestra discusión del habla realzada,
el ictus de una sílaba como 'ma' no se prolonga hasta ser una nota (MA)
sino que se le deja resbalar como en 'ma' o 'ma'.
Lo cual asesta otro golpe más a la tonalidad,
y le da algo nuevo y espeluznante a la música.
Por ejemplo, una de las canciones
se llama Der kranker Mond (“La luna enferma”).
Está escrita para voz y flauta, y empieza así...
Que extraño, empieza como Tristan.
Du nächtig todeskranker Mond, (Tú, luna nocturna, mortalmente enferma,
Dort auf des Himmels schwarzem Pfühl, (sobre el oscuro lecho del cielo,
Dein Blick, so fiebernd übergroß, (Tu febril y desorbitada mirada,
Bannt mich wie fremde Melodie. me cautiva como una extraña melodía.)
No me atravería a hacer eso en público, si no fuera por el hecho que mi
voz naturalmente desafinada se presta a hacer Sprechstimme.
Cuando canto música normalmente sale el Sprechstimme.
De cualquier manera, era muy pronto para decir
que la libre atonalidad era en sí un punto sin retorno.
Parecía cumplir con las condiciones para el progreso musical:
parecía continuar la línea de expresividad romántica de manera subjetiva,
desde Wagner y Brahms, pasando por Bruckner y Mahler;
el expresionismo parecía lógico, e inevitable la atonalidad.
Pero entonces: un callejón sin salida.
¿Hacia donde ir si ya hemos abandonado todas las reglas?
En primer lugar, la falta de limitaciones
y la ingobernable libertad resultante
produjeron una música que era extremadamente difícil de seguir para el auditorio,
tanto en forma como en contenido.
Lo cual se mantuvo a pesar de todas las brillantes y profusas
estructuras internas de esta pieza: procedimientos canónicos, frases invertidas,
permutaciones, y todo lo demás.
Y en segundo, no era fácil para el compositor el mantener la atonalidad,
debido a ese impulso tonal innato que todos compartimos.
Lo cual era particularmente verdad en Schoenberg,
que era tan talentoso por su propia e innata musicalidad.
Incluso la última canción de Pierrot Lunaire cede a la vieja armonía triádica,
cuando Pierrot, o Schoenberg, como quieran,
canta 'O Alter Duft aus Märchenzeit":
"Vieja fragancia de había una vez".
Y en ese momento, suena así:
“O Alter Duft
aus Märchenzeit”.
Ese es un momento muy conmovedor, esa añoranza por el universal.
Es un momento que podría haber sido de Mahler.
Y bien, por todas estas razones, debía de encontrarse un nuevo sistema.
Un nuevo sistema para controlar la amorfosidad de la libre atonalidad.
Así fue como Schoenberg gradualmente desarrolló su famoso "serialismo".
Gradualmente.
Antes de esto y su Opus 19, "Seis pequeñas piezas para piano",
ya había virado hacia un concepto de doce sonidos cromáticos,
en el que todos son usados constatemente,
pero sin ninguna relación tonal entre sí.
¿Saben a que me refiero?
Es como la primera pieza de este set, que empieza así.
En el transcurso de esos dos compases, se usan todos esos doce sonidos.
Pero aún ronda el fantasma de la tonalidad entre ellos.
Está en el cromatismo, muy apenas, pero aún está contenido.
Escuchen la pura melodía.
Perfectamente tonal, de hecho esboza una tríada de Si mayor.
Con esta no tan extraordinaria appoggiatura,
que se resuelve tan conventionalmente como en Mozart o Mahler.
Y conforme continúa, el recorrido cromático
no dista mucho de la música de Romeo y Julieta (Berlioz) que escuchamos la vez pasada.
¿Aún sugiere que es mayor, verdad?
Con diferencia en el acompañamiento que no tiene nada que ver con Si mayor.
Y ahora escuchen como continúa.
¿Qué es lo que resuena en esa frase?
¿Se acuerdan de Tristán?
Y ahora escuchen a Schoenberg.
"El Hijo de Tristán"
¿o es "Tristán Resurge"?
Se me hace que es "La venganza de Tristán".
Como que quiera que sea, aún no hay escape del pasado.
Es evidente la necesidad de un sistema de control.
Y así, al inicio de los 20's,
Schoenberg dio con un sistema dodecafónico que garantizaba,
o te devolvemos tu dinero, que no volverás a caer en viejos hábitos tonales
(no más Si mayor, no más Tristán),
pero aún más importante, que cualquier pieza que escribas podrá ser consistente,
podrá tener sentido tanto formal como estilísticamente, de inicio a fin.
En otras palabras, se había restaurado el orden estético.
Aquí hay otro buen ejemplo, otra pieza de piano aunque crucial de 1923
que es, coincidentemente, el Opus 23
–esto ocurre muy a menudo en las obras de Schoenberg
que sus números corresponden al año en que fueron escritas.
Entonces aquí está el Opus 23, escrito en 1923, en el que los doce sonidos
son presentados en un orden preestablecido, o serie,
sin que alguno de ellos se repita hasta que hayan sonado los otros once.
Esta es la directriz para todo el sistema
–bastante simplificada claro, pero no tenemos toda la noche
o toda la semana para enseñar todo el sistema–
pero esa es la directriz
que sirve para darle los mismos derechos a cada uno de los doce sonidos;
es como establecer una democracia pura entre ellos.
Claro que la pieza no empieza con una presentación del set de doce sonidos
o "serie", como se le llama,
(tone row, en inglés)
del mismo modo que el Claro de Luna tampoco empieza
con la presentación de la escala de Do sostenido menor.
La primera cosa que se escucha es una transformación de la serie
con ciertas notas combinadas en acordes y otras usadas como melodía.
En otras palabras, una estructura superficial se ha desarrollado.
Observen esos primeros dos compases y verán que los doce sonidos están presentes.
Una vez que esta serie se ha presentado en su 1era forma transformacional,
se vuelve a escuchar inmediatamente,
pero en un nuevo orden; esto es, la serie se ha sometido a una permutación.
y estas permutaciones de la serie siempre ocurren de nuevas maneras,
en nuevas combinaciones melódicas, armónicas, y rítmicas que nombraremos,
en nuestros ya conocidos términos lingüísticos: transformaciones de transformaciones.
Se trata de una especie de variación perpetua o metamorfosis,
todo esto a lo largo del genio inventivo de Schoenberg, se convierte en una pieza
con el inesperado simple título de Vals.
Que va así, como saben.
etcétera...
Puede que este pequeño vals histórico
no suene tan diferente en su estilo no-tonal
a los primeros ejemplos que toqué de libre atonalidad.
Pero hay un mundo de diferencia;
esta pieza está estrictamente controlada por su consistente adherencia
al set original de doce sonidos.
En cierto sentido,
esa serie hace algo así como la función de la escala en la música tonal
–esto es, proporcionar una fuente básica de "cadenas subyacentes",
como dicen los lingüístas,
que se desarrolla en una estructura profunda de "prosa" musical,
y de la cual surge una estructura superficial al final.
Y claro que muchas otras reglas de la música serial
que tienen la misma misión de democratizar a los doce sonidos.
Por ejemplo, la nota a cualquiera de los extremos de una línea melódica automáticamente
cobra importancia extra debido a su posición, y eso no es democrático.
Igualmente, una nota que dure más que sus vecinas parecerá más importante
por su duración extra, así que hay reglas para compensar
que exigen a esas notas más altas o bajas de una línea que sean de duración corta
lo cual previene que ganen más atención y,
a la inversa, las notas que duren más nunca deberán estar en el extremo más alto o el más bajo.
Estas "reglas", comprenderán, no son reglas rígidas:
sólo se sugieren; Schoenberg las creó para que fueran rotas.
Él fue el primero en hacerlo.
Solía decir a sus estudiantes de composición:
No compongas en mi método: apréndelo y después sólo compones.
Todos los grandes hombres fueron rompereglas:
Platón, Stravinsky, Nietzsche y todos los demás.
Así que hasta el punto que la serie proporcione
ciertas funciones análogas a las de la escala en el sistema tonal,
este método de doce sonidos, o dodecafónico
es un reemplazo viable para la composición tonal.
Fue tan grato el regalo para el atormentado compositor del s. XX
que tomó un agarre fuerte e inmediato en la imaginación de compositores como
Alban Berg y Anton von Webern, ambos fervientes discípulos de Schoenberg,
y que persiste hasta hoy en día (con modificaciones evolutivas, claro)
en la música de Stockhausen, Boulez, Wuorinen, Kirchner,
Babbitt, Foss, Berio –y a veces en la mía, aunque muy raramente.
Es como si se hubiera formado una nueva convención,
que reemplazara a la de la tonalidad.
Si pensamos en la tonalidad como una convención gramatical, o un acuerdo
en el que habrán frases, entonces se tienen que obedecer ciertas reglas.
Sólo recuerden la desconcertante oración de Alicia: "¿Comen murciélagos los gatos?"
Es una oración confusa pero válida.
Después se pregunta: "¿Comen gatos los murciélagos?"
Aunque ocurre un cambio semántico, sigue siendo gramaticalmente válida.
Pero si invertimos la oración, tendremos
"¿Gatos los murciélagos comen?" Lo cual es caótico y sin sentido.
Es como si tomáramos la frase inicial del "Danubio Azul"
y la invirtiéramos así.
Es débil, aunque aceptable todavía.
Bueno, es pésima.
Tal vez hasta podamos decir que es una metáfora.
Pero si invertimos la segunda frase,
sólo hay caos.
Son gatos y murciélagos otra vez.
Claro que la última frase podría considerarse un ejemplo de "alocada música moderna",
del mismo modo que "Gatos los murciélagos comen" sea una línea de alocada poesía moderna,
pero en ambos casos existe obvia crisis en la sintaxis.
Es claro que se necesita un nuevo sistema para tener control,
una nueva convención que garantice el orden.
El problema es que
las nuevas "reglas" musicales de Schoenberg no se basan en una conciencia innata,
en la intuición de relaciones tonales.
Son como reglas de un lenguaje artificial
–aunque con suerte uno universal–
de modo que esas reglas deben de ser aprendidas deliberadamente.
Esto parece conducirnos a lo que suele llamarse"forma sin contenido",
o forma a expensas del contenido
–estructuralismo por sí mismo.
De eso exactamente se acusaba Schoenberg en, por ejemplo, la Unión Soviética.
O formalismo, como lo llamaron allá, algo
estrictamente prohibido para el compositor soviético.
Pero sabemos que Schoenberg no tenía la intención de algo así;
era simplemente bastante musical
para tomar una actitud así; amaba bastante a la música.
Y no importa que tanto enfasis haya puesto en estructuras lógicas,
esas estructuras derivan de los doce sonidos de las series armónicas,
algo universal que todos compartimos.
Y sólo por eso podría explicarse la constante reversión de Schoenberg
a la tonalidad –ya sea manifiesta o implicada–
así como su reversión a estructuras sintácticas tradicionales.
Incluso en este mismo Vals Opus 23 que escuchábamos,
donde se muestra el serialismo por primera vez en la historia,
encontramos un pasaje como este, con una secuencia perfectamente simétrica,
escuchen:
Son tres compases que se repiten en una secuencia exacta.
Y este pasaje no es solamente simétrico
sino que se inclina hacia una fuerte sensación de tonalidad.
¿Percibieron esa cualidad tonal, esas quintas en la línea melódica?
¿Y esa sensación de nota dominante en el acompañamiento?
¿Escucharon eso? ¿Y el siguiente compás?
¿Esa cualidad dominante?
Esta especie de sensación tonal asechaba la música de Schoenberg
y sigue haciéndolo hasta el final de sus días.
Incluso su tercer cuarteto, Opus 30, que es una obra inmensamente serial,
abre con grupos de frases de cuatro compases que se repiten
que no distan mucho de los procedimientos usados por Mozart.
Veamos si puedo tocarlo, se necesitan cuatro manos para tocar el cuarteto, pero bueno…
Sabía que lo arruinaría,
pero bueno, ¿se entiende la idea de que son
estructuras simétricas de cuatro compases que al repetirse hacen ocho compases?
Y aún tiene ese sonido tonal.
Que se repite ocho veces.
Es casi como tener Mi menor,
y la nota dominante de Mi menor.
Sé que está arruinando la música,
sólo intentaba mostrarles las implicaciones de la tonalidad,
que son muy fuertes.
Ocho veces en una serie.
E incluso en el Opus 31, las Variaciones para orquesta,
una obra que muy raramente se toca por su dificultad
tanto para los artistas como el auditorio.
Incluso ahí encontramos secuencias como esta.
¿Qué podrías ser más simétrico?
Y es simétrico tanto tonal como estructuralmente:
mano izquierda, mano derecha. Así de claro.
Y todos estos ejemplos se encuentran a lo largo de la obra de Schoenberg.
De hecho en 1944, en la última década de su vida,
escribió una obra completa en sol menor, con armadura y todo.
¿Me creerían que esto es del mismo
compositor del sistema dodecafónico que hemos estado hablando?
Hay una cita famosa de él en la que dice,
"Siempre fue vigorosa en mí la nostalgia de regresar al viejo estilo;
y de vez en cuando tuve que ceder a ese impulso."
Luego continuó diciendo que fue por eso
que había escrito tanta música tonal en sus últimos años,
y después desestimo todo este problema al decir
que estas diferencias estilísticas, como las llamó, en realidad no eran tan importantes.
Imagínense, después de pasar la mayor parte de su vida partiendo el mundo en dos,
cambiando todo al negar la tonalidad.
Para después venir y decir ‘Bueno, a eso me refería sobre las grandes cosas del mundo’.
Siempre se están contradiciendo.
Claro que hay aquellos que dicen que Schoenberg escribió esta
pieza tonal por desperación, para que su música se presentara públicamente;
y de hecho
este Tema y las Variaciones en sol menor fueron estrenados por
la Sinfónica de Boston con la dirección de Koussevitzky, quien raramente
ó quizás nunca había tocado música dodecafónica de Schoenberg o cualquiera.
Si esto es verdad, entonces es una historia desgarradora
porque, lejos de decir algo reprobatorio
o poner en entredicho la integridad de Schoenberg,
más bien ilustra la lamentable situación de un maestro que no se escucha,
de 70 años, cuyas obras principales aún no son presentadas
por la mayoría de nuestras principales orquestas,
y eso incluye al gran Concierto para violín,
el Concierto para Piano, y las Cinco piezas para orquesta
–que podría ser su obra maestra para orquesta–
y ni hablar del Opus 31 y las Variaciones.
Pero aún sino fuera cierta,
no se puede restar valor a la evidente verdad sobre
el tormentoso romance de Schoenberg con la tonalidad,
hasta su muerte en 1951.
¿De que otra manera podríamos explicarnos sus
transcripciones para orquesta de Bach y Händel,
o la del Cuarteto para Piano de Brahms, que también hizo en su últimos años?
Verán, él amaba la música con tanta pasión
que el tirón magnético de la tonalidad nunca perdió su influencia en él.
Y así condicionó a su propia música, en mayor o menor grado,
incluso a través de todo el desarrollo revolucionario de su método dodecafónico.
Y parece ser inevitable, de algún modo, que esa sensación de tonalidad
asecha a sus obras más hermosas.
Incluso al no estar manifiestamente presente, aún así las asecha
por su brillante ausencia, si es que me están siguiendo.
¿Acaso no suena paradójico?
Bueno, no lo es si se percatan
que las doce notas empleadas por Schoenberg
son las mismas notas empleadas por todos los demás,
derivadas, de la misma forma, de la misma serie armónica natural.
Son las mismas doce notas bien temperadas de Bach.
Es sólo que se ha destruído su jerarquía universal;
o al menos se ha hecho un intento por destruírla.
El mismo Schoenberg fue el primero en darse cuenta de esta importante verdad,
y también fue el primero en renunciar totalmente a la palabra atonalidad,
incluso en negar la posibilidad de atonalidad.
¿Otra paradoja? Para nada,
el sabía –y nosotros también deberíamos aprender de él–
que si alguna vez se quiere llegar a una verdadera atonalidad,
se deberá encontrar una base única y distinta.
Puede que las reglas dodecafónicas no sean
universales o incluso sean arbitrarias,
pero no lo suficientemente arbitrarias para destruir
las relaciones tonales inherentes a esos doce sonidos.
Quízas la verdad atonalidad
pueda lograrse sólo artificialmente a través de medios electrónicos,
a través de una división verdaderamente arbitraria de la octava
en algo distinto que los doce intervalos equidistantes
de nuesta escala cromática.
Por ejemplo, trece intervalos equidistantes,
o treinta o trescientos trece,
¡pero no doce!
No los doce sonidos de Bach, Beethoven y Wagner.
Con esos doce universales,
ni Schoenberg ni Berg ni Webern ni nadie
podrá escapar de esa ansia nostálgica
debido a las estructuras profundas implicadas por estas notas e inherentes a ellas.
Es otra vez ese O Alter Duft aus Märchenzeit.
Y es precisamente esa cualidad de ansia nostálgica
lo que a menudo vuelve hermosa y conmovedora a su música.
Bien, ¿habrá aquí quizás el comienzo de una pista para La pregunta sin respuesta?
¿Como se sienten ante la descabellada idea de que
toda la música es, básicamente y a final de cuentas, tonal?
¿Incluso es no-tonal?
¿Acaso esta idea hipotética provoca alguna respuesta innata en ustedes?
Yo sé que a mí me pasa.
Supongo que compartimos la misma carga eléctrica que suelo sentir
cuando dos hechos se intersectan y desencadenan una idea.
Y esos dos hechos aquí son los dados por una serie intersectando a la otra:
la serie armónica y cualquier otra serie dada.
Y como ya llegamos a este tema de intersecciones entre series,
tomemos un momento para recordar
que el fenómeno serial tiene ya bastante tiempo.
Lo encontramos, por ejemplo, en el siglo XIII
en el uso de cantus firmus
e incluso algunos registros elocuentes que realmente son series
de lo que creerían es simplemente Bach, Mozart o Beethoven.
Por ejemplo aquí está el sujeto de
la fuga en Fa menor de Bach del 1er libro del Clave bien temperado.
Ahora bien, ese sujeto extraordinariamente cromático
engloba nueve de los doce sonidos cromáticos,
¡eso es 3/4 de todas las notas que tenemos!
Y sólo hay una repetición:
la primera nota
–esa.
Todo el resto son diferentes.
Lo que es aún más extraordinario es que inmediatamente
en la consiguiente respuesta fugal,
Bach automáticamente toma los tres sonidos restantes.
Así que en estos pocos compases se presentan todos los doce sonidos.
No es una serie de Schoenberg, pero se acerca bastante.
¿Y que hay sobre este espeluznante pasaje de Mozart en su Don Juan?
Tu m’invistasti a cena, (Tu me invitaste a cenar,
Il tuo dover or sai. sabes cual es tu deber)
¡Los doce sonidos están ahí, todos ellos!
Tan claro como el día.
Aunque el efecto es muy nocturno.
Y de hecho con mi voz es algo parecido a una pesadilla.
¿Y que hay sobre la Novena de Beethoven?
¿Ese repentino movimiento de obstrucción, en el Finale,
al reconocer a la presencia divina?
Ihr stuerzt nieder, Millionen? (¿Os prosternáis, Millones?
Ahnest du den Schoepfer, Welt? ¿Presientes al Creador, Mundo?
Such ihn ueberm Sternenzelt ¡Búscalo por encima de las estrellas!)
¡Fantastico ese pasaje!
Y de nuevo no es de Schoenberg.
E immediatamente presenta once notas de las doce posibles,
pero se trata de una serie porque, en ese breve momento,
Beethoven suspende toda armonía tonal, ¡dejando sólo implicaciones armónicas!
Eso es lo que lo vuelve de pronto tan asombroso, ¡desenraizado a la tierra!
¡Extraterrestre!
Y cuando la terrestre armonía regresa,
esa incandescente tríada en La mayor de hecho grita ‘Brueder’
(hermanos universales).
Todo eso surgiendo de esa divinidad no-terrestre.
Me desvié de Schoenberg pero no fue sin intención.
Porque al regresar a Bach y Beethoven, revelamos
una nueva y asombrosa ambigüedad –que antes sólo estaba sugiriendo
a través de la imagen de corrientes intersectándose.
Quizás ahora capten más fuerte a lo que me refería con
que la música sea tonal aún cuando no lo es.
Estos primeros intentos de series de sonidos que hemos escuchado
son claros intentos por transcender la tonalidad;
de evocar misterio al negar o ignorar momentariamente
las raíces universales de la armonía, que nacen en la serie armónica.
Y este súbito desenraizamiento, aunque sea breve, en cada caso
sugiere lo místico, lo no-terrestre, algo desenraizado a la tierra:
ya sea un invitado fantasmal hecho de piedra en Mozart
o la evocación del Altísimo en Beethoven.
¿Entonces que es lo que le ocurre a la música cuando Schoenberg, por ejemplo,
construye todo un sistema basado en ese desenraizamiento?
¿Acaso ese sistema, por ende, hace que toda su música y
la de sus seguidores sea incondicionalmente mística?
¿O sólo incondicionalmente intelectualizada?
¿Que es lo que pasa a esa llamada de Keats a la Poesía de la Tierra, que nunca cesa?
¿Es Schoenberg un final? ¿O un comienzo?
Estos son algunos de los problemas que veremos en ntra. siguiente y última clase.
Ahora lo que nos interesa es la fascinante ambigüedad
entre las planeadas funciones antitonales de la serie de doce sonidos
y las implicaciones armónicas tonalmente inevitables
pues son innatas “hagas lo que hagas”.
Claro que el compositor puede
construir cualquier serie a su propio gusto
ya sea para enfatizar las relaciones armónicas o desenfatizarlas,
incluso para intentar eliminarlas.
Pero de cualquier modo, las relaciones se mantienen ya sea manifiestas como en Bach,
donde de hecho se escuchan,
o al estar implicadas como en Beethoven
o en el invitado de alguien.
Así que siempre queda ese resultante y ambiguo
"estira y afloja" entre estar enraizado o sólo estarlo parcialmente.
Pero la música nunca podrá estar totalmente desenraizada
mientras haya doce sonidos iguales en una octava.
No trece. Doce.
Por ejemplo, uno de los intentos más famosos antes de Schoenberg
en la serie de doce sonidos, data de los 1850,
es el tema inicial de la Sinfonía Fausto de Franz Liszt.
Aquí los doce sonidos son revelados inmediatamente.
Nuevamente sin apoyo armónico.
Y sin repeticiones.
Una serie pura, tan mística como quieran.
Pero está tan construida que cada grupo de tres notas,
deletrea un acorde por sí mismo.
¿Ven las primeras tres notas?
Eso deletrea un acorde: una tríada aumentada.
Y así sigue toda la serie hasta que termina esbozado cuatro acordes.
Y cuatro veces tres es doce.
Las implicaciones armónicas en esa serie son tan fuertes
que obviamente toda la pieza va a seguir repleta de tríadas aumentadas
en tanto esa serie tenga algo que decir al respecto,
y de hecho está repleta de ellas.
Totalmente, en los tres movimientos.
Ahora saltemos setenta años hacia adelante a Schoenberg
con su pequeño vals, ese mismo Opus 23 que anunciaba
oficialmente a la serie como una cadena lineal, ¿y que es lo que encontramos?
Escuchen.
Implicaciones armónicas en abundancia.
De las cuales es bastante curioso que la más obvia sea esa misma tríada aumentada.
Y si examinamos a la pieza en términos de agrupamientos de la serie,
permutación por permutación,
encontramos que cada una claramente enuncia esa tríada aumentada, de una u otra forma.
Como justo al principio.
¿La escuchan?
Ahí está, justamente en la mano izquierda.
La pueden ver enmarcada en la pantalla.
Aquí está otra vez, la siguiente permutación.
Esas tres notas que están enmarcadas forman la mísma tríada aumentada.
Y sigue.
¡Y aquí está otra vez en el cuadro!
Y aquí está otra vez.
¿Ven a lo que me refiero? Esa tríada, una y otra vez.
Ahora ven a que me refiero con enraizada o parcialmente enraizada.
Rechazando y abrazando al mismo tiempo;
negación y entrega.
Y este conflicto
es lo que engengró a la ambigüedad semántica más traumática y más crítica
que hemos encontrado en toda la música.
¿Será por esto que
Schoenberg aún no ha encontrado a su público?
Y me refiero a una verdadera multitud de gente que ame su música.
¿Cuántos amantes de la música conocen
que puedan decir hoy, en el 50 aniversario del Opus 23,
que adoran escucharlo?
¿Que lo escuchen con el mismo amor que a Mahler o Stravinsky?
¿No será que la ambigüdad será lo bastante enorme como para comprenderse?
¿Tan negada como para ser percibida por ntros. oídos sólo humanos?
¿Oídos que después de todo están afinados a ntras. expectativas innatas
a pesar de todas las condicionantes o refuerzos?
Pongámoslo de otra manera.
¿No nos habremos topado finalmente con una ambigüedad
que no puede producir resultados positivos estéticamente?
¿Se podría concebir algo así como una ambigüedad negativa?
¿Y por qué la gente me pregunta a menudo porque sí reaccionamos,
con innata afectividad a la música de Alban Berg,
el más ferviente de los discípulos de Schoenberg,
y un compositor de doce sonidos igualmente comprometido?
¿Cómo es que Berg tiene éxito en producir
una ambigüedad positiva a partir de la misma contradicción tonal/atonal?
¿Será sólamente porque Berg es un compositor mucho más teatral que Schoenberg?
¿Será porque nos sentimos abrumados por el total drama de una ópera como Wozzeck?
Muchas mentes inteligentes y críticas dicen que es verdad,
y hasta cierto punto lo es.
Tenía pensado demostrarles este punto
cantándoles algunos de los momentos más dramáticos de Marie en Wozzeck,
pero me quedé sin voz
y aún sino fuera así es simplemente horrible,
no podría hacérselo a una pieza que amo bastante.
De hecho, una buena interpretación de Wozzeck
–lo cual no es cosa fácil de lograr—
puede ser una experiencia devastadora en el teatro, musical y dramáticamente.
Pero hay más que eso, el hecho es que
Berg de alguna manera encontró su propia manera de lidiar
con esa ambigüedad última de enraizamiento profundo y enraizamiento superficial.
Enraizado o parcialmente enraizado.
Pero no es sólo en sus óperas que tuvo éxito donde otros no.
Su sensibilidad para el drama,
esa habilidad y equilibrio de estos elementos incompatibles,
tonales y no-tonales, continúan en todas sus composiciones.
Por ejemplo, su composición final
el hermoso Concierto para Violín de 1935, resuelve esa agonizante ambigüedad,
"ser o no ser" tonal, de manera igualmente satisfactoria.
En primero lugar, Berg eligió una serie, para toda la obra,
que está repleta de implicaciones tonales.
Sólo vean y escuchen.
Vean como todas esas primeras nueve notas de la serie
proceden en intervalos de tercera
melifluas terceras, mayores y menores.
Además estas terceras están ordenadas simétricamente, a la manera de "quiasmo",
¿recuerdan? conforme a un patrón AB:BA
–esto es, menor-mayor: mayor-menor, etc.
Incluso, las tríadas
que se forman por estas terceras, están alternadas automáticamente
–menor, mayor, menor, mayor–
asegurando así todo tipo de posibilidades melífluas.
Y encima de todo, cada una de estas nueve notas de por medio
forma quintas,
y ocurre que las primeras cuatro de esas quintas
corresponden a las cuatro notas de las cuerdas del violín,
una herramienta muy útil para tener en un concierto de violín.
De hecho, las primeras notas que toca el violín son estas mismas.
Y después, al iniciar el noveno sonido de la serie,
encontramos que las últimas cuatro notas
nos presentan con ntro. viejo amigo Debussiano, el tritono;
¡tres tonos!,
que si lo recuerdan, generan la escala de tonos completos de Debussy.
Así que, después de todo, Berg eligió una serie
que tiene raíces muy arraigadas en el pasado musical.
Y Berg refuerza esa sensación tradicional añadiendo recurso tras recurso:
una inversión bachiana, una fragmentación beethoveniana,
una ambigüedad rítmica schumanesca,
por no hablar de ese sine qua non de todos los compositores vieneses,
el vals,
que en este caso es un vals campesino y pueblerino
o Ländler, como se le llama en Austria.
Escuchen un minuto o más de este Scherzo
interpretado por Henryk Szeryng con Rafael Kubelik en la dirección,
y comparen este vals con el del Opus 23 de Schoenberg
–no: mejor no. No lo comparen con nada;
sólo disfrútenlo
por su melífluo y sensible sabor vienés.
¿Escuchan ese corno?
Esa es la frase.
Un Ländler completamente tonal.
Todo hecho con terceras.
¡Vaya delicia!
Es practicamente un Sacher torte mit Schlag.
Crema batida vienesa.
¡Pero sigue siendo,
estrictamente de doce sonidos!
Sólo que existe, de algún modo,
en un universo tonal, accesible para nosotros, con toda su calidez y encanto.
¿Se fijaron que tan tonal terminó el movimiento?
Y ese acorde final, inconfundiblemente tonal,
no es otra cosa que las primeras cuatro notas de la serie de Berg,
una adorable pila de dulces terceras.
Y así es como la crucial ambigüedad de tonalidad contra no-tonalidad
se las arregla para crear un superficie estética positiva, de principio a fin.
Esa es una manera de hacerlo, hay miles de maneras. Esa es una.
No hace falta decir que el Concierto para violín no es para nada
dulzura y Schlagobers; ¡para nada!.
Tiene tramos de intensidad casi insoportable,
brillatez dramática y calma olímpica.
Es, en el sentido más estricto, una obra trágica.
No esperaba que nos entretuviéramos mucho en esto
–después de todo estábamos hablando sobre Schoenberg–
pero me encantaría compartir con uds. sólo otro momento más de la pieza,
donde se presenta a la ambigüedad tonal-atonal
de una manera particularmente positiva.
Esta sección es el Adagio final del concierto,
que se ocupa principalmente en desarrollar la parte final de la serie,
que, si lo recuerdan, consiste en estas cuatro notas,
abarcando al tritono
–el diabolus in musica, ¿recuerdan?
Pero lejos de que el diablo esté aquí, al contrario es la angelidad en sí;
porque resulta ser que estas cuatro notas son idénticas
a la primera frase del coral de Bach, "Est Ist Genug",
que todos ustedes conocen y aman.
¿O no la conocen?
Esta es una de las frase más extraordinarias; esa primera frase
con sus implicaciones tritónicas, tanto en la línea melódica como de bajo.
Es ist genung: (Es suficiente:
Herr, wenn es dir gefällt, (Señor, cuando te plazca,
so spane mich doch aus. libérame del yugo)
Y esa es exactamente la manera en que Berg la usa.
Llega justo después
que ha ocurrido un violento clímax de terribles martillazos.
Y a medida que decrece,
comenzamos a oír como surge del amanecer
murmullos de esa frase de cuatro notas
entrelanzándose con estos martillazos que se desvanecen,
y estas cuatro notas gradualmente se vuelven más y más distintivas,
hasta que súbitamente el solo de violín toca el mismo coral.
Y toca todas esas tres frases que les toqué de Bach,
nota por nota.
Claro que están ocurriendo otras cosas al mismo tiempo
–el violín no sólo está tocando el coral–
como el contrapunto o esas terceras de la primera parte de la serie,
el canon en las violas y otras cosas con las que no los voy a molestar.
Pero justo entonces ocurre lo más sorprendente,
un evento totalmente inesperado en la obra de doce sonidos:
ese coral de pronto es repetido por cuatro clarinetes
imitando el sonido de un órgano barroco
en una armonía bachiana en Si bemol mayor.
Me equivoqué en algunas notas,
pero esos cuatro clarinetes son absolutamente puros.
Esas frases de tres tonos,
y después el solo de violín toma la siguiente frase
de nuevo con un contrapunto disonante,
y de nuevo los clarinetes repíten la frase de la versión de Bach
y así sucesivamente hasta el final del coral.
Es uno de los pasajes más asombrosos en toda la música,
especialmente conforme se desarrolla hacia su propio clímax disonante,
para finalmente decrecer hacia un cierre sereno e igualmente asombroso
en –¿adivinen?– ¡Si bemol mayor!
Me gustaría que hubiera tiempo para oír todo pero,
al menos escuchemos el principio de esta sección,
comenzando por el precedente clímax de martillazos.
¿Escuchan a las cuatro notas?
Escuchen las violas…
Ahora
Ich fahr’ in’s Himmels Haus... (Voy al cielo…
Es ist genung Es suficiente)
Es un pecado interrumpir esta visión celestial,
pero si estas clases particularmente exigentes
van a llegar a un punto de iluminación,
mejor que sea pronto.
¿Pero de manera me he estado preguntando?
¿Podré arrojar aún más luz sobre
los enormes problemas de esta Ambigüedad Última?
¿Será suficiente con examinar sus orígenes,
con identificar la gran ruptura tonal,
con rastrear una parte de la ruptura hacia el desarrollo de un Gran Método
que cambió la historia de la música?
¿Con intentar una valoración desapasionada de Arnold Schoenberg
sólo para que Alban Berg se lleve todos los honores?
No, aún queda luz por arrojar,
y esa luz se encuentra en la mente,
en la alma profética de Gustav Mahler.
¿Por qué Mahler?
¿Qué tiene que ver Mahler con Schoenberg?
Pues bastante,
y mucho más allá que el obvio hecho
que él apoyó y alentó a su joven colega Schoenberg
durante esos primeros años del siglo.
Después de esta pequeña pausa vamos a oír a Mahler,
particularmente su última voluntad y testamento,
el Adagio final de su Novena Sinfonía.
Y pienso que después de la Novena de Mahler,
las cosas de pronto serán más claras,
y tendremos una nueva perspectiva.
Piensen en eso por unos minutos,
al lado de su cigarro bajo en calorías,
y piensen un minuto en eso también.
Si en verdad han estado pensando durante este receso,
seguramente tendrán buenas preguntas en mente.
Primero,
¿por qué la Novena Sinfonía de Mahler es su última voluntad y testamento?
¿Qué hay sobre la Décima,
ese tan significativo documento sin concluir?
Y después, ¿por qué tocar la Novena de Mahler para
concluir una clase sobre la crisis de s. XX?
¿No es echar marcha atrás?
¿Si nos hemos movido con Berg y Schoenberg hasta la mitad del siglo,
por qué retroceder ahora hacia ese fatídico año de 1908?
Porque, al igual que La Pregunta sin respuesta de Ives,
que se escribió en ese mismo año,
esta Novena de Mahler también es
una gran pregunta; pero incluso aún más:
pues contiene una respuesta profundamente reveladora.
Tenía pensado prepararlos a esta música con
mi habitual ***ísis en el piano,
para llegar a profundidad a los dualismos que desgarraron a Mahler:
compositor/director, cristiano/judío, sofísticado/naif, provinciano/cosmopolita
–que resultaron en la esquizofrénica dinámica musical de sus texturas
y sus actitudes tonales ambivalentes.
También esperaba, con un análisis detallado
de su tratamiento de appoggiaturas, por ejemplo,
llegar hasta la esencia de la crisis tonal,
al examinar sus irresoluciones de tensiones,
y sus reacios intentos por desprenderse de la tonalidad
–todo lo cual arroja más luz respecto a
la ruptura inevitable que estaba por ocurrir entre Schoenberg y Stravinsky.
Así que tomé la partitura otra vez, después de algunos años de estar alejado de ella,
repleta del sentir tortuoso de Mahler sabiendo que él sería la última línea ,
el punto final del gran arco sinfónico que comenzó con Haydn y Mozart,
y terminaría con él.
También yo estaba consciente que
que era su destino resumir toda la historia de la música Austro-germana,
de recapitularla y atarla
–no con un listón bonito,
sino con un temeroso nudo salido de sus propios nervios y tendones.
Pero al reestudiar esta obra, especialmente el movimiento final,
encontré más respuestas de las que esperaba
–como siempre sucede cuando regresamos al estudio de una gran obra.
Y la más alarmante de todas ellas,
la más importante –porque ilumina a todo ntro. siglo desde entonces hasta hoy–
es esta:
que ntro. siglo es el siglo de la muerte, y Mahler es su profeta musical.
Quiero hablarles sobre esa respuesta
sin el piano, sin apoyos visuales
y en un nivel de discurso algo distinto al que hemos estado siguiendo,
porque esta Novena sinfonía
nos brinda una gran expansión semántica y una interpretación infinitamente más amplia
de lo que hemos estado llamando La Crisis del Siglo XX.
¿Por qué ntro. siglo está tan peculiarmente infestado de muerte?
¿No podríamos decir lo mismo sobre otros siglos también?
¿Qué hay sobre el s. XIX, tan preocupado poéticamente con la muerte
ya sea a finales con la Liebestod de Wagner o a inicios con el Ruiseñor de Keats?
En más de una ocasión he amado, el alivio que depara la muerte...
invocándola con ternura en versos meditados.
Sí, es verdad. Poéticamente.
Simbólicamente verdad.
¿Y acaso no todos los siglos, todas las historias del hombre
han sido largo registro de la lucha por sobrevivir,
de lidiar con el problema de la mortalidad?
Sí, nuevamente.
Pero nunca antes la humanidad había sido confrontada
con el problema de sobrevivir a la muerte global. Muerte total.
La extinción de toda la raza.
Y Mahler no estuvo sólo en su vision;
han habido otros grandes profetas sobre nuestra lucha:
Freud, Einstein, y Marx también profesaron.
También Spengler y Wittgenstein.
Incluso Malthus y Rachel Carson.
Todos ellos Isaías y San Juanes de ntros. días,
todos ellos predicando el mismo sermón en condiciones distintas:
enmienden sus maneras, el apocalípsis está a la mano.
Rilke también lo dijo "Du musst dein Leben ändern" ("debes cambiar tu vida")
El s. XX ha sido una obra de teatro pésimamente escrita, desde el mismo principio;
lo contrario a un drama griego.
Primer Acto:
La avaricia e hipocresía llevando hacia una genocida guerra mundial.
Después la post-guerra, injusticia e histeria.
Un auge, quiebra, totalitariasmo.
Segundo Acto:
La avaricia e hipocresía llevando hacia una genocida guerra mundial.
Post-guerra, injusticia e histeria.
Auge, quiebra, totalitariasmo.
Tercer Acto: La avaricia e histeria...
–Prefiero no continuar.
¿Y cuáles han sido los antídotos?
Positivismo lógico, existencialismo,
tecnología galopante,
el viaje hacia el espacio exterior, el dudar sobre la realidad,
y en general, una bien educada paranoia,
recientemente vista en los altos mandos de Washington, D.C.
Y nuestros antídotos personales:
Sexo,
drogas,
subculturas y contra-culturas,
encender y apagar,
marcar el tiempo y hacer dinero.
Un brote de nuevos movimientos religiosos, desde guruísmo hasta Grahamismo.
Y un brote de nuevos movimientos artísticos, desde
la poesía de concreto hasta los silencios de John Cage.
Un deshielo por aquí, una purga por acá.
Y todo bajo la misma égida: el ángel de la muerte planetaria.
¿Y qué es lo que haces si sabes todo esto en 1908,
si eres alguien hipersensible como Mahler,
e instintivamente sabes lo que viene?
Tú profesas; y otros encuentran tu rastro.
De una u otra manera,
Mahler se encuentra en el centro esencial de
toda la música significativa escrita después de él, sea tonal ó no-tonal.
Incluso compositores tan diversos como Varèse
y Dallapiccola son inconcebibles sin Mahler.
Shostakovich y Britten son lo más grande cuando se asemejan a Mahler.
Del mismo modo Schoenberg y Stravinsky,
los dos profetas después de Mahler, aún siendo completamente diferentes,
pasaron sus vidas luchando, en caminos opuestos,
por mantener el progreso musical con vida, por evitar el fatídico día.
De hecho, todas las más grandes obras de nuestro siglo han
nacido de la desesperación o de la protesta, o de un refugio de ambas.
Pero la angustia es el común en todas ellas.
Piensen en La Nausea de Sartre,
El extranjero de Camus, Los monederos falsos de Gide,
Fiesta (Hemingway),
La Montaña Mágica, y Doktor Faustus,
El último justo, incluso en Lolita.
Y en Guernica de Picasso,
de Chirico, Dalí.
Y en Eliot: The Cocktail Party,
Asesinato en la catedral, y sus Cuatro cuartetos.
La Edad de la ansiedad de Auden, y esa suprema obra suya,
For the Time Being.
Y en Pasternak y Neruda,
y Sylvia Plath.
Y en la pantalla, La Dolce Vita
y en el escenario, Esperando a Godot.
Y en Wozzeck, Lulu, Moisés y Aarón,
y Madre Coraje de Brecht.
Y sí, también en Eleanor Rigby,
y A Day in the Life, y She's Leaving Home.
Estas también son grandes obras nacidas de la desesperación, tocadas por la muerte.
Y Mahler lo previó todo.
Es por eso que desperadamente se resistó en entrar a este siglo XX,
la edad de la muerte, del fin de la fe.
Y la más amarga ironía fue que sí logró evitarlo
sólo al morir prematuramente, en 1911.
Es muy extraño como encajan las piezas del rompecabezas;
Mahler y su mensaje impregan todo lo que tocan.
Piensen en Kindertotenlieder, la muerte de los hijos de Rückert
y después la de la hija del propio Mahler.
Y Alban Berg, que adoró a Mahler,
dedicó su Wozzeck a la viuda de Mahler, Alma.
Y su Concierto para violín a la memoria de su hermosa hija,
Manon Gropius.
Todo está atado con muerte.
Por ejemplo, este Concierto que oímos fue la última obra de Berg;
él murió ese mismo año, a los 85 años,
exactamente la misma edad a la que murió Mahler.
La coincidencia es multiplicada, pero no caigamos en misticismos
–los hechos son suficientemente fuertes.
Cuando Berg era joven
pudo escuchar la interpretación de la Novena de Mahler,
inmediatamente le escribió a su esposa, ya en Viena, que acababa de escuchar
“la más grande música de su vida” o algunas palabras parecidas.
Yo siento muy fuertemente estas conexiones en mi persona.
Hace algunos años, cuando estaba
reintroduciendo por primera vez la música de Mahler a su propia ciudad (Viena).
–donde había estado vetada por años por los Nazis–
ahí estaba la Sra. Berg, la radiante y bellamente envejecida viuda,
sentada y embelasada en cada uno de los ensayos.
Nos conocimos, y ella se volvió mi conexión en vida a la muerte anunciada
y entrecruzada entre Berg, Schoenberg y Mahler.
Igualmente pasó con la misma Alma Mahler, quien
asistió a mis ensayos del Festival de Mahler en Nueva York.
Y es ahora que me sentí en contacto directo con el mensaje de Mahler.
Hoy sabemos de que se trataba ese mensaje.
Y fue la Novena Sinfonía la que trajo las noticias,
pero eran malas noticias, y al mundo no le importó oírlas.
Esa es la verdadera razón por los cincuenta años de abandono
que sufrió la música de Mahler después de su muerte.
No por las excusas habituales que siempre oímos:
que la música es muy larga, muy difícil, muy rimbombante.
Tenía simplemente tanta verdad,
decía algo tan atroz como para escucharse.
¿Pero exactamente cuáles eran las noticias? ¿Qué fue lo que vió Mahler?
Tres tipos de muerte.
Primero, su propia muerte inminente
de la cual estaba muy consciente.
(Los compases iniciales de esta Novena Sinfonía
son de hecho son una imitación de la arritmia de sus débiles latidos)
Segundo, vió la muerte de la tonalidad, que
para él significaba la muerte de la música en sí; la música como la conocía y amaba.
Todas sus últimas piezas son como 'adioses' a la música, y también a la vida;
tan sólo piensen en Das Lied von der Erde con su "Abschied" ("Adios") final.
Y esa controversial Décima Sinfonía sin terminar
–incluso esa, que intentó un paso vacilante hacia el futuro schoenbergiano,
y que ha sido objeto de muchos intentos por completarla–
incluso esa Décima se queda para mí básicamente en ese movimiento completado,
que es otro desgarrador Adagio diciendo Adiós.
Pero eran bastantes adioses;
estoy convencido que Mahler nunca habría acabado toda la sinfonía,
aún de haber vivido.
Lo había dicho todo en la Novena.
Y tercero, su tercera visión y la más importante:
era la muerte de la sociedad, de nuestra cultura fáustica.
Ahora, si Mahler sabía todo esto,
y su mensaje era tan claro,
¿cómo es que nosotros, sabiéndolo también, nos las arreglamos para sobrevivir?
¿Por qué seguimos aquí, luchando por continuar?
Ahora estamos cara a cara con la verdadera Ambigüedad Última
la cual es el espíritu humano.
Esta es la ambigüedad más fascinante de todas: que mientras crece cada uno de nosotros,
la marca de ntra. madurez es que aprendamos a aceptar ntra. mortalidad;
y aún así insistimos en buscar la inmortalidad.
Podemos pensar que todo es pasajero, incluso cuando todo se ha acabado;
y aún así creemos en un futuro. ¡Creemos!
Salimos del cine después de tres horas de la más abyecta
degeneración en un filme como La Dolce Vita,
y salimos en alas, por la pura creatividad que hay en ella;
podemos volar, hacia un futuro.
Y sucede lo mismo después de ver la desesperanza de Godot en el teatro,
o después de escuchar la agresiva violencia de
La consagración de la primavera en la sala de conciertos,
o incluso después de escuchar el agridulce cinísmo juvenil
de un álbum llamado Revolver,
tenemos alas para volar.
Tenemos que creer en ese tipo de creatividad. Yo sé que yo lo hago.
Si no lo hiciera, ¿por qué me tomaría la molestia de dar estas clases?
Claro que no es para sentarme y hacer un anuncio público sobre el apocalípsis.
Tiene que haber algo en todos nosotros, y en mí,
que me hace querer continuar; y enseñar es creer en continuar.
El compartir con ustedes opiniones críticas sobre el pasado,
el intentar describir y valorar el presente,
todo eso implica una creencia firme en un futuro.
Espero que eso responda el por qué estoy terminando con Mahler
una clase que había sido principalmente sobre Schoenberg.
Porque Schoenberg es uno de los
grandes ejemplos del espíritu humano de ntro. siglo,
ese espíritu que, después de todo, es nuestra única esperanza.
Él es un prototipo de Hombre Ambiguo,
que ingenia compulsivamente su propia destrucción
y simultáneamente vuela hacia el futuro.
Veremos que esto también es verdad sobre Stravinsky, en la sig. y última clase.
Y todo esto sobre la Ambigüedad Última
se escucha claramente en el finale de la Novena Sinfonía de Mahler,
que es una presentación auditiva de la misma muerte,
y que paradójicamente nos reanima cada vez que la oímos.
Mientras escuchan este finale, intenten tener en mente
lo que le precede: otros tres gigantescos movimientos,
cada uno un adiós distinto.
El primer movimiento en sí ha sido como una gran novela,
una tortuosa historia de ternura y terror
de tortuoso contrapunto y resignación armónica;
un adiós al amor, a Re mayor,
un adiós a la tónica.
En el segundo movimiento, un scherzo que es como una especie de super-Ländler,
en él experimentamos un adiós al mundo de la Naturaleza,
un amargo reimaginar de la simplicidad, la ingenuidad,
los placeres terrenales que recordamos de la adolescencia.
Después el tercer movimiento, otra vez una especie de scherzo,
pero grotesco esta vez:
un adiós al mundo de la acción, a la vida urbana cosmopolita
–la fiesta de cóctel, el mercado,
las estridentes y aceleradas carreras del éxito,
de ruidosas y vacuas carcajadas.
Y todos estos movimientos han ido temblando hacia un precipicio tonal,
al filo de la muerte.
Y sólo entonces viene el cuarto y último movimiento, el Adagio,
un adiós final.
El cuál toma la forma de una oración, el último coral de Mahler,
su himno final, por así decirlo;
una super oración por la restauración de la vida, de la tonalidad, de la fe.
Esto es tonalidad sin reparos,
presentada en todos sus aspectos desde
la simplicidad diatónica del hímno que la abre
hasta cada ambigüedad cromática posible.
También es una apasionada oración,
que se mueve de un clímax hacia otro,
cada uno más punzante que el anterior.
Pero no hay soluciones.
Y entre estas oleadas de oración,
hay intermitentemente una repentina frialdad,
una transparencia en un espacio amplio, como un gélido fuego
–una inmovilidad Zen de completa meditación.
Este es otro de mundo de oración,
de tranquila aceptación. Pero de nuevo,
no hay soluciones.
Después Heftig ausbrechend! (¡con un arrebato violento!),
nuevamente el desesperado estallido del coral
se agranda y magnifica la intensidad.
Este es el Mahler dual,
que regresa a su oración occidental, para luego volver a congelarse en la oriental.
Esta vacilación es su última dualidad.
En la última vuelta al hímno
está próximo a la prostración;
es todo lo que puede dar en oración, un sollozante y sacrificado último intento.
Pero de pronto ese clímax falla,
sin realizarse –ese que podría haber funcionado,
ese que podría haber dado alguna solución.
Este último y desesperado intento no alcanza,
y se hunde en un dejo de resignación, después otro dejo, después en la misma resignación.
Y así llegamos a la increíble última página.
Y esta página es, yo pienso,
lo más cercano que hemos llegado, en cualquier obra de arte,
a experimentar el mismísimo acto de morir, de darlo todo por perdido.
La lentitud de esta página es aterradora:
Adagissimo, escribe,
la dirección musical más lenta posible;
y si esa palabra no fuera suficiente después escribe langsam (lento),
ersterbend (muriendo),
zögernd (titubeante, dubitativo);
y si ninguna de éstas bastara para indicar el casi detenerse del tiempo,
añade äusserst langsam (extremadamente lento) en los últimos compases.
Es aterrador y paralizador, mientras los hilos del sonido se desintegran.
Nos asimos a ellos, vacilando entre la esperanza y la sumisión.
Y uno a uno,
estos hilos de araña, que nos conectan a la vida, se esfuman,
desaparecen entre ntros. dedos incluso al asirlos.
Nos aferramos a ellos mientras se desmaterializan;
nos asimos de dos,
después de uno,
uno,
y de pronto ninguno.
Por momento todo se petrifica y sólo hay silencio.
Y de nuevo, un hilo,
un hilo roto,
dos hilos,
uno...
ninguno.
Estamos un poco enamorados de la apacible muerte...
ahora, más que nunca, morir es plenitud,
cesar a media noche sin dolor...
Y al cesar,
lo perdemos todo.
Y al cesar de Mahler,
hemos ganado todo.
Transcripción, investigación, subtítulos en inglés y español, y edición por
Martín Círo Gonzá*** Gonzá***