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Oh, feliz Drusila,
¿qué puedo esperar?
Se acerca para mí la hora fatal,
perecerá, morirá mi rival,
y Otón finalmente será mío.
Oh, feliz Drusila,
¿qué puedo esperar?
Aquí está la miserable
que pensando ocultarse, ha cambiado sus ropas.
Y qué crimen, qué...
Detente, estás muerta.
¿Qué crimen me conduce a la muerte?
¿Aún disimulas, miserable sanguinaria?
Planeaste matar a Popea mientras dormía.
¡Ay, querido amigo, ay, suerte,
ay, mis ropas inocentes!
Debo lamentar mi suerte, no la de otros;
fui demasiado crédula,
y demasiado incauta.
Señor, ésta es la criminal
que intentó apuñalar a la señora Popea;
dormía la inocente en su propio jardín,
cuando apareció ella con el arma en la mano,
si no llega a despertarla tu devota sirviente,
sobre ella descendía el cruel acero.
¿Cómo tanta audacia?
¿ Y quién te indujo, rebelde, a esta traición?
Soy inocente,
lo sabe mi conciencia, y dios lo sabe.
Azotes, sogas y fuegos
le arrancarán los nombres del instigador y los cómplices.
Pobre de mí,
antes de que un atroz tormento
me obligue a decir lo que quiero callar,
sobre mí misma asumo la sentencia mortal, y la condena.
- ¿Qué farfullas, tunante? - ¿Qué deliras, asesina?
¿Qué dices, traidora?
Luchan dentro de mí en feroz combate
amor y la inocencia.
Antes que terribles tormentos
te hagan sentir mi cólera,
convence ahora a tu mente obstinada
a que confiese tu imprudente traición.
Señor, yo fui la culpable
que quiso asesinar a la inocente Popea.
Llevadla ahora mismo al verdugo,
haced que muera de tal modo que padezca
una larga y terrible agonía,
que refinados artificios
exacerben la muerte de esta criminal.
No, no, que caiga esta sentencia sobre mí,
pues la merezco.
Fui yo con las ropas de Drusila,
por orden de Octavia, la emperatriz,
quien fue a dar muerte a Popea.
Dame, señor, la muerte con tu mano.
Yo fui la culpable que quiso matar a la inocente Popea.
Júpiter, Némesis, Astrea, fulminad mi cabeza,
que por justa venganza el horrible patíbulo a mí me espera.
- A mí me espera. - A mí me espera.
- A mí. - A mí. A mí me espera.
Dame, señor, la muerte con tu mano.
Vive, pero ve a los desiertos más remotos
despojado de títulos y también de riqueza,
mendigando, abandonado por todos,
que tu delito te sirva de flagelo y de cueva.
Y tú que fuiste tan audaz, noble mujer,
de proteger a este hombre salvándolo con mentiras,
vive en la fama de mi clemencia,
vive en la gloria de tu valor,
y que tu constancia sirva en nuestro siglo
de admirable ejemplo para tu sexo.
Acepta, ah, señor mío, que exiliada con él
pase mis días felices.
Haz como te plazca.
Señor, no soy castigado,
sino bendecido;
la virtud de esta mujer será la riqueza y la gloria de mis días.
Proclamo y decido
con edicto solemne el repudio de Octavia,
y con exilio perpetuo de Roma
la proscribo.
Mandad a Octavia a la costa más cercana.
Que se apresure a subir a un barco bien calafateado,
y sea abandonada a merced de los vientos.
Doy así justa rienda suelta a mi cólera.
Corred a obedecerme.
¡Ídolo de mi corazón!
Ya ha llegado la hora en que gozaré de mi amado.
No se interpondrán ya ni demoras ni obstáculos.
Ya no más.
Mi corazón ya no está en el pecho:
me lo has robado, sí,
me lo arrebataste del pecho
el brillo sereno de tus hermosos ojos,
por ti, mi amor, mi corazón ya no está en el pecho.
Estrecharé entre mis brazos enamorados
a quien me cautivó...
ay,
ya no se verán interrumpidas las horas de dicha.
Si me pierdo dentro de ti, en ti me encontraré.
Si me pierdo dentro de ti, en ti me encontraré.
En ti me encontraré,
y volveré a perderme, amor mío,
- para estar siempre perdida, - para estar siempre perdido,
- perdida dentro de ti - perdido dentro de ti
yo quiero estar.
Adiós, Roma,
adiós, patria,
amigos, adiós.
Inocente, tengo que dejaros.
Parto hacia el exilio con amargo llanto,
cruzaré desesperada los sordos mares.
El aire que, dentro de un momento, recibirá mi aliento,
lo llevará, en nombre de mi corazón,
a mirar y besar los muros patrios,
y yo estaré sola,
ora vagando, ora llorando,
enseñando compasión a los árboles y a las piedras.
Ahora remad, gentes perversas,
alejadme
de las amadas costas.
Ah, dolor sacrílego,
me prohíbes el llanto cuando dejo la patria,
no puedo derramar ni una lágrima
mientras digo a los parientes y a Roma...
adiós.
Hoy será Popea emperatriz de Roma;
yo, que soy la nodriza,
subiré los escalones de la grandeza:
no, no, ya no me mezclaré con la chusma;
quien me tuteaba,
ahora habrá de gorjearme con dulce armonía
''Vuestra Señoría'',
quien me encuentra por la calle me dice:
hermosa mujer y todavía lozana,
yo, aunque parezco una de las antiguas y legendarias sibilas;
todos me adularán, queriendo conquistarme
a fin de que interceda para lograr los favores de Popea:
y yo
fingiendo no entender sus engaños,
bebo las alabanzas en la copa de las mentiras.
Yo nací sierva,
y moriré señora.
No moriré de buen grado;
si un día volviese a nacer,
querría nacer señora,
y morir sierva.
Quien deja las grandezas,
la muerte llorando acoge;
pero quien está sirviendo,
con suerte más feliz,
como el fin de sus penalidades,
ama la muerte.
Aquí llegan los cónsules y los tribunos
para honrarte, querida,
con sólo contemplarte el pueblo y el senado
empiezan ya a sentirse dichosos.
A ti, augusta soberana,
con el consenso universal de Roma,
te ponemos la diadema.
Ante ti se postran Asia y África.
A ti Europa, y el mar que la circunda,
este imperio feliz
ahora consagra y te entrega
esta corona imperial del mundo.
- Te miro. - Te deseo.
- Te estrecho. - Te abrazo.
- Ya no peno. - Ya no muero.
Oh mi vida, oh mi tesoro.
- Soy tuya, esperanza mía. - Soy tuyo, dilo, dilo.
- Dilo, dilo, esperanza mía. - Eres mi amor.
Eres mi amor, sí, mi corazón, mi vida, sí.
- Te miro. - Te deseo.
- Te estrecho. - Te abrazo.
- Ya no peno. - Ya no muero.
Oh mi vida, oh mi tesoro.