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Crecí en un hogar bastante poco religioso. De hecho, miraba con bastante
suspicacia la práctica religiosa. Y por eso durante muchos, muchos años
trabajé casi por completo sobre obras de arte seculares. Más tarde empecé a reflexionar sobre
esta creencia y me di cuenta de que me estaba replanteando
mis puntos de vista sobre la religión y la fe.
Esta siempre me ha parecido una obra muy delicada.
En primer lugar la expresión de la Virgen, con su dulce melancolía,
parece que sabe lo que le ocurrirá a su hijo.
Y la expresión del niño, reflejada brillantemente.
Está sosteniendo lo que tiene en sus manos
exactamente a la distancia de los ojos a la que un bebé sostiene algo mientras simplemente trata de enfocar. A esa edad,
su ternura, su curiosidad cosquilleante, les hace ser lo que son,
humanos.Lo sorprendente es
darse cuenta de que has llegado a creer tanto en la imagen que la falta de color es algo que dejas de percibir.
Esta obra me hace recordar que Cristo y la Virgen
son, y fueron, espíritu
y carne. La misma naturaleza del relieve escultórico es ser un puente entre aquello que
está contigo, algo que está presente tridimensionalmente, y algo
que es como una ventana a otro mundo.
Se mueve muy sutil y elegantemente entre algo que es palpable y tangible,
como la corporeidad redondeada del brazo de Cristo,
como la mano ligeramente más huesuda y protectora de la Virgen, y otras zonas que son increíblemente
superficiales, como esta
agitada
ventisca
de los serafines que
acogen y protegen a las dos figuras como si fueran nubes.
De modo que tras observar esta pieza durante años,
no me he convertido al cristianismo,
pero he llegado a darme cuenta de que existe
una diferencia muy profunda entre la práctica religiosa y la fe.
Algo profundamente bello a nivel humano
tiene la capacidad de transportarnos más allá de la experiencia cotidiana.