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Desde mi amado Permeso hasta vosotros vengo,
ínclitos héroes, noble sangre de reyes,
de quienes la fama cuenta excelsos méritos,
sin alcanzar la verdad toda,
porque en exceso alto es el empeño.
Yo la Música soy,
y con dulces acentos sé aplacar cualquier corazón atormentado,
y ora de noble ira, ora de amor, inflamar puedo
las más gélidas almas.
Con dorada lira a veces suelo
los mortales oídos deleitar cantando;
y de esta guisa más incito a las almas
a la armonía sonora de la lira del cielo.
Me impulsa ahora el deseo de hablaros de Orfeo,
de Orfeo, que aplacó a las fieras con su canto,
y siervo hizo al infierno con sus ruegos,
gloria inmortal de Pindo y de Helicón.
Ahora, mientras alterno mis canciones,
ora alegres, ora tristes,
que ni un pajarillo se mueva entre estos árboles,
ni de las aguas óigase rumor en estas riberas,
y que toda brisilla detenga su camino.
En este alegre y venturoso día
que ha puesto fin a los tormentos de amor de nuestro Semideo,
cantemos, pastores, con tan dulces acentos
que sean de Orfeo dignos nuestros cantos.
Hoy se ha vuelto compasiva el alma tan desdeñosa antaño
de la hermosa Euridice.
Hoy Orfeo se siente feliz en el pecho de aquélla
por la que ya tanto ha suspirado y llorado en estos bosques.
Por eso, en tan alegre y venturoso día
que ha puesto fin a los tormentos de amor de nuestro Semideo,
cantemos, pastores, con tan dulces acentos
que sean dignos de Orfeo nuestros cantos.
Ven, Himeneo, ah, ven,
y sea tu antorcha ardiente como un naciente sol
que traiga a estos amantes días serenos
y se lleve bien lejos
los horrores y las sombras de las angustias y el tormento.
Musas, honor del Parnaso, amor del cielo,
dulce consuelo de un corazón desconsolado,
que vuestras sonoras liras arrebaten a todas las nubes su oscuro velo;
y mientras hoy, con cuerdas bien templadas,
invocamos a Himeneo para que sea propicio a nuestro Orfeo,
armonice con nuestros sones vuestro canto.
Dejad los montes, dejad las fuentes,
lindas y alegres ninfas,
y en estos prados con los bailes al uso
dejad que brinquen los hermosos pies.
Que el sol contemple vuestros bailes, mucho más hermosos que aquellos
que le bailan a la luna en el cielo en la noche oscura las estrellas.
Dejad los montes, dejad las fuentes, lindas y alegres ninfas,
y en estos prados con los bailes al uso dejad que brinquen los hermosos pies.
Luego, con hermosas flores, habréis de honrar
el cabello de estos amantes,
que acabados sus martirios disfruten al fin felices
de sus deseos.
Pero tú, gentil cantor, si con tus lamentos
ya hiciste llorar a estos campos,
¿por qué ahora, al son de la famosa lira,
no haces alegrarse contigo a valles y colinas?
Dé testimonio de tu corazón
alguna feliz canción que te dictara Amor.
Rosa del cielo, vida del mundo,
y digna prole de aquél que somete al universo,
sol, que todo rodeas y todo observas
desde tus giros estelares, dime:
¿Has visto alguna vez a amante más feliz y dichoso que yo?
Muy feliz fue el día, mi bien, en que te vi por vez primera,
y más feliz la hora en que suspiré por ti,
porque mis suspiros los tuyos provocaron.
Felicísimo fue el momento en que la blanca mano,
prenda de pura fe, tú me tendiste.
Si tuviese tantos corazones como ojos tiene el cielo eterno,
y tantas hojas como estas deliciosas colinas en el verde mayo,
todos estarían llenos y rebosantes
de este placer que hoy me da contento.
Yo no diré cuál es
mi dicha, Orfeo, al verte a ti dichoso,
que mi corazón no está conmigo,
pues contigo partió en compañía de Amor.
Pregúntale, pues, a él, si saber deseas
con qué dicha se alegra
y cuánto te ama.
Dejad los montes, dejad las fuentes, lindas y alegres ninfas,
y en estos prados con los bailes al uso dejad que brinquen los hermosos pies.
Que el sol contemple vuestros bailes, mucho más hermosos que aquellos
que le bailan a la luna en el cielo en la noche oscura las estrellas.
Ven, Himeneo, ah, ven,
y sea tu antorcha ardiente como un naciente sol
que traiga a estos amantes días serenos
y se lleve bien lejos los horrores y sombras
de las angustias y el tormento.
Pero si nuestra dicha procede del cielo
como viene del cielo todo aquello que aquí abajo se encuentra,
es justo que, devotos, incienso y ofrendas le ofrezcamos.
Que todos dirijan, pues, sus pasos hacia el templo,
a rezar a aquél en cuya diestra se halla el mundo,
para que largamente conserve nuestra dicha.
Que nadie, desesperado, se entregue como presa del dolor,
aunque en ocasiones nos asalte
con tal fuerza que incierta torna nuestra vida.
Porque después de que una malvada nube, su seno rebosante
de negra tempestad, haya aterrado al mundo,
con más fulgor despliega el sol sus luminosos rayos.
Y tras el duro hielo del desnudo invierno
con flores viste los campos Primavera.
Aquí está Orfeo,
para quien alimento fueron hace poco los suspiros,
bebida el llanto:
hoy es tan feliz
que ya no hay nada que anhelar pueda.
Mirad que vuelvo con vosotros, queridos bosques y amadas colinas,
bendecidas por ese sol que ha devuelto los días a mis noches.
Mira, Orfeo, cómo nos atrae hacia ella la sombra de esas hayas,
ahora que Febo lanza sus fogosos rayos desde el cielo.
Reposemos en estas verdes riberas, y que de diversos modos
cada uno haga oír su voz con el murmullo de las aguas.
A este florido prado todos los dioses del bosque
suelen acudir a menudo a pasar unas horas dichosas.
Aquí a Pan, dios de los pastores, se ha oído a veces lamentándose
al recordar dulcemente sus amores desdichados.
Aquí las lindas dríades, siempre recubiertas de flores,
han sido vistas recogiendo rosas con sus cándidas manos.
Haz, pues, dignos, Orfeo, del sonido de la áurea lira
a estos campos donde sopla una brisa con fragancias de Saba.
¿Recordáis, bosques umbrosos,
mis largos y ásperos tormentos,
cuando las rocas respondían, apiadándose de mis lamentos?
Decidme, ¿no os parecía entonces
más desdichado que ningún otro?
Ahora la fortuna ha cambiado el sino
y los pesares ha tornado en júbilo.
Ya viví triste y doliente,
ahora me alegro, y esos tormentos que sufrí tantos años
me hacen querer más la dicha presente.
Sólo por ti, hermosa Euridice,
bendigo mi tormento;
tras el pesar, más contento se está,
tras el dolor, más feliz se es.
Mira, ah, mira, Orfeo,
que a tu alrededor
ríe el bosque y el prado ríe.
Sigue, pues, con tu dorado plectro,
endulzando el aire de tan dichoso día.
¡Ay, lance acerbo!
¡Ay, sino impío y cruel!
¡Ay, estrellas funestas!
¡Ay, cielo avaro!
¿Qué sonido quejumbroso perturba el día dichoso?
Pobre de mí, ¿debo entonces,
mientras Orfeo el cielo consuela con su música,
traspasar su corazón con mis palabras?
Ésta es la gentil Silvia,
compañera dulcísima de la hermosa Euridice:
¡Oh, cuánto dolor en su semblante!
¿Qué habrá pasado ahora?
Ah, dioses supremos, no apartéis la benigna mirada de nosotros.
Pastor, dejad el canto,
que toda nuestra alegría en dolor se ha mudado.
¿De dónde vienes? ¿Adónde vas? Ninfa, ¿qué nuevas traes?
A ti vengo, Orfeo, mensajera infeliz
de un hecho más infeliz y más funesto:
tu hermosa Euridice...
Ay, ¿qué oigo?
Tu amada prometida...
está muerta.
¡Ay de mí!
En un prado florido, con otras compañeras suyas,
iba cogiendo flores para hacer una guirnalda para sus cabellos,
cuando un insidioso áspid, escondido entre la hierba,
le picó un pie con venenoso diente.
Y al momento se vio palidecer su hermoso rostro
y en sus ojos esas luces apagarse
con las que hacía al sol avergonzarse.
Entonces todas, aterradas y tristes, acudimos a su alrededor,
intentando revivir en ella los sentidos perdidos con fresca agua
y poderosos conjuros.
Pero nada sirvió, ay,
porque entreabriendo un poco sus ojos,
y a ti llamándote, Orfeo,
tras un profundo suspiro,
expiró entre estos brazos,
y yo quedé
con mi corazón de piedad y espanto lleno.
¡Ay, lance acerbo!
¡Ay, sino impío y cruel!
¡Ay, estrellas funestas!
¡Ay, cielo avaro!
Con la amarga noticia parece el infeliz cual muda roca
pues tanto es el dolor que no puede dolerse.
Ay, un corazón tendría de tigre o el de un oso
quien no sintiera piedad de tu desgracia,
privado de tu tesoro, desdichado amante.
Estás muerta,
estás muerta, vida mía,
¿y yo respiro?
De mí te has ido,
de mí te has ido para jamás volver,
¿y yo aquí sigo?
No, no,
que si mis versos algún poder mantienen,
iré sin duda a los abismos más profundos,
y, ablandado el corazón del Rey de las tinieblas,
te traeré conmigo a volver a ver las estrellas,
o, si esto me negara el cruel destino,
me quedaré contigo en compañía de la muerte.
Adiós, tierra,
adiós, cielo,
y sol, adiós.
¡Ay, lance acerbo!
¡Ay, sino impío y cruel!
¡Ay, estrellas funestas!
¡Ay, cielo avaro!
No confíe el hombre mortal en la frágil y efímera dicha,
pues pronto huye,
y a menudo el precipicio se halla pegado a la gran cima.
Pero yo, que he traído el cuchillo en esta lengua
que ha desangrado de Orfeo el alma amante,
odiada por los pastores y las ninfas,
odiada por mí misma,
¿dónde me escondo?
Murciélago funesto, huiré siempre del sol
y en solitaria cueva llevaré una vida
a mi dolor conforme.
¿Quién nos consuela, infelices?
¿O quién nos concederá en ojos viva fuente
para poder llorar como es debido
en este triste día,
tanto más triste por haber sido más dichoso?
Hoy un cruel torbellino
las dos luces excelsas de estos nuestros bosques,
Euridice y Orfeo,
ella picada por un áspid,
traspasado él por el dolor,
ay, ha apagado.
¡Ay, lance acerbo!
¡Ay, sino impío y cruel!
¡Ay, estrellas funestas!
¡Ay, cielo avaro!
Pero, ¿dónde, ah, dónde están ahora
los hermosos y fríos miembros de la desdichada ninfa,
donde eligió instalarse esa alma hermosa
que hoy ha partido en la flor de sus días?
Vamos, pastores, vamos
devotamente a encontrarlos y con amargas lágrimas
rindamos al menos el debido homenaje,
rindámoslo al menos al cuerpo exangüe.
¡Ay, lance acerbo!
¡Ay, sino impío y cruel!
¡Ay, estrellas funestas!
¡Ay, cielo avaro!
Acompañado por ti, mi diosa Esperanza,
Esperanza, única dicha de los afligidos mortales,
por fin he llegado a estos tristes y tenebrosos reinos
donde un rayo de sol jamás llegó.
Tú, mi compañera y guía,
por caminos tan ignotos y extraños
condujiste mis débiles y vacilantes pasos
donde aún hoy espero volver a ver los dichosos luceros
que son los únicos que el día llevan a mis ojos.
Ésta es la terrible laguna, éste el barquero
que transporta los desnudos espíritus a la otra orilla,
donde tiene Plutón el vasto imperio de las sombras.
Más allá de esa negra laguna, más allá de ese río,
en esos páramos de llanto y de dolor,
el destino cruel te esconde a toda tu dicha.
Ahora se necesita un gran valor y un hermoso canto.
Hasta aquí te he guiado,
ahora ya no puedo seguir contigo,
pues una amarga ley lo impide.
Una ley con hierro escrita en la dura roca
en el terrible umbral de este profundo reino,
que de este modo expresa su espantoso sentido:
''Dejad toda esperanza los que entráis''.
Por eso, si en tu corazón estás decidido
a poner el pie en la ciudad del dolor,
de ti me alejo y regreso a mi habitual morada.
¿Dónde, dónde te vas,
el único y dulce consuelo de mi corazón?
Ahora que por fin no lejos se descubre la puerta de mi largo camino,
¿por qué te vas y me abandonas, ay, en el peligroso trance?
¿Qué bien me queda ahora si tú huyes,
dulcísima Esperanza?
Oh, tú, que temerario te acercas ante la muerte a estas orillas,
detén tus pasos.
Estas aguas surcar a un hombre mortal no es permitido,
ni puede hallar con los muertos aposento aquel que vive.
¿Qué? ¿Acaso quieres que, contrariando a mi Señor,
Cerbero sea apartado de las puertas del Tártaro?
¿O quieres raptar a su amada consorte
con el corazón inflamado de impúdico deseo?
Pon freno a tu loca audacia, porque en mi barca
ya no acojo jamás a un cuerpo vivo
pues de antiguos ultrajes aún conserva mi alma
amarga memoria y justa furia.
Espíritu poderoso,
y dios temible,
sin el que el alma del cuerpo separada
pretende en vano pasar a la otra orilla.
No vivo, no,
que tras verse privada de su vida
mi querida esposa,
el corazón ya no está conmigo,
¿y cómo podría vivir sin corazón?
Hacia ella...
he emprendido camino
por el aire ciego,
mas no al infierno, que doquiera que esté
tanta belleza
allí está el paraíso.
Yo soy Orfeo,
que sigue los pasos de Euridice
por estos parajes tenebrosos,
donde jamás estuvo hombre mortal.
Oh, serena luz de mis ojos,
si una mirada vuestra puede devolverme a la vida,
ay, ¿quién niega el consuelo a mis pesares?
Sólo tú, noble Dios, puedes darme ayuda,
no has de temer, pues mis dedos solamente se arman
con las suaves cuerdas de una dorada lira
contra la cual en vano se endurece el inflexible alma.
Bien me seducen deleitándome el corazón,
cantor desconsolado, tu llanto y tu canto.
Pero lejos, ah, lejos queda la piedad de este pecho,
un sentimiento de mi valor indigno.
¡Ay, amante desdichado! ¿No puedo esperar entonces
que oigan mis ruegos los habitantes del Averno?
Cual sombra errante de un infeliz cadáver insepulto,
¿privado estaré del Cielo y del Infierno?
¿Así lo quiere una suerte cruel,
que en estos horrores de muerte, lejos de ti, corazón mío,
grite tu nombre en vano,
y rogando y llorando me consuma?
Devolvedme a mi amada,
dioses del Tártaro.
Él duerme,
y si mi lira no despierta piedad en su corazón endurecido,
al menos sus ojos no pueden rehuir el sueño cuando canto.
¡Arriba, pues! ¿A qué tanta demora?
Ya es momento de cruzar a la otra orilla,
si no hay nadie que lo impida,
valga la audacia si vanos son los ruegos.
La ocasión es una hermosa flor que debe ser cortada a tiempo.
Mientras estos ojos derraman torrentes de lágrimas amargas,
devolvedme a mi amada,
dioses del Tártaro.
Ningún empeño humano se intenta en vano,
ni sabe armarse natura contra él:
él ha arado los ondulados campos del quebrado llano,
y sembró de sus esfuerzos las semillas
para luego recoger doradas mieses.
Así, para que perdurase la memoria de su gloria,
la Fama ha soltado su lengua para hablar de aquél
que puso freno al mar con frágil barca
y despreció de Austro y de Aquilón la furia.
Señor, ese infeliz,
que por estos vastos dominios de la muerte
va llamando a Euridice,
al que acabas de oír tan dulcemente lamentarse,
ha despertado en mi corazón tanta piedad
que vuelvo de nuevo a implorarte
que tu divinidad acceda a sus súplicas.
Ah, si de estos ojos alguna vez obtuviste amorosa dulzura,
si te agradó la tersura de esta frente que tú llamas tu cielo,
entonces júrame no envidiar su suerte a Júpiter,
te ruego
que por ese fuego con que Amor tu gran alma prendió,
haz que vuelva Euridice
a gozar de esos días que pasar solía viviendo en fiesta y canto,
y consuela el llanto del infeliz Orfeo.
Aunque el severo e inmutable sino
se oponga, amada esposa, a tus deseos,
nada se niegue ahora a tal belleza
unida a tantos ruegos.
Que a su querida Euridice
pese al fatal decreto
Orfeo la reencuentre.
Pero antes de que su pie abandone estos abismos
que sus ávidos ojos no se vuelvan jamás hacia ella,
pues una sola mirada, sin remedio, traerá la eterna pérdida.
Así lo ordeno.
Dad ahora a conocer, mis siervos,
mi voluntad por todo mi Reino,
así lo sabrá Orfeo y lo sabrá Euridice
y nadie puede esperar que nada cambie.
Oh, poderoso Rey de quienes moran en las eternas sombras,
vuélvase ley tu orden,
pues nuestro pensamiento no ha de buscar
otras razones ocultas de tu voluntad.
¿Sacará Orfeo a su esposa de estas horribles cavernas,
se servirá de su talento
para que no le venza el juvenil deseo
ni caiga en el olvido la orden implacable?
¿Qué gracias puedo darte ahora que don tan noble
has concedido a mi ruego, bondadoso Señor?
Bendito sea el primer día en que te agradé,
bendito el rapto y el dulce engaño,
porque, para mi dicha, te gané
aunque perdiera el sol.
Tus dulces palabras
reviven en mi corazón de amor la antigua herida;
que tu alma no vuelva a anhelar los placeres del cielo
abandonando así tu lecho conyugal.
Hoy Piedad y Amor
triunfan en el Infierno.
Aquí está el noble cantor,
que conduce a su esposa arriba hacia los cielos.
¿Qué honor será digno de ti, mi omnipotente lira,
si has podido ablandar en el reino de Tártaro todo corazón endurecido?
Tendrás un lugar entre las más bellas imágenes celestes,
donde las estrellas bailarán en corro, rápidas o lentas, con tu música.
Plenamente dichoso gracias a ti, contemplaré el amado rostro,
y seré hoy acogido en el blanco pecho de mi amada.
Pero mientras canto, ay,
¿quién me asegura que ella me sigue?
Ay, ¿quién me esconde la dulce luz de los amados ojos?
¿Acaso los dioses del Averno, por la envidia empujados,
para que yo no sea plenamente feliz aquí abajo,
me impidieron miraros, dichosos y radiantes ojos,
que con la sola mirada podéis extasiar a otros?
Pero, ¿qué temes, corazón mío?
Lo que Plutón prohíbe Amor lo manda.
A una divinidad más poderosa, que vence a hombres y dioses,
habré de obedecer.
Pero, ¿qué oigo, pobre de mí? ¿Acaso se arman las furias enamoradas
en mi contra y me arrebatan mi único bien,
y yo lo permito?
Oh, dulcísimos ojos, ya os veo,
ahora yo...
pero, ¿qué eclipse, ay, os oscurece?
La ley has infringido, e indigno eres de perdón.
Ay, visión demasiado dulce
y demasiado amarga.
¿Así me pierdes, por exceso de amor?
Y yo pierdo, infeliz,
poder seguir gozando de luz y de la vida,
y al tiempo te pierdo
a ti, más querido que cualquier otra cosa,
consorte mío.
Vuelve a las sombras de la muerte, infeliz Euridice,
no esperes más volver a ver las estrellas,
pues a partir de ahora el infierno sordo será a tus ruegos.
¿Adónde vas, vida mía?
Mira, yo te sigo.
Pero, ¿quién, ay, me lo impide? ¿Sueño o deliro?
¿Qué poder oculto de estos horrores, de estos amados horrores
me arrastra a mi pesar y me conduce a la odiosa luz?
La virtud es un rayo de celestial belleza,
prenda del alma donde sólo se le valora.
Ella no teme los ultrajes del tiempo,
al contrario, los años mayor esplendor brindan al hombre.
Orfeo venció al infierno
y luego fue vencido
por sus emociones.
Sólo es digno de eterna gloria quien logra la victoria sobre sí.
Estos son los campos de Tracia,
y éste es el lugar donde me traspasó el corazón
mi dolor por la amarga nueva.
Como he perdido la esperanza de recuperar rogando,
llorando y suspirando mi tesoro perdido,
¿qué puedo hacer que no sea
volverme hacia vosotros,
dulces bosques, consuelo en un tiempo de mis tormentos,
mientras agradó al cielo,
para que os compadezcáis sufriendo
de mis sufrimientos?
¡Os lamentasteis, montes, y vosotras llorasteis,
rocas, al partir nuestro sol
y yo seguiré llorando siempre con vosotras,
y me entregaré siempre al dolor y al llanto!
''...al llanto!''
Dulce y amoroso eco que estás desconsolado,
y quieres consolarme en mi desdicha,
aunque estos ojos míos dos fuentes son ya tras tanto llanto,
en tan terrible y cruel desgracia
aún no derramé llanto bastante.
''...bastante!''
Si tuviese los ojos de Argos,
y un mar de llanto todos vertieran,
no bastaría su dolor para tanta pena.
''...pena!''
Si te apiadas de mi desdicha
te agradezco tu amabilidad.
Pero mientras me lamento, ay,
¿por qué me respondes sólo con las últimas sílabas?
Devuélveme completos mis lamentos.
Pero tú, alma mía,
si tu fría sombra alguna vez vuelve
a estas tierras amigas,
acepta ahora de mí estas postreras loas
que ahora mi lira y mi canto te consagran.
Igual que, en el altar del corazón,
ya te ofrecí en sacrificio mi ardiente espíritu.
Fuiste hermosa y sabia,
y a ti te prodigó cortés el cielo todas sus gracias,
mientras con todas las demás escatimaba dones.
Te mereces todas las alabanzas en las lenguas todas,
porque acogiste en hermoso cuerpo un alma aún más hermosa,
más digna de honor por ser menos altiva.
Ahora otras mujeres son soberbias y pérfidas,
despiadadas y caprichosas con quien las adora,
privadas de juicio y de todo noble pensamiento,
por lo que su conducta no se alaba en justicia.
¡No traspase por ello Amor mi corazón
con dorada flecha por una mujer vil!
¿Por qué te entregas, hijo, como prenda del dolor y del tormento?
Un corazón generoso no aconseja, no,
servir a las propias pasiones.
Como te veo dominado por el reproche y el peligro,
he venido del cielo para ayudarte.
Ahora escúchame
y tendrás alabanza y vida.
Padre gentil, llegas cuando mayor es mi necesidad,
que a un fin desesperado con un dolor inmenso
ya me habían conducido la furia y el amor.
Escucho, pues, atento tus palabras,
padre celestial: tu voluntad imponme.
Mucho disfrutaste de tu feliz fortuna;
ahora mucho lloras tu suerte acerba y dura.
¿Aún no sabes que nada aquí abajo, si da placer, perdura?
Si quieres gozar, pues, de una vida inmortal
vente conmigo al cielo, que te invita.
¿ Ya no volveré a ver los dulces ojos de la amada Euridice?
En el sol y las estrellas contemplarás su hermoso rostro.
No sería un hijo digno de tal padre
si no siguiese tu fiel consejo.
Subamos, subamos
cantando al cielo,
donde la verdadera virtud recibe un digno premio,
felicidad y paz.
Ve, Orfeo, de dicha lleno, a disfrutar los honores del cielo,
donde nunca falta el bien, donde jamás hubo dolor.
Mientras altares, inciensos y votos te ofrecemos contentos y devotos.
Así va quien no se arredra ante la llamada del dios eterno,
así obtiene la gracia en el Cielo quien aquí abajo conoció el Infierno.
Y quien siembra entre sufrimientos recoge el fruto de toda gracia.