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Un obstinado gesto orienta la mirada hacia la visión de una supuesta historia natural.
Verdes claros, aguados, amarillos purísimos, superpuestos a tierras oscuras,
soportan la aparición de imaginarios seres, dispuestos a franquear la frontera vegetal.
Deliberadamente el arte se ha decidido a ser el mundo
y su propósito de hacerlo visible cede a la tentación de la visión misma.
Y hacer posible la visión significa asumir el trabajo del descrifamiento global
que devuelva al orden natural su densidad primera, su enigma.
La búsqueda coincide con el descubrimiento
del lugar del que provienen las formas de la realidad.
Este intento hace necesaria la metamorfosis de la mirada del pintor.
Este cede la iniciativa a la naturaleza, arrastrada por el choque de su desigualdad
y tintada ahora en la escena imaginaria de la representación.
Es así que surgen esas formas dolientes, feroces o ingenuas, que se inflaman de reflejos recíprocos,
creando algo así como un virtual reguero de fuego sobre unas pedrerías,
reemplazando la percepción visual por el latido natural originario.
Este irrumpir de la naturaleza en el cuadro, más allá de preceptivas ópticas,
reclámase de una explícita fidelidad barroca.
Esa materia incendiada, señal de fuego que arde sin consumirse,
ese dolor triste y alegórico, la intensa soledad mostrada, definen un difícil habitar barroco.
No es sólo la obra la que se mueve bajo la mirada, se cotrae, se alarga o se funde,
sino que toda la estrategia de Cerezo Montilla oriéntase a probar indefectiblemente
que la pintura no es -o no es ya - el arte de imitar el mundo,
sino el de dar una conciencia plástica a nuestro instinto.
¿Este descenso a la naturaleza no es acaso lo que nos permite
descubrir ese sistema de correspondencias, afinidades y secretas pertenencias,
que recorren el orden de la materia, de la que la pintura es su alegoría?.
Bien es cierto que nombrar ese mundo sólo es posible en el recurso al tiempo de una memoria
que guarda los secretos de otro tiempo, cuya medida se nos escapa.
Apenas inquietantes parábolas sin ecuación podrían ser la medida de aquel horizonte confuso.
En su lugar, los ríos plateados, los espejos, como lugar de la visión.
Nadie sabe a ciencia cierta lo que en realidad son,
tan sólo sabemos que es en el breve territorio de estos enigmáticos jardines de plata
donde naufraga la evidencia e ingresamos en el laberinto de la memoria
de un tiempo que Mnemosyne custodia contra Xronos.