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S E G U N D O D I S C U R S O C O N T R A C A T I L I N A
(Ante el Pueblo.)
Por fin, ciudadanos, a ese frenético Lucio Catilina que no escuchaba más que los dictados
de su audacia, que no respiraba más que la traición, que con mano sacrílega preparaba
la ruina de la patria, que os amenazaba sin cesar, a vosotros y a la ciudad entera, con
el hierro y el fuego, lo hemos echado de Roma; o, si se quiere, le hemos abierto las puertas
de la ciudad y le hemos acompañado para despedirlo. Se ha ido, se ha alejado, se ha escapado,
ya está fuera de nuestros muros. De ahora en adelante, ese prodigio, ese monstruo de
maldad, no seguirá preparando al abrigo de Roma la destrucción de Roma. La guerra civil
no tenía otro jefe, y ese jefe está vencido, su mortífero puñal no puede seguir buscando
el camino de nuestros corazones; ya no tenemos por qué temblar en el Campo de Marte, en
el Foro, en el Senado, en el recinto de nuestras casas. Expulsado de nuestra ciudad, ha perdido
ya su posición. Al presente es un enemigo declarado; nada puede impedirnos que le hagamos
una guerra abierta. Pero, ¿qué digo? Ya está vencido, aniquilado: hemos conseguido
contra él una victoria completa al forzarle a renunciar a sus manejos traidores, al obligarle
a declararse públicamente en abierta y franca rebeldía. No ha podido satisfacer su voto
de clavar en nuestro seno un puñal ensangrentado; partió sin habernos arrebatado la vida; le
hemos arrancado el hierro de la mano. Se fue dejando a los ciudadanos llenos de vida y
a Roma en pie, ¡haceos cargo de su dolor y su desesperación! Sí, romanos, está vencido,
impotente y anulado; se siente herido en el corazón y, no lo pongáis en duda, al volver
su vista a la ciudad gimiendo por verla a salvo de su furor, comprende que la ciudad
está llena de alegría por haber vomitado de su seno y arrojado lejos esa plaga.
No obstante, si alguno de vosotros, por efecto natural del celo que debiera enardecernos
a todos, entendiere que es una falta esa evasión de que envanezco y glorifico; si hay entre
vosotros quien me censure por haber dejado que se fuera un enemigo tan temible, en vez
de asegurarme de su presencia, creed, ciudadanos, que la falta, si lo fuere no se me debe imputar,
porque no es mía sino de las circunstancias. Tiempo hace, efectivamente, que Catilina debió
dejar de existir, expiando en el último suplicio la enormidad de sus culpas; confieso que el
ejemplo de nuestros antepasados, la severidad de las leyes de este imperio, el interés
del Estado, me lo prescribían. ¡Pero cuántos, decidme, se hubieran resistido a creer en
los crímenes que yo denunciaba! ¡Cuántos, en su ceguedad, los hubieran tenido por quimeras!
¡Cuántos hubieran hecho su apología! A pesar de todo, si la muerte de Catilina me
hubiese parecido un medio seguro y eficaz de apartar de vosotros todo peligro, hace
tiempo que yo le hubiera hecho desaparecer a costa de mi tranquilidad y aun de mi vida.
Pero yo veía que la conspiración, evidente para mí, no era un hecho claro para todos;
yo sabía que haciéndolo perecer del modo que merece le daba una aureola de víctima,
y el odio que contra mí estallara me impediría perseguir y castigar a sus cómplices. He
llevado, pues, las cosas a punto de que podáis combatirlo abiertamente, como enemigo declarado.
Y ese enemigo me pareced tan poco temible una vez fuera de Roma, que por mi parte siento
haberlo visto marcharse con tan escasa gente. ¡Ojalá se hubiera llevado un séquito numeroso!
¡Es lástima que no le hayan seguido todas sus fuerzas! ¿Y a quién se ha llevado? A
un Tongilio, objeto de los amores infames de su primera juventud; a un Publicio y un
Munacio, conocidos por sus deudas. Son más peligrosos los que nos ha dejado.
Cuando comparo el ejército de Catilina a esas legiones que Metelo ha conducido al Piceno
y a las Galias, y aun a las levas que hacemos todos los días, no puedo menos de despreciar
aquel montón de viejos sin recursos, de labriegos arruinados, de campesinos disipadores, de
negociantes en quiebra, gentecilla toda que se desbandará, no digo yo cuando vea las
puntas de nuestras armas, sino a la vista de un edicto del pretor. Hay otros que bullen
en el Foro, que asedian el Senado, que se sientan entre los senadores, todos ellos perfumados
y vestidos de brillante púrpura: son estos los que yo querría que Catilina se los hubiera
llevado. Si se obstinan en permanecer entre nosotros, no olvidéis que un ejército es
menos peligroso que los desertores y espías del mismo ejército; los considero tanto más
peligrosos, porque sabiendo ellos que estoy al corriente de sus planes se muestran confiados,
no se asustan. Conozco bien todo lo que tramaron anteanoche; no ignoran que lo sé, puesto
que lo he dicho en el Senado. Catilina mismo, oyéndome, tembló y ha huido; pero ellos,
¿qué esperan? ¿Qué hacen aquí? Se equivocan si creen que no ha de tener fin mi longanimidad.
He logrado mi objeto: os he hecho ver que a la faz del cielo se ha fraguado contra la
república una gran conjuración; no creo que ninguno de vosotros piense que gentes
tan semejantes a Catilina puedan no estar animadas de las mismas intenciones que Catilina.
La hora de la indulgencia ha pasado. La situación nos impone el rigor como una ley. Con todo,
quiero todavía ofrecerles una gracia, la última: que salgan de Roma, que se vayan,
que no tarden en ir a consolar a Catilina, ansioso de volverlos a ver. Yo les indicaré
la ruta: él ha marchado por la vía Aurelia. Si quieren apresurarse, lo alcanzarán esta
misma noche. ¡Oh, cuán feliz sería la república si al fin se purgara de esa hez! Catilina
mismo es, hasta ahora, el único expulsado de su seno y ya ella siente un gran alivio,
parece que renace. ¿Qué crímenes, que horrores se pueden imaginar que él no haya concebido
y acariciado? ¿Existe en Roma, en toda Italia, algún envenenador, algún bandolero, algún
falsario, algún parricida, algún disipador, algún adúltero que no haya vivido con Catilina
en la más íntima familiaridad? ¿Qué asesinato se ha cometido aquí, desde hace algunos años,
en que él no haya sido cómplice? ¿De qué prostitución no ha sido agente? ¿Quién
posee en tan alto grado el arte del soborno, quién su habilidad para seducir y corromper
a nuestra juventud, prometiendo a los unos los más impuros placeres, a los otros el
salario de su libertinaje, a este la muerte de su padre, a aquel las infamias más horrendas?
¡Y cómo ha sabido reclutar en la ciudad y en el campo un ejército de forajidos! No
hay en toda Italia un hombre perdido, cargado de deudas y desacreditado, que él no haya
recogido para hacerlo entrar en tan abominable asociación.
Juzgad de su destreza para cambiar de gustos y aficiones según las circunstancias: no
hay en las salas de esgrima un gladiador felón y mercenario que no se diga amigo íntimo
de Catilina; no hay en el teatro un pícaro, un depravado, un histrión que no se dé por
compañero suyo de vicios y placeres; y a ese hombre, amoldado a la práctica todas
las impurezas y de todos los crímenes, le han hecho aquellos miserables una reputación
de hombre valiente, insensible al frío, al hambre, a la sed, a las vigilias, mientras
él aplicaba al desenfreno y a los más audaces atentados los dones de la inteligencia y la
virtud. Si todos sus cómplices le hubieran seguido,
si Roma se hubiera descartado ya que toda esa turba inmunda, ¡qué fortuna tan grande
para la República!, ¡qué gloria a la vez para mi consulado! Sí, porque sus pasiones
han rebasado todos los límites, su audacia ha llegado a ser intolerable: no sueñan más
que en incendios, pillajes y matanzas; todos ellos han disipado sus patrimonios, han devorado
sus bienes. Sin riqueza ni crédito, conservan todavía los deseos desenfrenados que en la
abundancia henchían sus corazones. Si, a lo menos, en el juego y las orgías sólo
buscaran los goces de la embriaguez y el vicio, aún despreciándolos los se les podría soportar.
Pero, ¿cómo aguantar que esos insensatos y cobardes, siempre beodos, atenten sin cesar
a la vida y la honra de hombres justos, discretos, sobrios y formales? Me parece estarlos viendo,
lánguidamente acostados en torno de una mesa, con mujeres impúdicas entre los brazos, hartos
de vino, coronados de flores, inundados de perfumes, temblando de lujuria, barajando
en sus conversaciones los hipos de su embriaguez y de la gula con las amenazas de incendio
y carnicería que meditan contra Roma y los buenos ciudadanos.
Si, tengo confianza en que la hora fatal se aproxima para ellos; va a sonar la hora del
castigo, que provocando están desde hace largo tiempo su perversidad y su libertinaje.
Si mi consulado, no pudiendo curar los miembros de agregados, los cercena, habrá conseguido
prolongar la duración de este imperio, no algunos años sino varios siglos. En efecto,
no hay ya nación alguna que podamos temer, no hay rey que pueda atacar al pueblo romano.
En el exterior todo está en calma: el valor de un solo hombre ha pacificado la tierra
y el mar; es en el interior donde se encierra el peligro, donde están los enemigos, donde
se anuncian las hostilidades. Pero los enemigos que hemos de combatir son los vicios, los
desenfrenos y la perversión. ¡Romanos, yo me declaró caudillo en esta guerra! El odio
de los perversos, yo lo tomo sobre mí. Todo lo que no sea incurable, se hará lo posible
por curarlo; pero si hay miembros enteramente podridos, se amputarán antes que permitir
la pérdida del estado. Váyanse, pues, o que se estén tranquilos; y si no quieren
ni salir de Roma ni renunciar a sus planes, aguarden los castigos que merecen.
No falta, Romanos, quien os diga que soy yo el perseguidor de Catilina, el que una orden
tiránica lo ha desterrado de Roma. Si tuviera yo poder para dictar esas órdenes, desterraría
igualmente a los que tal os dicen. ¡Ah! Ese pobre Catilina, hombre tímido sin duda y
de extremada modestia, no ha podido sostener la voz ni la mirada del cónsul: a la primera
indicación de destierro, obedeció y partió. Oíd la verdad: ayer, después de una tentativa
de homicidio contra mí, en mi propia casa, convoqué el Senado en el templo de Júpiter;
di cuenta de todo a los padres conscritos, Catilina compareció: ¿hubo algún senador
que se acercara a él ni que le saludara? Todos le miraron como se mira, no a un ciudadano
peligroso, no al hombre de quien se teme o se sospecha algo, sino al más terrible de
los enemigos. Los jefes mismos de la augusta asamblea se alejaron del escaño en que el
traidor acababa de sentarse, dejando el banco vacío. Después, este cónsul tiránico y
violento que con una palabra destierra a un ciudadano, según os dicen los murmuradores,
le preguntó si había concurrido o no a una junta celebrada por la noche en casa de Marco
Lecca. A pesar de audacia, el interrogado no se atrevió a responder. Entonces yo lo
dije todo: expuse lo que había pasado, lo que se había acordado, el plan de guerra
trazado en aquella junta. Al verle abrumado y cohibido, le pregunté por qué titubeaba
en efectuar lo que meditaba tanto tiempo hacía, en marcharse al campo de los suyos, a donde
yo sabía que con anticipación había remitido armas y pertrechos, y hasta el águila de
plata a la que había levantado en su vivienda un altar impío: ya veis en qué forma desterré
a un hombre que contra nosotros iba a sublevarse con las armas en la mano. En efecto, si Manlio,
un centurión, ha venido a situar su campamento a la vista de Tesulano, ciertamente no es
en su propio nombre esa declaración de guerra.
¡Triste condición la del que tiene que gobernar, ¿gobernar he dicho? que salvar la república!
Hoy que mi vigilancia, mis esfuerzos y mi abnegación han desconcertado a Catilina,
si él cambiara de repente, si mudara de resolución y abandonara a sus cómplices, renunciando
a sus proyectos de guerra, dejando la senda del crimen y de la rebelión para tomar el
camino de la fuga y el destierro, ya no sería un culpable cuya audacia hubiera yo desarmado,
a quien mi actividad y mi celo hubieran quitado las esperanzas y deshecho las maquinaciones;
para muchos, no sería ya nada de eso, pues lo tendrían por un inocente obligado a expatriarse
por las amenazas, las violencias, la tiranía del cónsul. Habría personas que no vieran
en él a un culpable, sino a una víctima; ni vieran en mí al más vigilante de los
cónsules, sino al más cruel de los tiranos. Pues bien, eso no importa, Romanos; estoy
dispuesto a arrostrar todas las tempestades del odio y la malquerencia, con tal que aleje
de vosotros los riesgos y desastres de una guerra sacrílega. Dígase que yo lo he desterrado
sin razón, consiento que lo digan, con tal que se vaya a su destierro. Pero, creedme,
no se irá. Lejos de mí el pensamiento de pedir que, para cerrar la boca a la calumnia,
sepáis que viene sobre Roma al frente de un ejército y provocando al pueblo con las
armas en la mano. Pero es un hecho que sabréis antes que pasen tres días; y temo que bien
pronto se me critique por haberlo dejado irse, no por haberlo desterrado. Puesto que se atreven
a decir que ha sido injustamente expulsado un hombre que se ha ido libremente, ¿qué
no dirían si yo le hubiera hecho morir? Por otra parte, verdad es que al asegurar que
va a Marsella, más bien lo temen que lo lamentan. Y han de temerlo; entre todos esos hombres
de corazón compasivo, no hay uno que no prefiera verlo en el campo de Manlio que entre los
marselleses. En cuanto a él, aunque no fuera premeditada su acción, preferiría la muerte
de un bandolero a la vida de un desterrado. Después de todo, puesto que siguen en pie
sus esperanzas, no ha experimentado más contrariedad que la de haber salido de Roma sin habernos
asesinado; y siendo así, deseemos que se vaya al destierro en lugar de lamentarlo.
Pero ¿por qué hablar tanto de un solo enemigo, de un enemigo declarado, de un enemigo a quien
no temo desde que, de conformidad con mis deseos, entre él y nosotros se levanta un
muro? ¿Es que no existe más enemigo que él? De los enemigos secretos que permanecen
en Roma, que están entre nosotros, ¿no debemos decir nada, no tenemos nada que decir? Por
mi parte, me siento menos inclinado a hacer con ellos lo que sería justo que a llamarlos
al deber, a reconciliarnos con la patria, si es que puedo. ¿Y por qué no he de poder?
Que me escuchen, y yo respondo del éxito. Veamos ante todo, Romanos, qué clases de
hombres han formado ese partido; ellos verán después en mis consejos un buen remedio,
si quieren aprovecharlo. Se compone ese partido, en primer término,
de algunos deudores recalcitrantes que tienen todavía más de lo que deben, pero tan apegados
a sus bienes que son malos pagadores. Esa es la clase más honorable en apariencia,
porque esos hombres son ricos; pero en el fondo inspiran repugnancia. ¡Cómo! ¿sois
poderosos, poseéis tierras, casas, argentería, esclavos y otras cosas, y no queréis desprenderos
de nada para pagar vuestras deudas? ¡Y esperáis la guerra, la deseáis! ¿Pero habéis creído
que en la hora del pillaje van a ser inviolables vuestras posesiones? ¿Qué tendrá vuestra
hacienda mejor suerte que la de los demás? ¿Qué se abolirán las deudas? ¡Qué error
si algo de eso esperáis de Catilina! Soy yo quien hará establecer nuevos registros
de la propiedad, para venderlas; único medio de que salden sus cuentas ciertos propietarios.
Si lo hubieran hecho antes ellos mismos, si no se hubieran obstinado en ser defraudadores
y malos pagadores, serían hoy más ricos y mejores ciudadanos. Sea como quiera, las
gentes de esa clase me parece que son las menos temibles, porque pueden cambiar de pensamiento;
y aunque persistan, los creo más capaces de hacer votos por la ruina de la patria que
de tomar las armas contra ella.
La segunda clase de las que componen el partido está formada por hombres que, desde el fondo
del abismo al que sus deudas los han precipitado, aspiran al poder, intentan apoderarse del
gobierno; y no pudiendo adquirir distinciones y honores en la calma y la normalidad, esperan
alcanzarlos a favor de los disturbios. Debo advertirles, y esta advertencia la hago para
todos; que no esperen nada de las turbulencias, que no se fíen de los esfuerzos que hagan;
sepan, en primer lugar, que aquí estoy yo velando, actuando, proveyendo a la salvación
de la república; sepan, asimismo, que los buenos ciudadanos están muy animosos, estrechamente
unidos y que, además de ser muy numerosos, están sostenidos por imponentes fuerzas militares;
sepan, en fin, que este pueblo invencible, este glorioso imperio, esta ciudad soberana,
verán a los dioses inmortales acudiendo a defenderlos contra la audacia de los malhechores.
Y aunque lograran lo que tanto anhelan, aunque obtuvieran lo que tanto y con tal furor codician,
a costa sería de la desgraciada patria; solamente sobre las cenizas de la patria y la sangre
de los ciudadanos verían satisfecha su sacrílega ambición. ¿Esperan ser proclamados cónsules,
dictadores, reyes? Pero ¿no ven que si ellos triunfaran, el poder que con tanto empeño
buscan sería presa de algún esclavo o de cualquier gladiador?
La tercera clase está formada por hombres que ya declinan al peso de los años, aunque
el ejercicio mantiene su vigor: uno de ellos es Manlio, cuyo puesto lo va a tomar Catilina.
Todos ellos pertenecen a las colonias fundadas por Sila en otro tiempo. Estas colonias se
componían de ciudadanos honrados y de soldados valientes, ya lo sé; pero sé también que
enriquecidos más pronto de lo que esperaban, no tardaron en alardear del fausto más insolente.
Quisieron edificar mansiones tan suntuosas como las de los favoritos de la suerte, poseer
extensos campos, tener esclavos y celebrar festines, con lo que se vieron tan hundidos
y arruinados, que para sacarlos del fondo del abismo sería necesario que volviera Sila
de los profundos infiernos. Hay entre ellos algunos hombres sencillos y sin recursos,
arrastrados por los otros con la perspectiva de una participación en el pillaje; los pongo
juntos en una misma clase, entre los ladrones y los merodeadores, pero les prevengo que
abandonen su criminal locura, que no sueñen más con dictadoras y proscripciones: aquellos
tiempos funestos han dejado en los corazones heridas tan profundas, que ni los hombres
ni los brutos mismos consentirán su vuelta.
Comprende la cuarta clase un montón confuso de toda clase de gentes ávidas de revueltas
y desórdenes, que sumergidas hace mucho tiempo en el abismo no saldrán nunca de él; sea
por pereza, por incapacidad, por mala administración, por prodigalidad o por sus vicios, el caso
es que cada día se hunden más en el abismo de sus deudas; que asediados por sus acreedores
y cansados de demandas, juicios, prórrogas, embargos y sentencias, abandonan la ciudad
para refugiarse en el campo de la insurrección. Por mi parte, no los tengo por ardientes soldados
de una idea ni por entusiastas partidarios de un caudillo, sino por quebrados y por cobardes
prófugos. No pueden sostenerse, caen, y no quieren que el público ni nadie contemple
su caída. Yo no concibo por qué, no pudiendo vivir con honor, quieren morir con afrenta,
ni cómo encuentran menos penoso perecer juntos que cada uno por su lado.
La quinta clase comprende los parricidas, los asesinos, los vagos y todos los profesionales
del bandidaje y del crimen. A esa clase, no intento separarla de Catilina; sería difícil
apartarla de él. Que sucumban ejerciendo su oficio de malhechores, pues no hay cárcel
tan grande que los pueda contener. Hay otra clase, que es la última; no solamente
la última por el orden en que las enumero, sino por el género de vida; esta clase, la
última en todos los sentidos, es la verdadera tropa de Catilina, su tropa de preferencia,
la que constituye su delicia y sus amores. A los que pertenecen a esta clase es fácil
reconocerlos por su cabellera artísticamente peinada y perfumada; por la ausencia de barba,
o por llevarla arreglada con tanto arte y no menos perfumes que el cabello; por las
dimensiones y el corte de su túnica, la cual les cubre sus brazos afeminados, les baja
hasta los tobillos y los envuelve como velo tentador digno de hombres que están acostumbrados
a mostrar su actividad y su fuerza en los festines que duran hasta que sale el sol.
En este vil rebaño, se han afiliado los jugadores, los adúlteros y todos los más infames corrompidos.
Estos adolescentes, que son tan lindos y tan delicados, no se contentan con practicar el
amor, con inspirarlo y con danzar y cantar, sino que saben también echar veneno y dar
una puñalada. Si Catilina muriera, estad seguros de que tendríais en la república
un plantel de Catilinas. Y a todas estas, ¿qué pretenden estos desgraciados? ¿Se
llevarán al campo sus queridas? ¿Podrán vivir sin ellas? ¡Son ya tan largas las noches!
¿Y cómo resistirán las nieves y el cierzo del Apenino? Pensarán tal vez que pueden
soportar los rigores del invierno como soportan bailando las largas noches de orgía. ¡Ah!
¡Qué formidable guerra la que nos amenaza, teniendo el caudillo por guardia pretoriana
esa cohorte de prostituidos!
Ahora bien, Romanos, para hacer frente a esa desmedrada tropa de Catilina, tenéis vuestras
legiones; para oponerlos a ese gladiador agotado y malherido, tenéis vuestros soldados, vuestros
caudillos y vuestros cónsules; para combatir a esa miserable turba de bandidos y de náufragos,
tenéis toda la fuerza de Italia. Las colonias y los municipios han de valer algo más que
las matas silvestres en que se atrinchera Catilina. ¿Os hablaré de otras fuerzas militares
que aseguran el poder y la grandeza de Roma, para compararlos con la pobreza y la desnudez
de ese bandido? Pero sin contar los recursos todos de que disponemos y que a él le faltan:
el Senado, los patricios, el pueblo, nuestra ciudad, el tesoro público, las rentas del
estado, Italia entera, sus provincias, las colonias; sin contar, digo, tantos recursos
como poseemos, comparad no más que los dos partidos empeñados en la lucha, y este paralelo
será bastante para ver la debilidad sin esperanza de esos enemigos. El combate se empeña entre
el pudor y la impudicia, entre la castidad y la lujuria, entre la honradez y el fraude,
entre la firmeza y el furor, entre la continencia y el libertinaje; la buena fe, la equidad,
el valor, la prudencia, la templanza, van a luchar con la falsedad, la injusticia, la
cobardía, la temeridad, el desenfreno; todas las virtudes contra todos los vicios. Por
último, van a luchar la abundancia con la escasez, la razón contra la locura, la esperanza
contra la desesperación. En semejante lucha, aunque faltaran hombres a la buena causa,
¿no harían los dioses inmortales que las virtudes triunfaran de los vicios?
Continuad, pues, Romanos, lo repito, velando por vuestras casas, cuidando de su defensa.
La de la ciudad me toca a mí, y he tomado todas las precauciones para su seguridad sin
que hayáis de temer alarmas ni alborotos. Las colonias y los municipios, avisados por
mí de la evasión nocturna de Catilina, preservarán de todo ataque sus poblados y sus territorios.
Los gladiadores con los que esperaba Catilina engrosar y fortalecer su ejército, aunque
mejor intencionados que algunos de nuestros patricios, yo los tendré a raya con las fuerzas
de que dispongo. Quinto Metelo, a quien tuve la precaución de enviar anticipadamente a
la Galia, aplastará a ese rebelde, o hará que todos sus movimientos sean inútiles,
todos sus esfuerzos impotentes. En cuanto a otras medidas que es preciso acordar y ejecutar
con urgencia, voy a proponerlas al Senado, que ha sido convocado, como veis.
Vuelvo ahora a los que han quedado en la ciudad, mejor dicho, a los que Catilina ha dejado
en el recinto de Roma para que laboren en nuestra ruina común. Son enemigos, ciertamente;
pero como nacieron ciudadanos, voy a hacerles una advertencia final, a darles el último
consejo. Mi indulgencia, que parecerá excesiva, esperaba a que se desgarrara el velo. En lo
sucesivo, no olvidaré que esta es mi patria, que soy el cónsul de los que me oyen y que
debo salvarme con ellos o morir con ellos. He aquí la advertencia que les hago: no hay
guardias en las puertas, no hay espías en el camino: si quieren irse, aún pueden hacerlo;
pero cualquiera que se remueva en la ciudad, cualquiera que yo vea, no digo ejecutando,
sino tramando algo contra la república, él verá que en Roma hay cónsules vigilantes,
magistrados celosos, un Senado valiente, y armas y una prisión; sí, una prisión destinada
por nuestros abuelos al castigo de los crímenes notorios.
Todo, Romanos, se llevará de manera que las medidas más graves se ejecuten sin ruido,
que los mayores peligros se descarten sin emplear las armas, que la guerra intestina
y doméstica más cruel y peligrosa de que los hombres se acuerden, la termine yo solo,
un jefe de toga. Pero también, si es posible, quiero que ninguno de los culpables reciba
dentro de Roma el castigo de su crimen. Si los atentados de la audacia y el peligro inminente
de la patria me obligaren a prescindir de la blandura de mi carácter, a lo menos haré
lo que apenas se concibe en semejante guerra: ningún hombre de bien perecerá; el castigo
de unos cuantos culpables será bastante para salvaros a todos.
No me fundo, Romanos, para haceros tal promesa, ni en mi prudencia ni en el auxilio de la
cordura humana; cuento con la protección de los dioses inmortales, que son los que
por medio de reiterados signos me han inspirado esta resolución y esta confianza. No es de
lejos y contra enemigos extranjeros, como en otras ocasiones, que los dioses os amparan;
es aquí mismo, en donde están sus templos, que ha de protegeros su brazo tutelar. A vosotros,
pues, Romanos, os toca dirigirles preces, adorarlos, invocar su protección para esta
ciudad que ellos han hecho la más hermosa, la más floreciente, la más poderosa de todas
las ciudades, a fin de que, después de haberla hecho triunfar por mar y tierra de todos sus
enemigos exteriores, la preserven de los furores parricidas de los malos ciudadanos.